C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Alcanzó la arboleda y se refugió en ella. También había unos arbustos espesos cuyas rígidas ramas le azotaron las piernas.

Desde allí no podía ver la carretera, pero tenía que permanecer escondido. Oiría acercarse a Barbara. Ella sabría que estaba allí. Barbara. Se estremeció, consciente del frío, ahora que había dejado de moverse. Y, cansado, le temblaban las manos y los pies. Se frotó las manos y se las sopló. Tendría que aguantar. No podía hacer más que esperar; esperar a que Barbara acudiera a rescatarlo.

46

Aquella mañana, Harry se había despertado temprano. Por primera vez en varias semanas le volvían a zumbar los oídos; no obstante, al permanecer tumbado el zumbido desapareció. Descorrió las cortinas, vio que la calle estaba cubierta de blanco y se desanimó por un instante. «Maldita sea -pensó-, más nieve.» Pero entonces se dio cuenta de que sólo era escarcha, una gruesa capa blanca sobre las aceras y la calzada. Lanzó un suspiro de alivio.

Sofía llegó a las nueve, según lo previsto. Harry le preparó el desayuno. Ambos estaban un poco apagados, ahora que había llegado el momento.

– ¿Has dormido bien? -le preguntó Sofía.

– No demasiado. Tengo el coche, un viejo Ford. Está fuera. ¿Y tú?

– Bien.

– ¿Has conseguido inventarte alguna excusa?

– Enrique está enfadado por tener que quedarse en casa con Paco. Le dije que nos habíamos tomado el día libre y quería venir con el niño. -Sofía meneó la cabeza-. Me duele tener que mentirles.

Harry tomó su mano.

– A partir de hoy, basta de mentiras. Vamos, tenemos que comer un poco. -Llevó unos platos de huevos revueltos al salón.

– ¿Cómo está Barbara? -preguntó Sofía, mientras desayunaban.

– Bien.

La víspera, tras haber recogido el automóvil en la embajada, Harry se había dirigido a casa de Barbara. Le había dicho que la noticia de la estafa de la mina de oro había llegado hasta el mismísimo Franco; ahora, lo más probable sería que las autoridades salieran en persecución de Sandy.

Se oyeron unas pisadas en la escalera. Ambos se pusieron tensos.

– Debe de ser ella -dijo Harry.

Barbara llevaba una mochila de gran tamaño y su pálido rostro parecía cansado.

– Perdonad que llegue un poco tarde -dijo, casi sin aliento-. Ha venido gente a las seis, cuando yo todavía estaba en cama. Una pareja de guardias civiles y alguien del Gobierno. Querían saberlo todo acerca de Sandy. Yo he interpretado el papel de la mujercita tonta y les he dicho que no sabía nada. -Se sentó y encendió un cigarrillo-. Les he dicho que se había largado hace un par de días. Me ha sido fácil engañarlos. Son de esos que no creen que las mujeres sirvan para nada. Se han llevado todo lo que había en su estudio, incluso su colección de fósiles. Casi lo he sentido por él.

Harry respiró hondo.

– Él se lo ha buscado, Barbara. -Harry descubrió que ya no sentía el menor afecto por Sandy. Éste no era más que un espacio en blanco.

– Pues sí -dijo Barbara, asintiendo con la cabeza-. Es verdad.

– Si ya lo tenemos todo, tendríamos que irnos -dijo Sofía. Fue por su abrigo y sacó una pesada pistola alemana, una Mauser. Se la entregó a Harry-. Llévala tú.

– De acuerdo. -Harry la examinó. Estaba limpia y lubricada, y las cámaras, cargadas. Se la guardó en el bolsillo. Barbara se estremeció levemente y miró a Sofía, que le devolvió serenamente la mirada. Harry se levantó-. Bueno, pues -dijo-. Lo repasamos todo en un momento y enseguida nos vamos.

