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Anna Gavalda: El consuelo

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Anna Gavalda El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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– …

– ¿Oyes lo que te estoy diciendo?

– ¿Estás dormido?

– No. Te pido perdón… Había bebido demasiado y…

– ¿Y qué?

¿Qué podía decirle? ¿Qué comprendería de todo eso? ¿Por qué no le había hablado nunca de ello? Y, de hecho, ¿qué tenía que contar? ¿Qué quedaba de todos esos años? Nada. Una carta.

Una carta anónima y rota en el fondo de la basura en casa de sus padres…

– Acababa de enterarme de la muerte de una persona.

– ¿De quién?

– De la madre de uno de mis amigos de infancia…

– ¿De Pierre?

– No. De otro. Uno que tú no conoces. Ya… ya no somos amigos…

Laurence suspiró. Las fotos de la clase, el pan con mantequilla de la merienda y las pistas de chapas no iban mucho con ella. A ella la nostalgia la aburría.

– ¿Y te has vuelto idiota perdido de repente por la muerte de la madre de un tío al que hace cuarenta años que no ves, es eso?

Era eso exactamente. Qué don más genial tenía para resumirlo todo, para doblarlo, etiquetarlo, guardarlo y olvidarlo. Y cómo le había gustado eso de ella… Su sensatez, su vitalidad, esa aptitud de mandarlo todo al garete para ver mejor lo que estaba por venir. Cómo se había agarrado a ello durante todos esos años. Cuan… cómodo era… Y sano, probablemente.

De modo que volvió a agarrarse a ello con todas sus fuerzas. A su energía, al hecho de que le permitiera ciertas cosas, como mover la mano y dejarla resbalar por su muslo.

Date la vuelta, le suplicaba en silencio. Date la vuelta. Ayúdame.

Ella no se movía.

Acercó la almohada a la suya y se arrimó contra su nuca. Su mano mientras tanto seguía enrollando hacia arriba su camisón.

Relájate, Laurence. Manifiesta algo, por favor te lo pido.

– ¿Y qué tenía de especial esa señora? -bromeó-. ¿Hacía tartas riquísimas?

Charles soltó los pliegues de seda.

– No.

– ¿Tenía las tetas grandes? ¿Te sentaba en su regazo?

– No.

– ¿Era…?

– Shhhh… -la interrumpió apartándole el pelo de la cara-, shhhh, calla. Nada. No es nada. Ha muerto y ya está.

Laurence se dio la vuelta. Charles se mostró tierno, atento, a ella le gustó y fue horroroso.

– Mmm… qué bien te sientan los entierros -terminó por gemir, arropándose con el edredón.

Esas palabras lo sacudieron de arriba abajo, y durante un segundo, tuvo la certeza de que… pero no, nada. Apretó los dientes y ahuyentó esa idea antes siquiera de pensarla. Stop.

Laurence se durmió. Charles se levantó.

* * *

Al sacar el ordenador de su cartera vio que Claire lo había llamado varias veces. Hizo una mueca.

Se preparó un café y se instaló en la cocina.

Al cabo de unos cuantos clics, lo localizó. Vértigo.

Diez números.

Sólo los separaban diez números, cuando él había puesto tanta hostilidad, tantos días y tantas noches para agrandar el abismo.

Tiene gracia la vida… Diez números a cambio de un timbrazo. Y se descuelga el teléfono.

O se cuelga.

Y, como su hermana, se maltrató. En la pantalla aparecían los detalles del recorrido que podía llevarlo hasta él. El número de kilómetros, las salidas de autopista, el precio de los peajes y el nombre de un pueblecito.

Tomó el escalofrío como pretexto y fue a buscar su chaqueta, y con el pretexto también de ponérsela sobre los hombros, sacó la agenda. Buscó las páginas inútiles, las del mes de agosto, por ejemplo, y anotó los detalles de ese viaje improbable.

Sí… ¿En agosto tal vez? Tal vez… Ya vería…

Anotó sus señas de la misma manera, como un sonámbulo. Quizá le escribiera alguna palabra, una noche… ¿O tres?

Como él.

Para ver si la guillotina seguía funcionando…

Pero ¿tendría el valor de hacerlo? ¿O las ganas? ¿O la debilidad? Esperaba que no.

