C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Hillgarth y Maestre rieron y Harry los imitó sin estar muy convencido. Maestre lo miró, inclinando levemente la cabeza.

– Disculpe, señor, los españoles tenemos cierto sentido negro del humor. Así es como podemos hacer frente a nuestros problemas; aunque no tendría que hacer bromas sobre las dificultades de Inglaterra.

– Bueno, vamos tirando -comentó Hillgarth, conciliador.

– Me han dicho que, cuando le preguntaron a la reina si sus hijos abandonarían Londres a causa de los bombardeos, ella contestó… ¿Qué fue lo que dijo?… ¡Ah, sí!: «No se irán sin mí, yo no me iré sin el rey, y el rey no se irá».

– Sí, en efecto.

– Una mujer extraordinaria. -Maestre miró a Harry con una sonrisa-. Qué estilo. Tiene duende.

– Gracias, señor.

– Y ahora a los italianos les están pegando una paliza en Grecia. La tortilla acabará por volverse. Juan March lo sabe muy bien. -El general enarcó una ceja al mirar a Hillgarth y después se volvió de nuevo hacia Harry-. Señor Brett, dentro de diez días daré una fiesta en honor de mi hija, que cumple dieciocho años. Es mi única hija. En estos momentos hay tan pocos jóvenes apropiados… No sé si a usted le apetecería venir. Estaría muy bien que Milagros conociera a un joven de Inglaterra. -El general sonrió con inesperada ternura al mencionar el nombre de su hija.

– Gracias, señor. Si… mmm… los compromisos de la embajada lo permiten…

– ¡Estupendo! Estoy seguro de que sir Sam podrá prescindir de usted por una noche. Me encargaré de que le envíen una invitación. Y eso de los Caballeros de San Jorge ya lo discutiremos más tarde, capitán.

Hillgarth miró rápidamente a Harry y después sacudió imperceptiblemente la cabeza en dirección a Maestre.

– Sí, más tarde.

El general titubeó, luego asintió enérgicamente con la cabeza y estrechó la mano de Harry.

– Y ahora siento mucho tener que dejarlos. Ha sido un gran placer conocerlo. Hay una ceremonia en el palacio: el embajador italiano va a imponer una nueva condecoración al Generalísimo. -Soltó una carcajada-. Demasiados honores; tantos que Il Duce lo abruma.

Había dejado de llover. Hillgarth cruzó con semblante pensativo el aparcamiento.

– Este nombre que Maestre ha mencionado, Juan March, ¿lo conoce?

– Es un hombre de negocios español. Contribuyó a financiar a Franco durante la guerra. Un estafador, según tengo entendido.

– Bueno, pues olvídese de que ha oído su nombre, ¿de acuerdo? Y olvídese también de los Caballeros de San Jorge; es un asunto privado en el que está implicada la embajada. ¿De acuerdo?

– No diré nada, señor.

– Buen chico. -Hillgarth pareció aliviado-. Tiene usted que ir a esa fiesta y relajarse un poco. Conocerá a unas cuantas señoritas. Bien sabe Dios la poca vida social que hay en Madrid. Los Maestre son una familia importante. Emparentada con los Astor.

– Gracias, señor, puede que vaya. -Harry se preguntó de qué clase de fiesta se trataría.

El chófer esperaba dentro del coche, leyendo un ejemplar del Daily Mail de una semana de antigüedad. En el momento de subir al automóvil, Harry echó un vistazo a la primera plana. Las incursiones aéreas alemanas se alejaban de Londres y Birmingham había sufrido un duro bombardeo. Se trataba de la ciudad natal de Barbara. Harry recordó a la mujer que había visto unas noches antes. No podía ser ella. A esas alturas seguro que ya había regresado a casa. Confiaba en que estuviera a salvo.

– La hija de Maestre es muy guapa -dijo Hillgarth mientras iban de camino a la embajada-. Una auténtica belleza española… ¡se lo digo yo!

De pronto, ambos se vieron lanzados hacia delante cuando el vehículo experimentó la brusca sacudida de un frenazo. Estaban girando en la calle Fernando el Santo, donde se encontraba la sede de la embajada. La calle, habitualmente tranquila, estaba llena de gente que gritaba desaforadamente. El chófer perdió los estribos:

– Pero ¿qué demonios es eso?

