– No recuerdo su rostro, pero ahora no tendría el mismo aspecto. No estábamos autorizados a hablar con los prisioneros, sólo a darles órdenes. Pensaban que sus ideas podían contaminarnos. -La miró detenidamente a los ojos-. Pero nosotros, los soldados, los admirábamos, sobre todo por su manera de seguir adelante pese a todo.
– ¿No recuerda el nombre de Bernie Piper?
Luis sacudió la cabeza y volvió a estudiar la fotografía.
– Recuerdo a un extranjero rubio que era uno de los comunistas. A casi todos los prisioneros ingleses los devolvieron a casa… su Gobierno trató de recuperarlos. Pero algunos de los que fueron dados por desaparecidos acabaron en Cuenca. -Volvió a deslizar la fotografía sobre la mesa-. A mí me licenciaron esta primavera, pero mi hermano se quedó. -Luis miró a Barbara de modo significativo-. Puede conseguir información si se lo pido. Pero tendría que visitarlo, ya que censuran la correspondencia. -Guardó silencio.
Ella le preguntó sin rodeos:
– ¿Cuánto costará?
Luis esbozó una sonrisa triste.
– Es usted muy directa, señora. Creo que, por trescientas pesetas, Agustín podría decirnos si ese hombre era un prisionero del campo o no.
Trescientas. Barbara tragó saliva con dificultad, pero no permitió que su rostro dejara traslucir nada.
– ¿Cuánto tardaría? He de saberlo cuanto antes. Si España entra en guerra, tendré que irme.
Él asintió con la cabeza, con aire súbitamente práctico.
– Deme una semana. Visitaré a Agustín el próximo fin de semana. Pero ahora necesitaré un poco de dinero, un anticipo.
Ella enarcó las cejas, y Luis se ruborizó de repente con expresión avergonzada.
– Es que no tengo dinero para el tren.
– Ah, comprendo.
– Necesitaré cincuenta pesetas. No, no saque la cartera aquí, démelas fuera.
Barbara miró hacia la barra. El cojo y su amigo estaban profundamente enzarzados en una conversación y la dueña atendía a otro cliente; pero intuyó que todos estaban pendientes de ella. Respiró hondo.
– ¿Y qué haremos si Bernie está allí? Ustedes no podrán liberarlo.
Luis se encogió de hombros.
– Quizá fuera posible, pero en cualquier caso es muy difícil. -Hizo una pausa-. Muy caro.
De modo que era eso. Barbara lo miró y pensó que quizá no sabía nada y le había dicho a Markby lo que éste quería escuchar, y que ahora le estaba repitiendo la misma historia a aquella inglesa rica.
– ¿Cuánto? -preguntó Barbara.
Luis sacudió la cabeza.
– Cada cosa a su tiempo, señora. Primero, comprobemos si se trata de él.
Barbara asintió con la cabeza.
– Para usted es cuestión de dinero, ¿verdad? Deberíamos saber por dónde vamos.
Luis frunció levemente el entrecejo.
– Usted no es pobre -observó.
– Puedo conseguir dinero. Un poco.
– Yo sí soy pobre. Como todo el mundo lo es ahora en España. ¿Sabe usted la edad que yo tenía cuando me reclutaron? Dieciocho. Perdí los mejores años de mi vida. -Lo dijo con amargura; después suspiró y bajó los ojos un momento para al instante volver a fijarlos en los de ella-. No he tenido trabajo desde que dejé el ejército en primavera, sólo un poco en las carreteras, y muy mal pagado. Mi madre está enferma en Sevilla y yo no puedo hacer nada para ayudarla. Si tengo que ayudarla, señora, si tengo que buscar una información muy difícil de encontrar, comprenderá usted que… -Apretó fuertemente los labios y la miró con expresión desafiante.
– Muy bien -se apresuró a decir Barbara en tono conciliador-. Si usted consigue averiguar qué sabe Agustín, le daré lo que me pide. Lo conseguiré como sea.
Probablemente le sería fácil conseguir las trescientas, pero era mejor que él no lo supiese.
Luis asintió con la cabeza. Miró alrededor y después contempló a través de la ventana la calle envuelta en las sombras del ocaso. Acto seguido, volvió a inclinarse hacia delante.
