Harry asintió con la cabeza.
– Sí, es lógico.
Luis miró a Barbara con los ojos entornados.
– Agustín ha invertido mucho trabajo en todo esto. Y, si falla, lo podrían fusilar.
– Lo sabemos, Luis -dijo Barbara serenamente.
– Y después, ¿qué hacemos? -preguntó Harry-. ¿Subimos a pie hasta la ciudad vieja y la catedral?
– Sí. Ya habrá oscurecido cuando ustedes lleguen allí. Esperen en la catedral hasta las siete, después crucen el puente hasta el otro lado del desfiladero y quédense entre los árboles. A aquellas horas de una noche invernal habrá muy poca gente por allí, si es que hay alguien. Pero el viejo, Francisco, sólo espera a la señora Forsyth.
– Ya se lo explicaremos -dijo Harry-. Creo que tendría que ser yo quien recogiera a Bernie. Vosotras dos podríais esperar en la catedral.
– No -replicó Barbara rápidamente-. Tengo que ser yo, él me espera sólo a mí.
Luis levantó las manos.
– A eso me refería yo. Veo que no se ponen de acuerdo ni siquiera en eso.
– Eso ya lo decidiremos más tarde -dijo Harry-. Barbara, ¿tienes la ropa?
– Toda empaquetada. Él se cambia detrás de los arbustos, cruzamos el puente en dirección a la catedral y, desde allí, regresamos al automóvil.
Harry asintió con la cabeza.
– Como dos parejas que hubieran pasado el día fuera. Muy verosímil.
– ¿Es de confianza ese viejo de la catedral? -preguntó Sofía.
– Necesita dinero desesperadamente. Tiene a la mujer enferma.
– La catedral. -Sofía titubeó-. Supongo que, como en todas las catedrales de la zona republicana, habrá una lista con los nombres de todos los sacerdotes que fueron asesinados durante la República.
Luis la miró perplejo.
– Supongo que sí. ¿Por qué?
– Un tío mío era sacerdote allí.
– Lo siento, señorita. -Luis miró a Harry-. ¿Por qué está usted en España, señor? ¿Es un hombre de negocios, como el marido de la señora Forsyth?
– Sí, sí, en efecto -mintió Harry con la cara muy seria.
«Qué bien se te da mentir», pensó Barbara.
– ¿Su marido sigue sin saber nada? -le preguntó Luis.
– Nada.
Luis miró de uno a otro y después se encogió de hombros.
– Bueno, pues la responsabilidad es suya, digo yo. ¿Y al día siguiente me reuniré con usted, señora?
– Sí. Según lo previsto.
– ¿Y su hermano? -preguntó Harry-. ¿Dejará que le arreen un estacazo en la cabeza y después se atendrá a la historia?
– ¡Claro que sí! Ya se lo he dicho, ¡lo podrían fusilar por colaborar en una fuga!
– Muy bien -dijo Harry-. Eso es todo, pues. Solucionado. No veo ningún problema.
– Y después usted y su hermano volverán a Sevilla -dijo Sofía.
Luis exhaló una nube de humo.
– Sí. Y olvidaremos el ejército y la guerra y el peligro.
– ¿A ustedes los reclutaron cuando los fascistas tomaron Sevilla al principio de la guerra? -preguntó Sofía.
– Sí. -Luis la miró fijamente-. No se nos ofrecía ninguna otra alternativa. Si te negabas, te pegaban un tiro.
– Eso quiere decir que llegaron con Franco a Madrid en 1936. Con los moros.
La voz de Luis se endureció.
– Ya se lo he dicho, señorita, no se nos ofrecía ninguna otra alternativa. Yo participé en el sitio aquel invierno, al otro lado de la línea de donde usted seguramente se encontraba. No hay prácticamente ninguna calle de España que no haya tenido gente en ambos bandos.
– Es cierto, Sofía -dijo Harry-. Piensa en vosotros y en vuestro tío.
Se oyó un grito de decepción entre la gente. El partido había terminado; el Real Madrid acababa de perder. Los hombres que se encontraban junto a la barra se fueron distribuyendo por las mesas.
– Si no tienen más preguntas, yo me voy -dijo Luis.
