C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– ¿Y acabó en Ginebra?

– Sí -respondió Barbara-. Porque también necesitaba alejarme de casa. -Exhaló una larga nube de humo y miró a Bernie-. ¿Qué pensaron sus padres cuando usted decidió unirse como voluntario a las Brigadas Internacionales?

– Sufrieron otra decepción. Como cuando dejé la universidad. -Bernie se encogió de hombros-. A veces me siento culpable por haberlos abandonado.

«Para trabajar por el partido -pensó Barbara-. Y para ser modelo de escultor.» Se lo imaginó momentáneamente sin ropa y bajó la mirada al suelo.

– No querían que viniera aquí, claro -continuó Bernie-, no lo entendían. -La miró de nuevo a los ojos-. Pero era preciso que viniera. Cuando vi los noticiarios, las colas de refugiados… Tenemos que destruir el fascismo, tenemos que hacerlo.

La llevó a ver a la familia Mera, pero la visita no fue un éxito. Barbara no los entendía a causa de su acento y se sentía incómoda entre tanto desorden.

Acogieron a Bernie como a un héroe, y ella imaginó que éste habría protagonizado algún acto de valentía en la Casa de Campo. Bernie compartía una habitación de aquella vivienda de alquiler con uno de los hijos, un escuálido muchacho de quince años con un pálido y demacrado rostro de tuberculoso.

En el camino de vuelta a casa, Barbara comentó que Bernie corría peligro al compartir una habitación con él. Él replicó con uno de sus ocasionales estallidos de cólera.

– No pienso tratar a Francisco como si fuera un leproso. Con buena alimentación y medicamentos apropiados, la tuberculosis se puede curar.

– Lo sé. -Barbara se avergonzó de sí misma.

– La clase obrera española es la mejor del mundo. Saben lo que es luchar contra la opresión y no temen hacerlo. Practican la verdadera solidaridad entre ellos y son internacionalistas; creen en el socialismo y trabajan por él. No son unos materialistas voraces, como casi todos los sindicalistas británicos. Son lo mejor de España.

– Lo siento -se disculpó Barbara-. Es que… no comprendía lo que decían y… bueno, me estoy comportando como una burguesa, ¿verdad? -Lo miró muy nerviosa, pero la cólera de Bernie ya se había desvanecido.

– Al menos, usted empieza a entenderlo, y eso ya es más de lo que la mayoría de la gente puede hacer.

Barbara habría comprendido que Bernie la quisiera sólo como amiga. Sin embargo, él intentaba tomarle la mano una y otra vez, y en un par de ocasiones había intentado besarla. ¿Por qué la quería a ella, pudiendo elegir a quien le diera la gana?, se preguntaba Barbara. Sólo se le ocurría pensar que, a pesar de su internacionalismo, él prefería a una inglesa. Temía que Bernie le hubiera dicho que su aspecto no tenía nada de malo sólo para llevársela a la cama. Sabía que los hombres no se andaban con muchos remilgos. Una vez ya la habían atrapado de aquella manera y eso constituía su peor recuerdo, un recuerdo que la avergonzaba. Sus anhelos y la confusión que experimentaba la estaban consumiendo.

A Bernie se le estaba curando el brazo; le habían quitado la escayola, pero aún lo llevaba en cabestrillo, y además debía presentarse cada semana en el cuartelillo.

Cuando se recuperara del todo, decía, lo trasladarían a un nuevo campo de instrucción para voluntarios ingleses, en el sur. Ella temía la llegada de aquel día.

– Me he ofrecido para echar una mano con los nuevos combatientes llegados de Inglaterra -prosiguió él-. Pero me han dicho que ya lo tienen todo resuelto. -Bernie frunció el ceño-. Creo que temen que mi maldito acento de escuela privada provoque el rechazo de los chicos de la clase obrera que están viniendo.

– Pobre Bernie -dijo Barbara-. Atrapado entre dos clases.

– Yo nunca he estado atrapado -replicó él con amargura-. Sé dónde están mis lealtades de clase.

