C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Buenas tardes -dijo Harry, pero ellas apartaron la mirada.

Tolhurst abrió una de las puertas.

Era una vivienda de tres habitaciones como las que Harry recordaba haber visto y en las cuales solían alojarse familias de diez miembros apretujados en medio de la mugre. La habían limpiado y olía a cera. Estaba amueblada como un hogar de la clase media, llena de armarios y sofás viejos y mullidos. No había cuadros en las paredes, pintadas de amarillo mostaza, sólo unos cuadrados blancos en los lugares que habían ocupado en otro tiempo. Las motas de polvo danzaban en un rayo de sol.

– Es grande -dijo Harry.

– Pues sí, mucho mejor que la caja de zapatos donde vivo yo. Precisamente, el que ocupaba el único funcionario del Partido Comunista que había por aquí. Es una pena ver a la gente tan apretujada. Estuvo un año desocupado cuando a él se lo llevaron. Después, las autoridades recordaron que tenían este piso y lo pusieron en alquiler.

Harry recorrió con un dedo la película de polvo que cubría la mesa.

– Por cierto, ¿qué es eso de que Himmler va a venir aquí?

Tolhurst lo miró con expresión muy seria.

– Toda la prensa fascista habla de ello -dijo-. Una visita de Estado la semana que viene. -Sacudió la cabeza-. Jamás te acabas de acostumbrar a la idea de que quizá tengamos que echar a correr. Ha habido muchas falsas alarmas.

Harry asintió con la cabeza.

«No es valiente -pensó-; o no lo es más que yo.»

– ¿O sea que usted responde directamente ante Hillgarth? -preguntó.

– Exacto. -Tolhurst golpeó con el pie la pata de un escritorio ornamentado-. Pero no me dedico exactamente a misiones secretas, soy el administrador. -Soltó una carcajada casi como para justificarse-. Simón Tolhurst, burro de carga general. Búsqueda de apartamentos, mecanografiado de informes, comprobación de gastos. -Hizo una pausa-. Por cierto, procure llevar una relación cuidadosa de todo lo que gaste. En Londres son muy cicateros con los gastos. -Tolhurst contempló a través de la ventana el patio de luces con sus cuerdas de tender la ropa entre los balcones, y después se volvió de nuevo hacia Harry-. Dígame -preguntó con curiosidad-, ¿es Madrid muy distinto de como era cuando usted estuvo aquí bajo la República?

– Sí. La situación de entonces ya era mala, pero ahora todo parece mucho peor. E incluso más pobre.

– Puede que mejoren las cosas. Al menos, eso creo, ahora que hay un gobierno fuerte.

– Quizá.

– ¿Se enteró de lo que dijo Dalí, según el cual España es un país de campesinos que necesitan mano dura? En Cuba ocurrió lo mismo; no saben manejar la democracia. Todo se va a la mierda.

Tolhurst sacudió la cabeza como si todo aquello fuera superior a sus fuerzas. Harry experimentó una punzada de cólera ante su ingenuidad; sin embargo, después pensó que la tragedia que allí se había producido también era superior a la suya. Bernie era el único que tenía todas las respuestas, pero su bando había perdido y Bernie estaba muerto.

– ¿Café? -le preguntó a Tolhurst-. Si es que hay.

– Ya lo creo que hay. La casa está muy bien abastecida. También hay teléfono; pero tenga cuidado con lo que diga, estará intervenido por ser usted miembro del cuerpo diplomático. Lo mismo le digo de las cartas que escriba a Inglaterra: están censuradas. Por consiguiente, cuidado con las cartas a la familia o a la novia. ¿Tiene a alguien allí? -preguntó Tolhurst con cierto recelo.

– No. -Harry negó con la cabeza-. ¿Y usted?

– No. No me permiten salir mucho de la embajada. -Tolhurst lo miró con curiosidad-. ¿Qué le llevó a Carabanchel cuando estuvo aquí?

– Vine con Bernie Piper, mi compañero de escuela comunista -contestó Harry con ironía-. Estoy seguro de que consta en mi expediente.

– Ah, sí -contestó Tolhurst, y se ruborizó ligeramente.

