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C. Sansom: Invierno en Madrid

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C. Sansom Invierno en Madrid

Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Se oyó otro crujido, esta vez más fuerte. Levantó la mirada y descubrió que el tanque se estaba resbalando lentamente hacia delante.

Un pequeño desprendimiento de tierra y guijarros bajaba muy despacio por la cuesta de la colina.

– Oh, Dios mío -musitó-. Dios mío.

Se incorporó a medias y trató de seguir avanzando.

Sonó un fuerte chirrido y el tanque cayó rodando por la pendiente con un poderoso fragor. Bernie salió indemne por los pelos. Al llegar abajo, el largo cañón se hundió en la tierra y el vehículo blindado se detuvo, estremeciéndose como un gigantesco animal herido. El observador salió disparado de la torreta y cayó despatarrado en la trinchera, boca abajo. Tenía el cabello rubio ceniza: un alemán. Bernie cerró los ojos y emitió un jadeo de alivio.

Otro sonido lo indujo a volverse y mirar hacia arriba. Cinco hombres permanecían alineados al borde de la colina, atraídos por el estruendo. Tenían los rostros tan sucios y agotados como Bernie. Eran nacionales; vestían el uniforme de combate verde oliva de las tropas de Franco. Levantaron los fusiles y le apuntaron. Uno de los soldados desenfundó una pistola y le quitó el seguro, produciendo un leve chasquido. Se adelantó y empezó a bajar por la pendiente.

Bernie se apoyó en una mano y levantó la otra en un cansado gesto de súplica.

El franquista se detuvo a un metro de distancia. Era alto y delgado, y llevaba un bigotito como el del Generalísimo. Su duro rostro revelaba una expresión enojada.

– Me entrego -anunció Bernie.

No le quedaba otra salida.

– ¡Cabrón comunista!

El hombre hablaba con acusado acento andaluz.

Bernie aún estaba tratando de descifrar las palabras, cuando el franquista levantó la pistola y le apuntó a la cabeza.

PRIMERA PARTE

OTOÑO

1

Londres, septiembre de 1940

En Victoria Street había caído una bomba que había abierto un enorme cráter y derribado la fachada de varias tiendas. La calle había sido acordonada y los hombres del ARP, el equipo de precaución contra incursiones aéreas, con la ayuda de voluntarios, habían formado una cadena y retiraban cuidadosamente cascotes de uno de los edificios dañados. Harry comprendió que tenía que haber alguien allí debajo. Los esfuerzos del equipo de rescate, viejos y jóvenes cubiertos de un polvo que los envolvía como un sudario, parecían inútiles en comparación con las enormes montañas de ladrillos y yeso. Depositó la maleta en el suelo.

Mientras el tren se acercaba a la estación Victoria, había visto otros cráteres y otros edificios destrozados. Se había sentido curiosamente alejado de la destrucción, cosa que le venía ocurriendo desde que se iniciaran las grandes incursiones diez días atrás. Allá abajo, en Surrey, a su tío James casi le había dado un ataque al ver las fotografías en el Telegraph. Harry apenas había reaccionado a la imagen del congestionado y enfurecido rostro de su tío ante aquel nuevo ejemplo del terror alemán. Su mente había conseguido apartarse de la furia.

Pero no se podía apartar del cráter de Westminster que, de repente, había aparecido ante sus ojos. Tuvo la impresión de regresar a Dunkerque: los cazabombarderos alemanes sobrevolando su cabeza, el estallido en la costa arenosa. Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos mientras respiraba hondo. El corazón le empezó a latir con fuerza, pero no se puso a temblar; ahora podía controlar sus reacciones.

Un vigilante del ARP se acercó a él. Era un cincuentón de duro rostro, con un fino bigotito gris y una espalda muy tiesa, enfundado en un uniforme negro cubierto de polvo.

– No puede pasar -le dijo en tono perentorio-. La calle está cerrada. ¿No ve que nos ha caído una bomba?

Le miró con recelosa expresión de reproche, sin duda preguntándose por qué razón un treintañero aparentemente sano no iba vestido de uniforme.

