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Anna Gavalda: El consuelo

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Anna Gavalda El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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Mi madre suspiró y se rindió:

– Bueno… pues sentaos como queráis…

Qué talento, pensé.

Qué talento…

Pero la inteligencia de esa chica maravillosa, capaz de sabotear un plan de distribución de comensales en dos segundos, de hacer soportable una reunión de familia, de sacudir un poco a unos chavales apáticos sin humillarlos, de granjearse el cariño de una mujer como Laurence (huelga precisar que la mayonesa no cuajó con las otras dos, de lo que siempre me he alegrado, por otro lado…) y el respeto de sus colegas de trabajo, esta chica a la que llaman la pequeña Vauban, en honor al ingeniero militar de los tiempos de Luis XIV, en los despachos enmoquetados de algunos elegidos («Caso asediado por Balanda, caso tomado, caso defendido por Balanda, caso inexpugnable», leí un día en una revista de urbanismo muy pero que muy seria), todo eso, esa inteligencia tan fina, esa sensatez, se quedaban en nada cuando se trataba de cuestiones de amor.

El hombre que faltaba esa noche, y desde hacía años ya, existía, claro que existía. Pero él también debía de estar en alguna velada familiar. Junto a su mujer («en casa de mamá», como decía ella con una sonrisa demasiado grande para ser sincera), y ante su servilletero.

Heroico.

Pero muy digno él…

Y es que a punto había estado incluso de enemistarnos a mi hermana y a mí, ese pedazo de cabrón… «No, Charles, no puedes decir eso, no es ningún pedazo de nada porque ni siquiera es gordo…» Ése era el tipo de respuesta estúpida con el que me venía ella en los tiempos en que yo aún me las daba de don Quijote e intentaba enfrentarme contra ese molino de palabras. Pero luego ya renuncié, renuncié. Un hombre, por muy delgado que sea, capaz de decir tranquilamente, sin reírse, a una mujer como ella: «Ten paciencia, me iré de casa cuando mis hijas sean mayores», no vale siquiera la avena del viejo Rocinante.

Que se pudra.

«Pero ¿por qué sigues con él?», le habré repetido yo una y mil veces, con todos los tonos de voz.

«No lo sé. Porque no me quiere, me imagino…»

Y es todo lo que se le ocurre decir en su defensa. Sí, a ella… A nuestra querida baliza, al terror del Palacio de Justicia…

Es desesperante.

Pero he renunciado… Por cansancio y por honradez, yo que soy incapaz de arreglar mi propia vida.

Tengo el brazo demasiado corto para ser un buen procurador.

Y ahí debajo hay todo un submundo de dimisiones, zonas de sombras y terrenos demasiado resbaladizos, incluso para el alma gemela de un hermano como yo. De modo que ya no hablamos del tema. Y ella apaga su móvil. Y se encoge de hombros. Y así es la vida. Y se ríe. Y aguanta al tendero del Champion para pensar en otra cosa.

Lo que sigue no se cuenta. Demasiado visto, demasiado conocido.

El pequeño banquete. La cena de sábado noche en casa de gente como es debido, donde todo el mundo interpreta su papel con valentía. La cubertería regalo de boda, los horrorosos portacuchillos en forma de perrito basset, el vaso que se cae, el kilo de sal que se echa sobre el mantel, los debates sobre los debates de la televisión, las treinta y cinco horas semanales, el declive de Francia, los impuestos que pagamos y el radar que no vimos venir, el cabroncete que dice que los moros tienen demasiados hijos y la buenaza que replica que no hay que generalizar, la señora de la casa que asegura que está demasiado hecha la carne sólo por el gusto de que se la contradiga y el patriarca que se inquieta por la temperatura del vino.

Venga… Os lo ahorro… Los conocéis de sobra esos cálidos paréntesis siempre un poco deprimentes a los que se llama la familia y que os recuerdan de vez en cuando lo corto que es el camino recorrido…

Lo único salvable son las risas de los niños en el piso de arriba, y la que más fuerte se ríe es Mathilde, precisamente. Y sus carcajadas nos llevan de vuelta ante la portería del bulevar Beauséjour, junto a las confidencias de la maravillosa esposa de mi cliente, justo cuando acababa de envolverme el corazón y los sentidos en una lona de pintor destartalada.