Fuera hacía tanto frío que el mero hecho de respirar resultaba doloroso. Tuvieron que rascar la escarcha del parabrisas del Ford. Harry temía que el motor no arrancara, pero éste cobró vida de inmediato. La embajada británica cuidaba muy bien su parque automovilístico. Barbara y Sofía se acomodaron en la parte de atrás y se pusieron en marcha por la carretera de Valencia. Los tres estaban muy taciturnos; la cuestión de la pistola parecía haber levantado una barrera entre ellos. Al cabo de un rato, Sofía habló:

– Estoy pensando en lo que tendríamos que decir si alguien nos pregunta por qué hemos ido a una ciudad tan apartada como Cuenca. Podríamos decir que me habéis acompañado para averiguar alguna noticia acerca de mi tío. Esto también podría ser un motivo para visitar la catedral y examinar la lista de sacerdotes asesinados durante la guerra.

– ¿Crees que el nombre de tu tío podría constar en ella? -preguntó Barbara.

– Si fue asesinado, sí. -Sofía apartó la cabeza y, a través del espejo retrovisor, Harry la vio parpadear para reprimir las lágrimas. Y, pese a ello, estaba dispuesta a utilizar la tragedia de su familia para ayudarlos. Harry experimentó un sentimiento de amor y admiración.

Se pasaron toda la mañana en la carretera. En muchos lugares, la carretera se encontraba en muy mal estado y los obligaba a circular más despacio. Había muy poco tráfico y muy pocas ciudades; estaban en el corazón seco de Castilla. A primera hora de la tarde, la tierra empezó a elevarse y las laderas escarpadas de las colinas quebraron el pardo paisaje. Los riachuelos helados bajaban por los declives, destacando como delgadas y blancas cuchilladas sobre el oscuro terreno. «Frío como una llave -pensó Harry-, frío como una llave.»

Sobre las tres de la tarde vislumbraron una línea de bajas montañas de redondeadas cumbres en el horizonte. La campiña empezó a cambiar: ahora había más tierras de labranza; retazos de un brillante color verde en las zonas de regadío. Una gran ciudad apareció a lo lejos, un revoltijo de edificios blanco grisáceos que trepaban por una ladera tan empinada que parecían haber sido construidos los unos encima de los otros, cada vez más cerca del cielo. Llegaron a un cartel indicador en el que se informaba a los automovilistas de que estaban a punto de entrar en Cuenca. Barbara se inclinó hacia delante y tocó el brazo de Harry para señalarle un camino que se apartaba de la carretera y se adentraba en un terreno baldío por donde serpeaba tras una arboleda que ocultaría el automóvil de la carretera.

– Ése debe de ser el sitio.

Harry asintió con la cabeza y enfiló el camino mientras el vehículo brincaba sobre los congelados surcos. Se detuvo tras la arboleda. Al otro lado, el prado se elevaba suavemente hacia el horizonte.

– ¿Qué os parece?-preguntó.

– Nos pegaremos una caminata para volver -dijo Barbara.

– Tenemos que seguir el consejo de Luis. Dijo que era el escondrijo más cercano.

– De acuerdo.

Abrieron las puertas. Fuera, Harry se sintió repentinamente vulnerable y expuesto al peligro. Una brisa fría y cortante les alborotó el cabello mientras salían a la carretera. Harry se echó a la espalda la mochila con la ropa y la comida. Sofía se situó en el lado de la carretera que miraba a Cuenca.

– No veo la catedral -dijo Harry.

– Está justo en lo alto de la colina. Detrás se encuentra el desfiladero.

– ¿Y Tierra Muerta está al otro lado del desfiladero? -preguntó Barbara.

– Sí. -Sofía respiró hondo y echó a andar en dirección a la ciudad. Los demás la siguieron, bajando por la larga y desierta carretera.

Sólo un par de carros y un automóvil pasaron por su lado antes de llegar al puente tendido sobre un turbulento río de agua gris verdoso. Para entonces, el sol invernal ya estaba muy bajo sobre el horizonte. Pasaron por entre las casas humildes y destartaladas de la ciudad nueva, más allá de la estación del tren. Había muy poca gente y nadie les prestó demasiada atención. Se mantenían en actitud vigilante, temiendo la presencia de patrullas de la Guardia Civil en las calles; sin embargo, sólo un par de perros sarnosos les plantó cara: los animales emitieron ladridos furiosos, pero se escabulleron a toda prisa al verlos acercarse. Sus ladridos le hicieron recordar a Harry la jauría asilvestrada de Madrid y lo indujeron a acariciar con la mano la Mauser que guardaba en el bolsillo para mayor seguridad.

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