C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Algunas imágenes acudieron a la mente de Harry: una mujer rebuscando en los cubos de la basura, detenida cuando el viento le había levantado la falda del vestido por encima de la cabeza; los perros asilvestrados atacando a Enrique; Paco agarrado al cadáver de la anciana. Ahora iba a conocer finalmente al creador de aquella nueva España.

El automóvil llegó a una pequeña aldea convertida en cuartel, con soldados por todas partes; los hombres miraron hacia el interior del vehículo, mientras éste circulaba bordeando un muro elevado. El chófer se acercó a una alta verja de hierro de doble hoja custodiada por soldados armados con ametralladoras. Entregó la documentación para que la examinaran y, acto seguido, la verja se abrió y el automóvil cruzó lentamente la entrada, Los guardias saludaron el paso del vehículo, brazo en alto.

El Palacio de El Pardo era un edificio de tres pisos construido en piedra amarilla, rodeado por extensos prados cubiertos de blanca escarcha. Unos miembros de la Guardia Mora armados con lanzas permanecían de pie junto a los peldaños que conducían a la entrada; uno de ellos bajó y les abrió la portezuela. Harry oyó desde algún lugar el triste lamento de un pavo real. Se estremeció; allí fuera el frío parecía todavía más intenso.

Un ayudante vestido de paisano los recibió en los peldaños y los acompañó a través de toda una serie de estancias decoradas con muebles del siglo XVIII, fastuosos pero cubiertos de polvo. A Harry se le aceleraron los latidos del corazón. Llegaron a una puerta más grande flanqueada por otros miembros de la Guardia Mora de rostros morenos e impasibles. Uno de ellos llamó con los nudillos a la puerta y el ayudante los hizo pasar.

El despacho de Franco era espacioso y estaba lleno de oscuros y pesados muebles que le otorgaban un aspecto tenebroso, a pesar de la luz solar que se filtraba a través de las altas ventanas. Las paredes estaban cubiertas de pesados tapices antiguos que mostraban escenas de batallas medievales. El Generalísimo permanecía en pie delante de un inmenso escritorio, con las fotografías de Hitler y Mussolini en lugar destacado y, para asombro de Harry, una del Papa. Franco vestía de general con una ancha faja roja alrededor de la voluminosa cintura. Su cetrino rostro mostraba una expresión altiva. Harry esperaba presencia, pero Franco no la tenía; con su calva, su papada y su bigotito grisáceo, le recordaba a Harry lo que Sandy le había dicho el primer día en el Café Rocinante: un director de banco. Y era bajito y menudo. Bajando la mirada tal como le habían aconsejado hacer, Harry observó que el Generalísimo calzaba zapatos con plataforma.

– Buenos días, Generalísimo -dijo Hoare. Al menos, hasta ahí llegaban sus conocimientos de español.

– Excelencia. -La voz de Franco sonaba estridente y chillona. Estrechó la mano de Hoare, ignorando la presencia de Harry.

El ayudante ocupó su posición al lado de Franco.

– Ha pedido usted una reunión, excelencia -dijo Franco en un suave murmullo.

– Me alegro de poder verlo, finalmente -dijo Hoare casi en tono de reproche. Había que reconocer que no estaba en absoluto intimidado-. El Gobierno de su majestad ha estado muy preocupado por el apoyo que recibe el Eje en la prensa. Prácticamente incitan al pueblo español a entrar en guerra.

Harry tradujo, esforzándose en mantener un tono de voz tranquilo y reposado. Franco se volvió para mirarlo. Sus grandes ojos castaños eran líquidos, pero en cierto modo inexpresivos. El Generalísimo se volvió para mirar de nuevo a Hoare y se encogió de hombros.

– Yo no soy responsable de la prensa, excelencia. No querrá usted que me entrometa, ¿verdad? -Franco miró a Hoare con una fría sonrisa en los labios-. ¿Acaso no son este tipo de cosas las que nos critican las potencias liberales?

– La prensa está controlada por la censura del Estado, mi general, como usted bien sabe. Y buena parte del material procede de la embajada alemana.