Nunca sabré de lo que se libró esa niña pequeña ni lo que se merecía exactamente, pero sé cuánto me facilitó las cosas… Después de esa última «reunión para evaluar el estado de las obras», no tuve más noticias suyas. Ya no quedaba conmigo, se había vuelto ilocalizable, o peor aún, improbable, y nadie escuchó mis últimas sugerencias.

Pero no me la podía quitar de la cabeza. No me la podía quitar de la cabeza. Y como era demasiado guapa para mí, tuve que ser astuto.

También era de madera mi caballo de Troya. Y trabajé en él durante semanas.

Era el proyecto de fin de carrera que nunca había tenido las ganas de terminar. Mi obra maestra de compañero, mis ensoñaciones perdidas, mi piedrita que se tira al fondo de un pozo…

Cuanta menos esperanza tenía de volverla a ver, más lo pulía. Desafiaba a los artesanos del faubourg Saint-Antoine, visitaba todas las tiendas de modelismo, aproveché incluso un viaje a Londres para perderme entre los gatos de una viejita sorprendente, Mrs Lily Lilliput, capaz de meter el palacio de Buckingham entero en un dedal, y que me hizo gastar una fortuna. Y ahora que me acuerdo, me encasquetó incluso toda una batería de moldes para bizcocho de cobre que apenas era del tamaño de una mariquita. An essential in the kitchen, indeed, aseguraba, haciéndome una factura… oversized. Y un día, tuve que aceptar lo evidente: no había nada que añadir y tenía que volver a verla.

Sabía que trabajaba en Chanel y, armándome de valor y entrelazando la C de Conquista y la de Concupiscencia, no, vaya fanfarrón estoy hecho, más bien de Canguelo y de Cupido, entré en la tienda de la calle Caubon. Con un afeitado muy apurado, demasiado incluso, tanto que me había cortado varias veces, pero con el cuello de la camisa limpio y unos cordones de zapatos nuevos.

La llamaron, se hizo la sorprendida, jugueteó con las perlas de su largo collar, se mostró encantadora, desenvuelta y… oh, qué crueldad la suya… Pero yo no tiré la toalla y la invité a pasar por mi estudio el sábado siguiente.

Y cuando su niña descubrió mi regalo, es decir el suyo, y le enseñé cómo iluminar la casita de muñecas más bonita del mundo, supe que la cosa iba por buen camino.

Pero tras las exclamaciones esperadas, se quedó de rodillas un poco más de la cuenta…

Maravillada primero, y turbada y silenciosa después, se preguntaba ya cuál sería el precio que tendría que pagar por tantas horas de minuciosa esperanza. Había llegado el momento de gastar mi último cartucho: «Mire -dije, inclinándome encima de su nuca-, hasta tiene mármol, ahí…»

Entonces sonrió y me dejó amarla.

«Entonces sonrió y me amó» habría sonado mejor, ¿verdad? Habría sido más contundente, más novelesco. Pero no me he atrevido a decirlo… Porque creo que nunca he sabido si… Y cuando la observo ahora, sentada al otro lado de la mesa, alegre, afable, tan indulgente, tan magnánima con los míos, y siempre tan seductora, siempre tan… No, de verdad, nunca he sabido… Tras la moqueta del restaurante donde la conocí y los artificios del alcohol, quizá Mathilde fuera el tercer quid pro quo de nuestra relación…

Es nuevo este vértigo, por llamarlo de alguna manera… Esta introspección, estas preguntas vanas sobre nosotros, y no va nada conmigo. ¿Demasiados viajes tal vez? ¿Demasiados desfases horarios, demasiados techos de hotel y demasiadas noches sin descanso? O demasiadas mentiras… O demasiados suspiros… Demasiado móvil que se apaga de pronto cuando aparezco sin hacer ruido, demasiadas poses y demasiados cambios de humor, o… Demasiada nada, a decir verdad.

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