C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Hoare hablaba casi entre dientes y las enjutas facciones de su rostro parecían una máscara de furia. Harry advirtió que una gota de saliva aterrizaba en su rostro.

– Lo siento, señor.

– Maestre se lo tiene que haber dicho todo a Franco después de que Hillgarth le revelara que todo era una estafa. Maestre ha hecho quedar en ridículo a la Falange, pero a nosotros nos ha hecho quedar muchísimo peor. -Hoare respiró hondo-. Menos mal que pronto se irá. Tenemos que asegurarnos de que el Generalísimo sepa que usted se ha ido. Casarse con una española de clase tan baja… no sé cómo cree usted que eso lo podrá ayudar en su futura carrera, Brett. Es más, yo diría que ha sido un digno remate -añadió despectivamente el embajador.

Después apartó el rostro, abrió la cartera con un chasquido y sacó una carpeta. Harry vio pasar rápidamente a través de la ventanilla los primeros suburbios de Madrid. Mañana, a aquella hora, ya estarían a punto de llegar a Cuenca; y unos días después, ya se habrían ido de allí. «Váyase usted a la mierda -pensó Harry-, váyanse todos a la mierda.»

45

Seguía habiendo nieve en las cotas más altas de Tierra Muerta; sin embargo, por debajo de la cantera, casi toda se había fundido durante la breve fase de tiempo más templado que había convertido el patio del campo en un barrizal.

La víspera, durante la pausa de descanso en su camino hacia la cantera, Agustín se había situado al lado de Bernie mientras éste miraba colina abajo hacia Cuenca.

– ¿Estás preparado para mañana? -le preguntó en un susurro. -Bernie asintió con la cabeza-. Mañana recoge una piedra afilada de gran tamaño y guárdatela en el bolsillo.

Bernie lo miró con asombro.

– ¿Por qué?

Agustín respiró hondo. Parecía asustado.

– Para golpearme con ella. Me tienes que hacer un corte para que salga sangre, será más realista. -Bernie se mordió el labio y asintió con la cabeza.

Tumbado aquella noche en su jergón de la barraca, Bernie se frotó el hombro que le ardía de dolor después de la dura jornada de trabajo. La pierna también la tenía muy rígida; esperaba que no le fallara cuando, al día siguiente, tuviera que bajar por la ladera de la montaña. Bajar por la ladera de la montaña. Le parecía increíble y, sin embargo, era verdad. Miró hacia el jergón del otro lado. Eulalio había muerto en medio de grandes dolores dos noches atrás y los demás prisioneros se habían repartido sus mantas. Los comunistas de la barraca estaban tristes y abatidos.

Cuando amaneció, se sentía muy débil. Se levantó y miró a través de la ventana. Hacía más frío que nunca, pero seguía sin nevar. El corazón le empezó a latir con fuerza. Lo conseguiría. Ejercitó con cuidado la pierna rígida.

A la hora del desayuno, evitó mirar a los comunistas a los ojos. Volvió a avergonzarse de abandonar a los demás prisioneros. Pero no podía hacer nada por ellos. En caso de que consiguiera escapar, se preguntó si se alegrarían por él o bien lo condenarían. Si llegara a Inglaterra, contaría al mundo las condiciones allí, lo proclamaría desde los tejados.

Se colocó en fila con los demás en el patio cubierto de barro, para el acto de pasar lista. El ondulante barro se había congelado y una película de blanca escarcha lo cubría como si de un mar helado se tratara. Aranda tomó la lista. A veces, desde que Bernie se negara a convertirse en confidente, los ojos de Aranda se clavaban en él mientras pasaba lista: se detenía un instante y sonreía como si le tuviera reservada alguna jugarreta. Algún día lo atraparía por algo que hubiera hecho, pero aquél no era el más apropiado; Aranda pasó al siguiente nombre. Bernie lanzó un suspiro de alivio. «Has perdido la oportunidad, cabrón», pensó.