– Creo que ya lo hemos repasado todo. -Harry miró inquisitivamente a las mujeres y éstas asintieron en silencio.
Luis se levantó.
– Pues entonces, les deseo buena suerte.
– No me gusta este hombre -dijo Sofía en cuanto se fue.
Harry tomó su mano.
– Lo que ha dicho de la guerra es verdad. La gente no podía elegir en qué bando luchar.
– Nunca ha fingido hacerlo por otro motivo que no fuera el dinero -dijo Barbara-. Si me quería engañar, ya habría agarrado el dinero que yo le he dado, que es mucho, por cierto, y habría desaparecido.
– Es verdad.
Los hombres de la mesa de al lado se pusieron a hablar en voz alta.
– El Real Madrid lo está haciendo pero que muy mal.
– Es que ha tenido mala suerte, hombre -replicó su amigo-. ¿Has oído que se acerca otra helada? Volverá a hacer más frío. Y hasta puede que nieve.
Barbara se mordió el labio inferior, pensando: «Viernes y trece.» Hasta los mejores planes necesitaban contar con un poco de suerte.
A la mañana siguiente, Harry y Sofía bajaron a pie por la Castellana camino de la embajada. Harry habría deseado darle el brazo, pero había una pareja de la Guardia Civil por allí cerca.
El tiempo había vuelto a refrescar de la noche a la mañana; se veían trozos de hielo negro en las aceras y aguanieve congelada en las cunetas. La gente que iba al trabajo caminaba arrebujada en sus abrigos. Pero no había nevado y el cielo matinal era de un claro azul eléctrico.
– ¿Lo sabrás hacer? -le preguntó Harry a Sofía.
– Sí. -Sofía lo miró sonriendo-. Es sólo cuestión de rellenar formularios, y a eso los españoles estamos muy acostumbrados. Ayer contesté a las preguntas políticas.
Había que preparar ciertos documentos para la ceremonia de la boda y aquella mañana tenía una entrevista con el abogado de la embajada. El hombre quería verla a ella sola; pero después Sofía acudiría al despacho de Harry.
– Mañana a esta hora estaremos camino de Cuenca -dijo Harry.
– ¿Estás seguro de que el embajador enviará a Bernie de vuelta a Inglaterra?
– Tiene que hacerlo. No puede actuar ilegalmente.
– Pues aquí lo harían. Lo hacen constantemente.
– Inglaterra es distinta -dijo Harry-. No es un lugar perfecto, pero en ese sentido es distinto.
– Así lo espero.
– Que en recepción me llamen cuando hayan terminado contigo. Te enseñaré mi despacho. Hoy las horas pasan muy despacio. ¿Cuándo tienes que estar en la vaquería?
– A las doce. Hoy tengo turno de tarde.
– He recibido una carta de Will. Nos ha alquilado una casa. Está en las afueras de Cambridge y tiene cuatro dormitorios. -Sofía se rió meneando la cabeza ante la idea de semejante lujo-. Podemos entrar a vivir cuando queramos. Después, yo empezaré a buscarme trabajo en la enseñanza y me encargaré de conseguir un médico para Paco.
– Y yo iré a clases de inglés.
Harry la miró sonriendo.
– Procura portarte bien. No seas descarada con el profesor.
– Lo intentaré. -Sofía contempló los altos edificios de la Castellana que la rodeaban y el claro cielo azul de Madrid.
– Se me hace extraño pensar que dentro de un par de semanas estaremos tan lejos.
– Al principio, Inglaterra te parecerá muy rara. Tendrás que acostumbrarte a nuestra formalidad, a nuestra manera de hablar siempre con rodeos.
– Tú no lo haces.
– No lo hago contigo. Bueno, aquí está la embajada. ¿Ves la bandera?
Harry anotó el nombre de Sofía en el registro y esperó con ella hasta que apareció el abogado, un sujeto campechano y simpático que se presentó y les estrechó la mano antes de llevarse a Sofía. Mientras Harry los veía alejarse, se abrió otra puerta y apareció Weaver.
– Hola, Brett, irá a la Real Academia, ¿verdad? Será mejor que nos demos prisa o llegaremos tarde.
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