Sandy asintió con la cabeza.
– Ni yo mismo me lo podía creer. Apareció en persona. Resultó herido en Dunkerque, y ahora lo han enviado aquí.
– Dios bendito. ¿Está bien?
– Eso parece. Le tiembla un poco la mano. Pero es el mismo Harry de siempre. Muy serio y ceremonioso. No sabe cómo interpretar lo que está ocurriendo en España.
Sandy sonrió, meneando comprensivamente la cabeza. Barbara lo miró. Harry. El amigo de Bernie. Hizo un esfuerzo por sonreír.
– Erais buenos amigos en el colegio, ¿verdad?
– Sí. Es un buen chico.
– Pues mira, es la primera persona de Inglaterra de quien hablas con afecto.
Sandy se encogió de hombros.
– Lo he invitado para el martes por la noche. Me temo que Sebastián vendrá con la muy inaguantable de Jenny. ¿Te pasa algo?
Barbara se había ruborizado intensamente.
– Sí, es que ha sido una sorpresa. -Tragó saliva.
– Puedo cancelar la invitación, si lo prefieres. Si eso te trae malos recuerdos.
– No, no, será maravilloso volver a verle.
– Bueno, entonces subo arriba a cambiarme.
Abandonó la estancia. Barbara cerró los ojos, recordando aquellos terribles días después de que a Bernie lo hubieran dado por desaparecido. Entonces Harry la había ayudado, pero había sido Sandy quien la había salvado. Volvió a avergonzarse de su conducta.
El vestíbulo estaba prácticamente lleno y se oía el murmullo de conversaciones animadas. Barbara miró alrededor. Todo el mundo lucía sus mejores galas; hasta las mujeres vestidas de riguroso luto iban ataviadas con prendas de seda negra, y algunas se habían puesto unas mantillas de encaje que les caían sobre la frente. Los hombres iban de etiqueta, vestidos con uniforme militar o bien con el uniforme de la Falange. Había también algún que otro eclesiástico con sotana o ropajes morados. Barbara se había puesto un vestido blanco de noche con un broche verde que realzaba el color de sus ojos, y una estola blanca de piel.
El vestíbulo se había restaurado para la primera representación después de la Guerra Civil. Las paredes y las columnas blancas y estriadas estaban recién pintadas y los asientos se habían vuelto a tapizar elegantemente de rojo. Sandy se encontraba en su elemento, mirando con una sonrisa a sus amistades. Saludó con una inclinación de cabeza a un coronel cuando éste pasó por su lado en compañía de su mujer.
– Saben montar un espectáculo cuando quieren -dijo en voz baja.
– Supongo que eso es señal de que las cosas empiezan a normalizarse.
Sandy leyó el programa.
– Tocan obras de Weber, Wagner, Brahms y Strauss. Al parecer, el director es una joven promesa alemana de poco más de treinta años. Se llama Herbert von Karajan y ha dirigido la Filarmónica de Berlín. Vete a saber, tal vez desean celebrar las buenas relaciones entre el régimen español y el alemán, ahora que Franco se reúne con Hitler en Hendaya. Por cierto -dijo, cambiando de tema-, tenemos que ir un día de éstos a ver los jardines de Aranjuez, ¿no te parece?
– Será bonito.
El teatro empezaba a llenarse. La orquesta ensayaba y unos retazos de música traspasaban el aire. La gente levantaba los ojos hacia el vacío palco real.
– El Generalísimo aún no ha llegado -dijo Sandy en voz baja.
Hubo un revuelo de actividad cuando dos soldados acompañaron a una pareja vestida de noche hasta sus asientos en un palco de allí cerca. Ambos eran muy altos, la escultural mujer llevaba el cabello rubio suelto y el hombre era calvo y de nariz aguileña. Lucía un brazalete con la cruz gamada en la manga de su traje de etiqueta. Barbara reconoció su rostro de haberlo visto en los periódicos. Von Stohrer, el embajador alemán.
Sandy le dio un codazo con disimulo.
– No mires, cariño.
– Aborrezco este emblema.
