C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– No. Sólo un golpe en la cabeza. -Bernie se sacó la piedra del bolsillo y la levantó.

– Hazlo ahora -se apresuró a decirle Agustín-. ¡Ahora! Pero no demasiado fuerte.

Apretó los dientes y cerró los ojos. Por un instante, Bernie se mostró indeciso; le era difícil establecer con cuánta fuerza golpear. Después golpeó a Agustín con la piedra en la sien. Sin un sonido, el guardia rodó por el suelo y se quedó inmóvil. Bernie lo miró asombrado, no tenía intención de dejarlo sin sentido. Un riachuelo de sangre brotaba del corte de la cabeza donde la piedra lo había golpeado. Se arrodilló junto al guardia. Éste todavía respiraba.

Se levantó y miró hacia atrás, después hacia la pendiente de la ladera. Pensó en la posibilidad de llevarse el fusil de Agustín, pero habría sido un estorbo. Respiró hondo y echó a correr cuesta abajo entre la nieve medio fundida, consciente de lo mucho que destacaban la manchada chaqueta marrón y el mono verde sobre la blancura que lo rodeaba. Su espalda experimentó una sacudida, a la espera de una bala. Era como en el Jarama, el mismo temor de indefensión.

Pasó por debajo de la línea de las nieves perpetuas y se detuvo para contemplar la línea de huellas que había dejado más arriba, a su espalda. Se había desviado a la derecha y ahora echó correr hacia la izquierda, confiando en que el cambio de dirección engañara a los guardias. Había pliegues en las colinas, en ambos sentidos. Era terrible estar solo, correr por aquel paisaje desolado; inesperadamente, Bernie echó de menos las paredes protectoras de la barraca. De pronto, resbaló sobre un retazo de hierba congelada y empezó a rodar cuesta abajo entre gemidos y jadeos. Se golpeó el hombro y tuvo que ahogar un grito de dolor.

Se detuvo al fondo del primer pliegue de las colinas y se incorporó sin resuello. Miró hacia arriba. Nada. Nadie. Sonrió. Había llegado adonde quería más rápido de lo que había imaginado. Se levantó y corrió al socaire de la colina. Como le había dicho Agustín, un pequeño carrascal crecía en un lugar resguardado. Corrió a esconderse entre los árboles y se tumbó sobre un tronco, respirando afanosamente. «Bien hecho -pensó-. Hasta ahora, todo bien.»

Permaneció sentado y prestó atención; pero no se oía nada, sólo un silencio que parecía zumbarle en los oídos. Se puso nervioso, llevaba más de tres años sin experimentar un silencio tan absoluto. Aunque estuvo tentado de echar a correr, Agustín tenía razón; era mejor esperar hasta que oscureciera antes de seguir adelante. Molina enseguida se habría dado cuenta de que Agustín y él habían desaparecido. Echó la espalda hacia atrás y empezó a mover los dedos medio congelados de los pies. Poco después, le pareció oír unos débiles gritos en la distancia que luego ya no se volvieron a repetir.

En el cielo se elevó una media luna y salieron las estrellas. Bernie se sorprendió de ver que las estrellas aparecían repentinamente de una en una. Cuando el cielo estuvo completamente negro, Bernie se levantó. Hora de irse. De repente, se quedó helado. Había oído un crujido a escasos metros de la entrada del carrascal. «¡Oh, Dios mío! -pensó-, ¡Dios mío!» Lo volvió a oír, procedente del mismo lugar. Apretando los dientes, separó con sumo cuidado las ramas de un arbusto y miró. Un pequeño venado pastaba la áspera hierba muy cerca de allí. Era muy joven, quizá la madre hubiera muerto abatida por un disparo de los guardias. Ahora que la nieve había desaparecido, el venado volvería a trepar por la montaña en busca de alimento. De repente, Bernie se emocionó; las lágrimas asomaron a sus ojos al tiempo que él levantaba la mano para enjugarlas. El venado lo oyó, levantó la cabeza, se volvió y huyó bajando estrepitosamente por la pendiente. Bernie contuvo la respiración para escuchar. Si lo estuvieran persiguiendo y estuvieran cerca de allí, aquel ruido les habría llamado la atención. Pero el silencio no se quebró. Volvió a salir de entre los arbustos. Soplaba un viento gélido. Se agachó y volvió a sentirse tremendamente expuesto al peligro. Después, hizo un esfuerzo por levantarse y empezó a bajar una vez más por la ladera. Faltaban siete kilómetros.