– Iré a Cuenca este fin de semana -dijo-. Volveré a reunirme aquí con usted dentro de una semana, a las cinco de la tarde. -Se levantó y se inclinó ante ella. Barbara observó que su chaqueta tenía un agujero enorme en el codo.
Fuera, él volvió a estrecharle la mano y ella le entregó cincuenta pesetas. Mientras se alejaba, Barbara acarició la fotografía de Bernie. Pero no podía hacerse demasiadas ilusiones, tenía que andarse con cuidado. Su mente daba vueltas sin cesar. El hecho de que Bernie hubiera sobrevivido, cuando miles de hombres habían muerto, y de que Markby hubiera encontrado la manera de llegar hasta él sería una increíble coincidencia. Y, sin embargo, Markby había conseguido averiguar que todos los extranjeros eran enviados a Cuenca; después había buscado a un guardia de allí… Lo único que haría falta serían dinero y contactos entre los miles de soldados dados de baja que estaban en Madrid. Tenía que volver a ponerse en contacto con Markby y preguntarle. En caso de que Luis dijera que Bernie estaba vivo, ella podría armar un escándalo en la embajada. ¿Podría? Decían que la embajada trataba desesperadamente de mantener a Franco al margen de la guerra. Recordaba lo que le había dicho Luis acerca de los prisioneros que podrían desaparecer en caso de que se hicieran averiguaciones inoportunas.
Cruzó la Plaza Mayor apurando el paso para llegar al centro antes de que oscureciera. Y, de pronto, se detuvo en seco. La guerra había terminado en abril de 1939. En caso de que Luis hubiera abandonado el ejército aquella primavera de 1940, era imposible que hubiese pasado dos inviernos en el campo.
Llovía a cántaros desde hacía veinticuatro horas. Era una lluvia persistente que caía en vertical desde un cielo sin viento, para arremolinarse y gorgotear sobre los adoquines. También hacía más frío. Harry había encontrado un edredón en el apartamento y lo había extendido sobre la amplia cama de matrimonio.
Aquella mañana tenía que acudir al Ministerio de Comercio con Hillgarth, su primera salida en calidad de intérprete. Se alegraba de poder hacer algo finalmente.
Lo habían integrado en la vida de la embajada. El jefe del departamento de traducción, Weaver, había examinado sus conocimientos de español en su despacho. Era un hombre alto y delgado, de aspecto aristocrático.
– Muy bien -dijo, utilizando un lánguido tono de voz tras haber pasado media hora conversando con Harry-. Podrá hacerlo.
– Gracias, señor -dijo Harry sin la menor inflexión de voz.
Le molestaba la altiva indolencia de Weaver, que suspiró y añadió:
– Al embajador no le gusta que la gente de Hillgarth intervenga en las tareas habituales, pero qué le vamos a hacer. -Miró a Harry como si éste fuera un animal exótico.
– Sí, señor -contestó Harry.
– Lo acompañaré a su despacho. Hemos recibido unos comunicados de prensa con los que ya puede empezar a trabajar.
Acompañó a Harry a un pequeño despacho. Un escritorio maltrecho ocupaba casi todo el espacio y había varios comunicados de prensa españoles amontonados encima del papel secante. Llegaban con regularidad, y Harry se pasó los tres días siguientes muy ocupado. No volvió a ver a Hillgarth, pero Tolhurst aparecía de vez en cuando por el despacho para ver qué tal le iba.
Tolhurst le caía bien, por su modestia y sus comentarios irónicos; no así la mayoría del personal de la embajada, que despreciaba a los españoles: la desolada pobreza que Harry había visto y que tanto lo deprimía parecía divertir a algunos. Casi todas las tiendas de alimentación de Madrid ostentaban en su exterior unos letreros que rezaban «No hay…». «No hay…» patatas, lechuga, manzanas, lo que fuera. La víspera, en la cantina, Harry había oído que dos miembros del personal del agregado cultural se tomaban a broma el que todavía no hubiera heno para los pobres asnos, y había experimentado un inesperado arrebato de cólera. Sin embargo, bajo aquella insensibilidad, Harry adivinaba el temor de que Franco se incorporara a la guerra. Todo el mundo analizaba los periódicos a diario. En aquellos momentos, la visita de Himmler era objeto de una inquietud generalizada: ¿llegaría sencillamente para discutir cuestiones de seguridad, o habría algo más?
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