– España es neutral, cariño. No hagas caso. -La tomó del brazo y le indicó, sentada allí cerca, a una mujer alta y de mediana edad vestida de negro que conversaba tranquilamente con otra mujer-. Es la marquesa. Vamos a presentarnos. -La acompañó pasillo abajo-. Por cierto -añadió en un susurro-, no le hables para nada de su marido.
Los braceros de una de sus fincas se lo dieron de comer a los cerdos en el treinta y seis. Muy desagradable.
Barbara se estremeció levemente. Sandy solía hablar con indiferente ligereza acerca de los horrores que había sufrido la gente durante la Guerra Civil.
Sandy se inclinó ante la marquesa. Barbara no sabía cómo saludarla y optó por hacerle una reverencia que fue acogida con una leve sonrisa. La marquesa debía de tener unos cincuenta años, con un afable rostro que debió de ser bonito en otros tiempos pero que ahora aparecía surcado por unas arrugas de tristeza.
– Señora -dijo Sandy-, permítame que me presente. Alexander Forsyth. Ésta es mi esposa, Barbara. Disculpe la impertinencia, pero el señor Cana me dijo que estaba usted buscando voluntarias para su orfelinato.
– Sí, ya me lo comentó. Tengo entendido que es usted enfermera, señora.
– Me temo que llevo años sin ejercer mi profesión.
La marquesa la miró con la cara muy seria.
– Esas habilidades jamás se olvidan. Muchos de los niños de nuestro orfelinato están enfermos o resultaron heridos durante la guerra. Hay muchos huérfanos en Madrid. -La marquesa meneó tristemente la cabeza-. Sin progenitores ni casa ni escuela, muchos de ellos se dedican a mendigar por las calles.
– ¿Dónde está el orfelinato, señora?
– Cerca de la calle de Atocha, en un edificio que nos ha cedido la Iglesia. Las monjas nos echan una mano con la enseñanza, pero necesitamos más ayuda médica. La atención sanitaria les lleva todavía mucho tiempo.
– Naturalmente.
– ¿Cree usted que nos podría ayudar, señora?
Barbara pensó en los descalzos pilludos de rostro desencajado que solía ver vagando por las calles.
– Sí, me gustaría.
La marquesa se llevó una mano a la barbilla.
– Disculpe que se lo pregunte, señora, pero usted es inglesa. ¿Y católica?
– No, no, me temo que no. Fui bautizada en el credo anglicano. -Barbara soltó una avergonzada carcajada. Sus padres jamás habían ido a la iglesia. ¿Qué pensaría la marquesa si supiera que ella y Sandy no estaban casados?
– Tal vez haya que convencer a las autoridades religiosas. Pero necesitamos enfermeras, señora Forsyth. Hablaré con el obispo. ¿Podría telefonearla?
Sandy extendió los brazos.
– Lo entendemos perfectamente.
– Veré qué se puede hacer. Sería estupendo que usted nos pudiera ayudar. -La marquesa inclinó la cabeza para dar a entender que la entrevista había terminado. Barbara le hizo otra reverencia y siguió a Sandy por el pasillo.
– Lo hará -dijo Sandy-. La marquesa tiene mucha influencia.
– No entiendo por qué mi religión tiene que ser un problema. La Iglesia de Inglaterra no es nada de lo que uno tenga que avergonzarse.
Sandy se volvió para mirarla súbitamente enojado.
– Porque, a ti no te educaron en el meollo de lo que es eso -replicó-. Y no tuviste que aguantar a esos hipócritas un día sí y otro también. Por lo menos, con los católicos sabes qué terreno pisas.
Barbara había olvidado que la Iglesia era para Sandy como un nervio en carne viva. Como la mención de su familia, era un tema capaz de provocar su enfado repentino.
– Bueno, bueno, perdona.
Sandy había vuelto la cabeza y estaba mirando a un hombre medio calvo que se encontraba muy cerca de ellos vestido con uniforme de general y los estudiaba con expresión de reproche. El general enarcó levemente las cejas y se alejó. Sandy tuvo la sensación de haber caído en una trampa y se volvió hacia Barbara con semblante enfurecido.
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