Eran falangistas, la mayoría de ellos jóvenes con brillantes camisas azules y boinas rojas, que gritaban brazo en alto a modo de saludo fascista. Agitaban unas pancartas en las que se leía: «¡Gibraltar español!»

Los guardias civiles que siempre montaban guardia ante la embajada habían desaparecido.

– ¡Abajo Inglaterra! -gritaban-. ¡Viva Hitler, viva Mussolini, viva Franco!

– ¡Oh, no! -exclamó Hillgarth en tono de cansancio-. Otra manifestación, no.

Alguien de entre los manifestantes señaló el vehículo con el dedo, y los falangistas que estaban más cerca de ellos se volvieron y les gritaron sus consignas, mirándolos con rostros desencajados mientras extendían y doblaban los brazos como si fueran metrónomos. Una piedra se estrelló contra el capó.

– Siga adelante, Potter -dijo Hillgarth con firmeza.

– ¿Está seguro, señor? Esto tiene mala pinta.

– No es más que puro espectáculo. Le digo que siga, hombre.

El chófer avanzó muy lentamente entre los manifestantes y el muro de la embajada. La mitad de ellos eran adolescentes que vestían el uniforme de la Falange Juvenil, copia del de las Juventudes Hitlerianas, sólo que sus camisas eran azules en lugar de pardas y las chicas llevaban unas faldas amplias, mientras que los chicos iban en pantalón corto. Uno de estos últimos tenía un tambor que empezó a aporrear enérgicamente. Su gesto enardeció a la muchedumbre y algunos muchachos alargaron los brazos y empezaron a zarandear el automóvil. Otros siguieron su ejemplo, mientras que Hillgarth y Harry brincaban en el interior y el vehículo seguía avanzando muy despacio. Harry experimentó una sensación de repugnancia: eran poco más que niños.

– Suélteles un bocinazo -ordenó Hillgarth.

Sonó la bocina y un falangista un poco más veterano se abrió paso entre los manifestantes e hizo señas a los jóvenes de que se apartaran del vehículo.

– ¿Lo ve? -dijo Hillgarth-. Sencillamente se estaban dejando llevar por un exceso de entusiasmo.

Un muchacho alto y corpulento de unos diecisiete años se entregó a un paroxismo de furia y, abriéndose paso entre la multitud, se situó al lado del vehículo y empezó a lanzar insultos en inglés a través de la ventanilla:

– ¡Muerte al rey Jorge! ¡Muerte al cerdo judío de Churchill!

Hillgarth rió, pero Harry se echó hacia atrás asqueado ante la ridiculez de los silbidos que otorgaban a los manifestantes una apariencia aún más desagradable.

– ¿Dónde están los guardias civiles? -preguntó.

– Les habrán aconsejado que se vayan a dar un paseo, supongo. Éstas son las huestes de Serrano Súñer. Bueno, Potter, acérquese a la entrada. Cuando bajemos, Brett, procure mantener el tipo. No les haga caso.

Harry siguió a Hillgarth y puso un pie en la acera. Los gritos arreciaron, y se sintió expuesto al peligro y repentinamente asustado. El corazón le empezó a latir con fuerza. Los falangistas proferían gritos contra ellos desde el otro lado del automóvil mientras el joven enfurecido seguía aullando en inglés.

– ¡Que se hundan los barcos ingleses! ¡Muerte a los judíos bolcheviques!

Otra piedra voló desde el otro lado de la calle y rompió un cristal de la puerta de la embajada. Harry retrocedió y tuvo que reprimir el impulso de agacharse.

Hillgarth cogió el tirador de la puerta.

– Maldita sea, está cerrada.

La sacudió y entonces vio moverse una figura en el oscuro interior, hasta que apareció Tolhurst corriendo agachado hacia la puerta. Una vez allí, éste empezó a manipular torpemente el pestillo.

– ¡Vamos, Tolly! -le gritó Hillgarth-. Manténgase firme, por el amor de Dios, ¡no son más que una pandilla de gamberros!

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