Un sábado de principios de diciembre ambos fueron a dar un paseo por los barrios residenciales del norte. Era una zona de viviendas para ricos, enormes mansiones con jardín privado. Hacía mucho frío y la víspera había caído una ligera nevada. Al fundirse, la nieve había dejado una atmósfera gélida y húmeda, aunque aún quedaban algunas manchas blancas en los tejados.

Muchos habitantes de los barrios residenciales habían huido a la zona nacional o habían sido encarcelados, y algunas casas permanecían cerradas. Otras, en cambio, habían sido invadidas por ocupantes ilegales y los jardines aparecían plagados de malas hierbas o se habían convertido en huertos de hortalizas; cerdos y gallinas campaban a su antojo en algunos de ellos. Aunque el desorden la molestaba profundamente, Barbara ya empezaba a ver las cosas con los ojos de Bernie: evidentemente aquella gente necesitaba vivienda y comida.

Se detuvieron ante la verja de una enorme mansión en cuyas ventanas colgaba la colada. Una jovencita de unos quince años ordeñaba una vaca atada a un árbol en el centro de un césped salpicado de boñigas.

Al ver el gabán militar de Bernie, la chica se enderezó y lo saludó con el puño en alto.

– Habrán perdido sus casas por culpa de la artillería o los bombardeos de Franco -observó Bernie.

– Me pregunto dónde estarán los antiguos propietarios.

– Se han ido, eso es lo único que cuenta.

Al oír un rugido, los dos levantaron la vista hacia el cielo. Un gigantesco bombardero alemán sobrevolaba la zona, escoltado por un par de pequeños cazas. Tres aparatos rusos, con el morro pintado de rojo, volaban en círculo a su alrededor, dejando unas largas estelas de humo blanco en el cielo azul. Barbara echó la cabeza atrás para verlos mejor. Era una hermosa exhibición, hasta que uno caía en la cuenta de lo que estaba ocurriendo allí arriba. Al final de la calle se levantaba una iglesia neogótica del siglo XIX. Una pancarta colgaba sobre una puerta que estaba abierta: «Establo de la Revolución.»

– Venga -dijo Bernie-. Vamos a echar un vistazo.

El interior había sido destruido; casi todos los bancos se habían retirado y las vidrieras de colores estaban rotas. Las imágenes habían sido sacadas de sus hornacinas y arrojadas al suelo; unas balas de paja se amontonaban en un rincón. La parte de atrás de la iglesia había sido vallada para albergar un rebaño de ovejas. Los animales estaban todos apretujados y, cuando la pareja se acercó, se apartaron atemorizados y empezaron a balar, emparejándose entre sí y mirando de soslayo con sus extraños ojos desmesuradamente abiertos. Bernie intentó calmarlos murmurando palabras tranquilizadoras.

Barbara se acercó al montón de imágenes rotas. Una cabeza de yeso de la Virgen con los ojos llenos de lágrimas pintadas la miró con expresión de reproche desde el suelo y le evocó el convento donde se alojaban los niños. De pronto fue consciente de la presencia de Bernie a su lado.

– Las lágrimas de la Virgen -dijo, soltando una risita cohibida.

– La Iglesia siempre ha apoyado a los opresores. Al alzamiento de Franco lo llaman «cruzada» y bendicen a los soldados fascistas. No se puede reprochar que la gente esté furiosa.

– Yo jamás he entendido a la Iglesia, con todos sus dogmas. Es triste.

Sintió que Bernie le rodeaba el cuerpo con el brazo bueno y la obligaba a volverse. Se llevó tal sorpresa que no le dio tiempo a reaccionar cuando él se inclinó hacia delante. Notó el contacto de su mejilla y luego una cálida sensación de humedad mientras él la besaba. Después retrocedió un poco, tambaleándose.

– Pero ¿qué demonios estás haciendo?

Él la miró avergonzado, con un mechón de cabello rubio cayéndole sobre la frente.

– Tú lo deseabas -dijo-. Lo sé. Barbara, dentro de unas semanas estaré en el campo de instrucción. Puede que jamás vuelva a verte.

– ¿Y qué quieres? ¿Un poco de sexo con una inglesa? ¡Pues conmigo no cuentes! -Levantó la voz y el eco resonó por todo el templo. Las ovejas se asustaron y empezaron a balar en tono quejumbroso.

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