– Trabó amistad con una familia de allí. Era buena gente; quién sabe qué habrá sido de ellos ahora. -Harry suspiró-. Voy por el café.

Tolhurst consultó su reloj.

– La verdad es que prefiero irme. Tengo que comprobar algunos malditos gastos. Venga mañana a las nueve a la embajada, lo pondremos al corriente de las tareas de los traductores.

– ¿Sabrán los demás traductores que trabajo para Hillgarth?

– No, por Dios -respondió Tolhurst-. Son miembros auténticos del cuerpo diplomático, simples artistas del circo de Sam. -Sonrió y tendió una sudorosa mano a Harry-. No se preocupe, mañana lo repasaremos todo.

Harry se aflojó el cuello de la camisa y la corbata y experimentó los efectos de una agradable corriente de aire jugueteando sobre el círculo de sudor que le rodeaba el cuello. Se sentó en un sillón de cuero y echó un vistazo al expediente de Forsyth. No había gran cosa: unas cuantas fotografías más, detalles acerca de su trabajo en colaboración con el Auxilio Social, sus contactos en la Falange. Sandy vivía en una casa muy grande y se gastaba un montón de dinero en la compra de artículos en el mercado negro.

A sus oídos llegó la voz chillona de una mujer que llamaba a sus hijos. Dejó el expediente, se acercó a la ventana y miró hacia el oscuro patio de abajo, donde jugaban unos niños. Abrió las ventanas y el consabido olor de comida mezclado con el hedor a podrido le cosquilleó en la nariz. Vio a la mujer asomada a la ventana: era joven y guapa, pero iba de luto por su marido. Volvió a llamar a sus hijos, y éstos corrieron al interior del edificio.

Harry se volvió de nuevo hacia la habitación. Estaba muy mal iluminada y parecía llena de rincones oscuros; los espacios antaño ocupados por cuadros o carteles destacaban cual espectrales cuadrados. Se preguntó qué habría colgado en ellos. ¿Imágenes de Stalin y Lenin? La silenciosa y sosegada atmósfera resultaba un tanto opresiva. El comunista habría sido detenido tras la entrada de Franco en Madrid, y después se lo habrían llevado y fusilado en algún sótano. Harry encendió la luz pero no pasó nada. Con la luz del pasillo ocurrió lo mismo; probablemente, un corte de corriente.

El hecho de tener que espiar a Sandy le había causado una cierta inquietud, pero ahora la furia que experimentaba era cada vez más profunda. Sandy trabajaba con los falangistas, una gente que quería declarar la guerra a Inglaterra.

– ¿Por qué, Sandy? -preguntó.

El sonido de su voz en medio del silencio lo sobresaltó. De repente, se sintió solo. Se encontraba en un país hostil, trabajando por cuenta de una embajada que parecía un semillero de rivalidades. Tolhurst era extremadamente amable, pero Harry sospechaba que le transmitiría a Hillgarth sus impresiones acerca de él y que le encantaba estar al tanto de todo. Pensó en el consejo de Hillgarth acerca de que se lo tomara todo como una aventura; y se preguntó, como se había preguntado varías veces en el transcurso de su período de instrucción, si sería el hombre adecuado para aquella tarea y si estaría a la altura de lo que se esperaba de él. No había hecho ningún comentario sobre sus dudas: era un trabajo importante y ellos necesitaban que lo hiciera. Pero por un instante sintió que el pánico se agazapaba en los más recónditos rincones de su mente.

«Esto no va a dar resultado», se dijo. Había una radio encima de una mesa de rincón. El panel de cristal del centro se iluminó; habría vuelto la luz. Recordó cuando estaba en casa de su tío durante las vacaciones de Rookwood, jugando con la radio del salón por la noche. Al girar el dial, escuchaba voces de países lejanos: Italia, Rusia, los ásperos gritos de Hitler desde Alemania. Pensaba que ojalá pudiera entender las voces que iban y venían, tan lejanas, interrumpidas por silbidos y crujidos. Allí había empezado su interés por los idiomas. Hizo girar el dial en busca de la BBC, pero sólo consiguió encontrar una emisora española, que ofrecía música militar.

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