Cerró la agenda.

Su móvil volvió a sonar. Rechazó la llamada, se levantó, enjuagó su taza, volvió a su sitio, vio que le había dejado un mensaje, vaciló, suspiró, cedió, lo escuchó, gimió, soltó un taco, se puso furioso, la maldijo, se sumergió en la oscuridad, cogió su chaqueta y fue a tumbarse al sofá.

«Habría cumplido diecinueve años dentro de tres meses.»

Y lo peor es que había pronunciado esas palabras tranquilamente. Sí, tranquilamente. Así, en plena noche y después de la señal del contestador.

¿Cómo se le podía decir eso a una máquina? ¿Cómo se podía pensar eso? ¿Cómo podía uno recrearse así?

Le dio un acceso de ira. Eh, eh, pero, bueno, ¿qué era ese melodrama de mierda? Calma, tía, calma. La llamó para echarle la bronca.

Claire descolgó el teléfono. Eres ridícula. Ya lo sé, contestó ella.

– Ya lo sé.

Y la dulzura de su voz lo dejó sin palabras.

– Todo lo que me vas a decir, Charles, ya lo sé… Ni siquiera hace falta que me sacudas ni que te rías en mi cara, eso ya lo sé hacer yo sólita. Pero ¿a quién sino a ti puedo hablar de todo esto? Si tuviera una buena amiga, la despertaría a ella, pero… mi mejor amiga eres tú…

– No me has despertado…

Silencio.

– Háblame -murmuró Claire.

– Es porque es de noche -dijo él, carraspeando-. La angustia de la noche… Ella lo explicaba muy bien, ¿te acuerdas? Contaba cómo la gente alucinaba, perdía los papeles y se ahogaba en un vaso de agua cogiéndola de la mano… Mañana se encontrará mejor, ahora tiene que dormir, decía ella.

Largo silencio.

– Te…

– ¿Qué?

– ¿Te acuerdas de lo que me dijiste aquel día? ¿En esa cafetería asquerosa enfrente de la clínica?

– …

– Me dijiste: «Tendrás otros hijos…»

– Claire…

– Perdóname. Voy a colgar. Charles se incorporó.

– ¡No! ¡Eso sería demasiado fácil! No voy a dejar que te libres así como así… Piénsalo bien. Piensa en ti por una vez. No, eso tú no lo sabes hacer… Entonces piensa en ti como si fueras un caso muy complicado. Mírame a los ojos y dímelo a la cara: ¿te arrepientes de… esa decisión? ¿De verdad te arrepientes? Sea sincera, letrada…

– Voy a cumplir cua…

– Calla. Me la suda. Sólo quiero que me contestes «sí» o «no».

– …renta y un años -prosiguió-, he querido a un tío más que a mi vida y luego he trabajado para olvidarlo, y he trabajado tan bien que me he perdido a mí misma por el camino.

Soltó una risa amarga.

– Hay que ser estúpida, ¿eh?

– No era un tío como es debido…

– La única vez que se portó como es debido contigo fue cuando te dijo que no quería ese embarazo…

– …

– Y digo embarazo aposta, Claire, para no decir… Porque no era nada. Nada. Sólo…

– Calla -le cortó ella-, no sabes de qué estás hablando.

– Tú tampoco.

Claire colgó.

Él insistió.

Saltó el contestador. La llamó al fijo. Al noveno timbrazo, cedió.

Se había cambiado el fusil de hombro. Su voz sonaba alegre. Seguramente sería un truco de su profesión. Un farol para salvar su defensa.

– Síiiiii, el teléfono de la esperanza, buenas noches… le habla Natacha…

Charles sonrió en la oscuridad.

Le gustaba esa chica.

– ¿No estás muy bien de ánimo, verdad?

– No…

– En tiempos, habríamos ido al Balto con tus compañeritos de curso y habríamos bebido tanto que no habríamos podido decir todas estas chorradas… Y luego, ¿sabes lo que habríamos hecho luego?

Habríamos dormido bien… Habríamos dormido a pierna suelta… Hasta las doce por lo menos…

– O hasta las dos…

– Tienes razón. Hasta las dos, o las dos y cuarto… Y después nos habría entrado hambre…

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