– Yo no me ocupo de la prensa. Tendría usted que hablar con el ministro de Interior.

– Lo haré sin falta. -La voz áspera de Hoare cortaba como un cuchillo-. Es una de las cuestiones que más graves considera mi Gobierno.

El Generalísimo meneó la cabeza y volvió a esbozar una fría sonrisa.

– ¡Ah, excelencia!, me entristece que haya obstáculos a la amistad entre nuestros países. Ojalá ustedes concertaran la paz con Alemania. El canciller Hitler no desea la destrucción del Imperio Británico.

– Jamás permitiremos que los alemanes dominen Europa -replicó bruscamente Hoare.

– Pero si ya lo están haciendo, señor embajador, ya lo están haciendo. -Muy cerca había un antiguo y enorme globo terráqueo. Franco alargó una pequeña mano asombrosamente delicada y lo hizo girar suavemente-. Los ingleses son un pueblo orgulloso, lo sé; como nosotros, los españoles. Pero hay que afrontar la realidad. -El Generalísimo volvió a menear la cabeza-. Hace apenas dos años, cuando firmó los acuerdos de Múnich, pensé que su viejo amigo el señor Chamberlain se uniría a los alemanes y se volvería contra el verdadero enemigo, que son los bolcheviques. -Franco lanzó un suspiro-. Pero ahora ya es demasiado tarde.

Mientras Harry traducía, la furia hizo que Hoare se pusiera tenso.

– Es inútil seguir discutiendo -dijo éste en tono cortante-. Gran Bretaña jamás se rendirá.

Franco se incorporó y su fría mirada le recordó a Harry la expresión que mostraba en las monedas.

– En ese caso, me temo que serán ustedes derrotados.

– Quería analizar las importaciones de trigo -dijo Hoare-. Su Gobierno tendrá que solicitar certificados para que puedan pasar el bloqueo. Seguimos controlando los mares -añadió en tono iracundo-. Necesitamos garantías de que ninguna cantidad de trigo será reexportada a Alemania y de que su importe será íntegramente pagado por el Gobierno español.

Franco volvió a sonreír con auténtico regocijo.

– Lo será. Los argentinos han accedido a aceptar condiciones de crédito. A fin de cuentas, nosotros no tenemos reservas de oro ni somos un país productor de oro. -Se volvió lentamente para mirar a Harry y, pese a su sonrisa, algo en sus ojos le infundió temor-. Precisamente ayer estuve hablando con el general Maestre -añadió suavemente el Generalísimo. -«Oh, Dios mío», pensó Harry, «lo sabe.» Hoare se lo habría dicho a Maestre y Maestre se lo habría dicho a él. Y Hoare experimentó un sobresalto-. Confío en que todo pueda seguir adelante sin ningún contratiempo -añadió Franco-. De lo contrario… No quisiéramos considerar a Inglaterra un país enemigo, aunque siempre es cuestión de ver cómo actúa una potencia respecto a nosotros. En sus convenios abiertos y en los secretos. -Franco arqueó las cejas, mirando a Hoare, y el embajador se ruborizó.

Harry se preguntó qué habría dicho Franco si se hubiera enterado del asunto de los Caballeros de San Jorge. Se agarró a una mesa que tenía a su espalda para no tambalearse.

A bordo del automóvil que los llevaba de regreso a Madrid, Hoare estaba furioso. La reunión se había prolongado media hora más de lo previsto. Hoare había analizado los acuerdos comerciales y los rumores que corrían sobre el envío de camiones cargados de alimentos destinados al ejército alemán en Francia; pero, al final, había perdido la iniciativa. La actitud de Franco había sido la de una parte ofendida tratando con un negociador importuno.

– Ya verá cuando me reúna con Hillgarth -dijo Hoare, mirando a Harry enfurecido-. He sido humillado ahí dentro, ¡humillado! Por eso me ha llamado, para echarme en cara la maldita mina de oro. Y yo he tenido la mala suerte de que usted fuera el único traductor disponible. ¡Estas aventuras tienen que terminar! ¡Me han obligado a hacer el ridículo!

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