Se sorprendió de la cantidad de cosas que podía ver a la luz de la luna en cuanto los ojos se acostumbraban a ella. Se mantuvo a la sombra, siguiendo los senderos abiertos por los pastores, y caminó cuesta abajo sin detenerse. Calculaba que habrían transcurrido casi dos horas desde que dejara a Agustín; pero no podía estar seguro. Siguió bajando y deteniéndose de vez en cuando para recuperar el resuello y prestar atención desde detrás de una de las pequeñas carrascas que ahora eran cada vez más frecuentes. El hombro lo estaba matando y los pies ya le empezaban a doler. Aunque era como si llevara una eternidad corriendo cuesta abajo, la pierna mala seguía aguantando.

Después, al llegar a la cumbre de una pequeña loma, vio las luces de Cuenca directamente delante de él y sorprendentemente cerca: los puntos amarillos de las ventanas iluminadas. Un grupito de luces destacaba por debajo de las demás: las casas colgadas construidas en el mismo borde del peñasco. Respiró hondo. Había tenido suerte de salir justo al otro lado de la ciudad.

Ahora decidió ir más despacio, buscando todas las sombras. Unas nubes aparecieron surcando el cielo por delante de la cara de la luna y él agradeció los minutos adicionales de oscuridad que éstas le ofrecieron. Entonces distinguió el desfiladero y los negros machones del puente de hierro que lo cruzaban. Parecía increíblemente frágil, con un camino de madera peatonal lo bastante ancho para que pudieran caminar por él tres personas a un tiempo. Vio que sólo había unas cuantas casas construidas al borde del peñasco del otro lado. Eran mucho más pequeñas de lo que había imaginado.

La carretera que discurría paralela al desfiladero se distinguía claramente unos cien metros más abajo. Bernie se agachó tras un arbusto. No se veía a nadie. Los del campo ya habrían telefoneado a la Guardia Civil; quizás enviaran efectivos para vigilar el puente. Sin embargo, aquél no era el único puente, recordó que le había dicho Agustín; había otros más allá, otros medios de entrar en la ciudad. En caso de que el puente principal estuviera vigilado, Barbara lo esperaría en la catedral.

Oyó unas voces y se quedó petrificado. Voces de mujer. Un grupo de cuatro mujeres envueltas en pañolones negros, acompañadas de dos asnos cargados con leña. Las miró mientras pasaban por debajo de él; no alcanzaba a distinguir sus rostros, pero las ásperas voces parecían de ancianas. Llevaba tres años sin ver a una mujer. Recordó a Barbara esperándolo en su cama, y el corazón le empezó a latir con fuerza mientras una cálida saliva le subía a la boca. Se la tragó y respiró hondo.

Las mujeres y sus asnos se alejaron. Cruzaron el puente y desaparecieron. Bernie abandonó su refugio y contempló la carretera de abajo. Un poco más allá del puente vio una arboleda junto a la carretera. Aquél debía de ser el lugar. Casi no había ningún sitio donde esconderse; ahora tendría que caminar a lo largo de la ladera visible de la colina, de cara a la ciudad del otro lado del desfiladero. Se apartó de su refugio y empezó a avanzar muy despacio, deteniéndose en cada carrasca.

Mientras salía de detrás de un árbol oyó un sonido por encima de su cabeza, como un chasquido metálico. Se arrojó al suelo, esperando un disparo. No ocurrió nada. Abrió los ojos: sólo se distinguía la ladera desierta. Ligeramente por encima de él distinguió otra carrasca más grande, aislada de las demás. Le pareció que el sonido procedía de allí; pero, si fuera un guardia civil o un guardia del campo, ya habría disparado. Siguió adelante, volviéndose a cada momento a mirar el árbol, y ya no se oyó nada más. A lo mejor, había sido otro venado o una cabra.

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