El padre Eduardo salió de la iglesia con aire cansado y abatido, como le solía ocurrir últimamente. A Bernie le pareció que su cabello pelirrojo oscuro presentaba casi el mismo tono que el de Barbara. Jamás lo había observado anteriormente, pese a lo mucho que la había estado recordando desde que supiera que ella estaba detrás de los planes de su fuga. El sacerdote se acercó a la verja y levantó el brazo en respuesta al saludo del guardia mientras éste le franqueaba el paso. Debía de ir a Cuenca. Ninguno de los curas se había presentado por Eulalio. Quizá no se habían atrevido. A diferencia del pobre Vicente, Eulalio era un hombre temido.

Al terminar el acto de pasar lista, la cuadrilla de la cantera se reunió ante la verja. Agustín no miró a Bernie. Se abrió la verja y la fila de hombres empezó a ascender por la ladera. Al principio, el camino ascendía entre una hierba de color marrón; después, unos dedos de nieve asomaron en las hondonadas y, al final, se elevaron por encima de la línea de las nieves perennes y todo el paisaje volvió a cubrirse de blanco. Agustín caminaba un poco por delante de Bernie; no quería que nadie recordara haberlos visto juntos antes de la fuga.

Bernie fue colocado en un grupo encargado de romper rocas de gran tamaño. Esperaba poder tomarse el día con calma para conservar las fuerzas; pero hacía tanto frío que, si dejaba de trabajar, enseguida se ponía a temblar. Entrada la mañana, encontró una piedra adecuada para golpear a Agustín; plana y redonda y con un canto cortante que haría salir sangre para que el golpe pareciera más grave de lo que era. Se la guardó en el bolsillo, apartando de su mente la imagen de Pablo en la cruz.

Durante la pausa del almuerzo, procuró tomar la mayor cantidad posible de garbanzos con arroz. Por la tarde, mientras trabajaba, contempló el cielo. Seguía despejado. El sol empezó a ponerse, arrojando un resplandor rosado sobre las laderas desiertas y las altas montañas blancas del este. El corazón se le aceleró antes de tiempo. De una u otra manera, aquélla sería la última vez que contemplaría aquel paisaje.

Al final, vio que Agustín, que se las había ingeniado para vigilar su sección, se acercaba un poco más. Era la señal de que había llegado el momento. Bernie respiró hondo y contó hasta tres, preparándose para la representación. Acto seguido, soltó el pico y se apretó el vientre gritando como si le doliera algo. Después, dobló el espinazo y volvió a gritar aún más fuerte. Los hombres con los que estaba trabajando se lo quedaron mirando. No había ningún otro guardia a la vista. Estaban de suerte.

– ¿Qué ocurre, Bernardo? -le preguntó Miguel.

Agustín se descolgó el fusil del hombro y se acercó.

– ¿Qué es lo que pasa aquí? -preguntó con aspereza.

– Tengo diarrea. ¡Ay!, no me aguanto.

– Aquí no lo hagas. Yo te acompaño detrás de los arbustos. -Agustín levantó la voz-. ¡Dios mío!, la de quebraderos de cabeza que nos dais. Quédate quieto para que te pueda encadenar.

«Sabe actuar», pensó Bernie. Agustín dejó el fusil en el suelo y sacó de la bolsa que llevaba colgada al cinto una larga y fina cadena con grilletes en los extremos. Con ella aseguró las piernas de Bernie.

– ¡Rápido, por favor! -Bernie hizo una mueca de angustia.

– ¡Vamos para allá!

Agustín recogió el fusil y le hizo señas para que echara a andar. Alcanzaron rápidamente el caminito que serpeaba alrededor de la colina. En cuestión de un minuto, ambos se perdieron de vista a la altura de los arbustos. Bernie jadeó de alivio.

– Lo hemos conseguido -dijo respirando afanosamente.

Agustín se agachó a toda prisa y le quitó los grilletes con los dedos trémulos. Arrojó la llave al suelo. Después soltó el fusil y se arrodilló sobre la nieve. Levantó la vista y miró a Bernie, dirigiéndole una aterrorizada mirada de súplica, ahora que se encontraba a su merced.

– No me matarás, ¿verdad? -Tragó saliva-. No me he confesado, tengo pecados sobre mi conciencia…

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