– Perdone -dijo Harry-. Acabo de subir del campo. No me había dado cuenta de que fuera tan grave.

Ante el refinado acento de escuela privada con el que Harry habló, casi todos los cockneys habrían utilizado un tono servil; pero no así aquel hombre.

– No hay escapatoria en ningún sitio -dijo con voz áspera-. Esta vez no. La cosa no puede durar mucho ni en la ciudad ni en el campo, se lo digo yo. -El vigilante miró fríamente a Harry-. ¿Está de permiso?

– Me han dado de baja por invalidez -contestó Harry bruscamente-. Mire, tengo que ir a Queen Anne's Gate. Asunto oficial.

Los modales del vigilante cambiaron de repente. Tomó a Harry del brazo y lo obligó a volverse.

– Suba por Petty France. Aquí sólo cayó una bomba.

– Gracias.

– No hay de qué, señor. ¿Estuvo usted en Dunkerque?

– Sí.

– Hubo mucha sangre y destrucción allá abajo en la Isla de los Perros, en pleno barrio de los Docklands. Yo estuve en las trincheras la última vez, sabía que la cosa se repetiría y que esta vez todo el mundo sufriría las consecuencias, no sólo los soldados. Tendrá ocasión de volver a combatir, ya lo verá. A clavar la bayoneta en el vientre de un tudesco, a retorcerla y volverla a sacar, ¿eh?

Esbozó una extraña sonrisa, retrocedió y se cuadró, mientras un extraño fulgor se encendía en sus pálidos ojos.

– Gracias.

Harry se cuadró a su vez y dio media vuelta para cruzar hacia Gillingham Street. Frunció el ceño. Las palabras del hombre le habían causado una profunda repugnancia.

En Victoria, el ajetreo había sido como el de cualquier lunes normal; al parecer, las noticias según las cuales en Londres las cosas seguían como de costumbre eran ciertas. Mientras recorría las anchas calles georgianas, observó que todo estaba tranquilo bajo el sol otoñal. De no ser por las cintas adhesivas de color blanco que se cruzaban sobre las ventanas para protegerlas de las explosiones, todo estaba como antes de la guerra. De vez en cuando, pasaba algún hombre de negocios con bombín y seguía habiendo niñeras que empujaban cochecitos infantiles. Las expresiones de la gente eran normales, e incluso alegres. Muchas personas se habían dejado las máscaras antigás en casa, aunque Harry llevaba la suya en una caja cuadrada colgada del hombro en bandolera. Sabía que el desafiante buen humor de que hacía gala casi todo el mundo ocultaba el temor a una invasión; pero él prefería la ficción de que todo era normal a las cosas que le hacían recordar a cada momento que ahora vivían en un mundo donde los restos del ejército británico se arremolinaban sumidos en el caos en una playa francesa y los trastornados veteranos de las trincheras paseaban por las calles, presagiando alegremente la llegada de un apocalíptico fin del mundo.

Sus pensamientos regresaron a Rookwood, como le solía ocurrir últimamente. El viejo patio del colegio en un día primaveral, los profesores con sus togas y birretes paseando bajo los olmos, los chicos que se cruzaban con ellos con sus blazers azules o sus blancos uniformes de criquet. Era una huida al otro lado del espejo, lejos de la locura. Pero más tarde o más temprano el doloroso y pesado pensamiento siempre conseguía insinuarse: ¿cómo demonios era posible que todo hubiera cambiado de aquello a esto?

El hotel St Ermin's había sido lujoso en otros tiempos, pero ahora su elegancia se había esfumado; la araña de cristal del vestíbulo estaba cubierta de polvo y se respiraba en el aire olor a repollo y betún. Unas acuarelas de venados y lagos de las Tierras Altas de Escocia cubrían las paredes revestidas de paneles de madera de roble. En algún lugar, un reloj de péndulo emitía un soñoliento tictac.

No había nadie en el mostrador de recepción. Harry pulsó el timbre y apareció un corpulento calvo enfundado en un uniforme de conserje.

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