Jingyi tomó el tren en dirección sur, hacia el lago Taihu, con la intención de adquirir una casa como la que habían soñado tener ella y Gu Da. Pero no tenía ni la fuerza ni el dinero necesario para llevarlo a cabo, y se hospedó en el hotel. No quería ver a nadie y sobrevivió a base de pasta instantánea y dedicada a pensar de día y de noche.
Jingyi casi había terminado de contar su historia. Levantó la mano débilmente y dibujó un círculo en el aire.
– Cuarenta y cinco años de anhelos constantes por él habían hecho de mis lágrimas un pozo de nostalgia. Cada día me acercaba a esperar junto al pozo, llena de confianza y amor. Creía que mi amado saldría un día de aquel pozo y me tomaría entre sus brazos. Pero cuando finalmente salió, había otra mujer a su lado. Sus pasos perturbaron la brillante y lisa superficie de mi pozo. Las ondas enturbiaron mi visión del sol y de la luna, y mi esperanza se esfumó.
»Para poder continuar viviendo necesitaba desprenderme de Gu Da y de mis sentimientos. Tenía la esperanza de que el lago Taihu me ayudaría a lograrlo, pero es demasiado difícil desprenderse del peso de cuarenta y cinco años.
Escuché, angustiada e indefensa, el vacío que inundaba la voz de Jingyi. Toda la empatía que pudiera movilizar sería indefectiblemente insuficiente.
Tenía que volver a ocuparme de PanPan y de mi trabajo, pero no quería dejar sola a Jingyi, así que telefoneé a mi padre para saber si podría venir con mi madre a Wuxi y quedarse unos días a hacer compañía a Jingyi. Ambos llegaron al día siguiente. Cuando yo ya me despedía, mi madre, que me había acompañado hasta la puerta del hospital, me dijo:
– Jingyi debió de ser muy bonita cuando era joven.
Una semana después mis padres volvieron a Nanjing. Mi padre me contó que, con permiso de Jingyi, se había puesto en contacto con su unidad de trabajo. La habían estado buscando y, en cuanto oyeron las noticias, se apresuraron a enviar a una persona a Wuxi que pudiera cuidar de Jingyi. Mi padre dijo que, sin que ella lo supiera, le había contado por encima la historia de Jingyi a su colega. Dijo que el hombre al otro lado del hilo telefónico se había derrumbado y le había dicho entre sollozos:
– Todos aquí sabemos lo mucho que sufrió Jingyi buscando a su amado, pero nadie podrá jamás describir la profundidad de sus sentimientos.
Mi padre descubrió por qué Gu Da había cambiado de nombre, y le contó a Jingyi lo que sabía. El líder de la Guardia Roja de la segunda de las prisiones a la que fue llevado se llamaba exactamente igual que él, y por eso Gu Da fue forzado a cambiar de nombre. Sin autorización alguna, la Guardia Roja cambió su nombre por el de Gu Jian en todos sus documentos. Gu Jian luchó con las autoridades para recuperar su nombre, pero ellos se limitaron a decir:
– Se cometieron tantos errores durante la Revolución Cultural. ¿Cómo vamos a poder enmendarlos todos?
Más tarde, alguien dijo a Gu Da que Jingyi, a la que había buscado durante años, había muerto veinte años antes en un accidente de tráfico, y entonces decidió que el nombre Gu Da moriría con ella.
Jingyi dijo que las mujeres son como el agua y los hombres como montañas. ¿Era ésta una comparación válida? Yo planteé esta pregunta a mis oyentes y en tan sólo una semana recibí casi doscientas respuestas. Entre ellas, más de diez procedían de mis propios colegas. El gran Li escribió: «Los hombres chinos necesitan a una mujer para formarse una imagen de sí mismos. De la misma manera, las montañas se reflejan en los arroyos. Pero los arroyos fluyen desde las montañas. Así que, ¿cuál es entonces la imagen verdadera?»
11 La hija del general del Guomindang
A veces, los temas que se discutían en mi programa provocaban enormes discusiones entre los oyentes, y para mi sorpresa, mis colegas querían seguir discutiendo esos mismos temas al día siguiente de la emisión del programa. El día después de haber presentado un programa en el que tratamos las minusvalías, me encontré en el ascensor con el viejo Wu. Mientras el ascensor chirriaba hacia el sexto piso, él aprovechó para hablarme del programa de la noche anterior. Era un oyente regular de mi programa y estaba dispuesto a compartir sus opiniones e ideas conmigo. A mí me enternecía su interés. Los políticos habían empañado tanto el entusiasmo por la vida en China, que era raro encontrar hombres de avanzada edad, como el viejo Wu, que todavía sintieran curiosidad por las cosas. Era muy inusual que la gente que trabajaba en los medios de comunicación en China viera, oyera o leyera los mismos medios en los que trabajaban: sabían que no eran más que portavoces del Partido.
– Creo que lo que discutisteis anoche en tu programa fue muy interesante -dijo el viejo Wu-. Tus oyentes coincidieron todos en que deberíamos sentir compasión y comprender a los minusválidos. Sentir compasión es fácil, pero creo que la comprensión no lo es tanto. ¿Cuánta gente puede desprenderse de sus mentes y de su cuerpo capacitado, para comprender y entender a un minusválido en sus propios términos? Y debería distinguirse entre las experiencias de la gente que nació incapacitada y la que quedó así en alguna etapa de la vida. Claro… ¡Eh!, ¿qué ha pasado? ¿Está la luz roja encendida?
El ascensor se detuvo de una sacudida y la luz roja de la alarma se encendió, pero nadie entró en pánico porque aquello era algo muy corriente: el ascensor se detenía casi todos los días. Por suerte lo hizo a la altura de uno de los pisos y no entre ellos, y el señor que los reparaba (la persona más popular en el edificio), no tardó en abrir la puerta. Al salir del ascensor, el viejo Wu me dijo una última cosa, casi como emitiendo una orden:
– Xinran, encuentra un momento para conversar conmigo pronto. No pienses sólo en tus oyentes, ¿me has oído?
– Sí, te he oído -repuse en voz alta, mientras el viejo Wu se alejaba.
– ¿Qué es lo que has oído?
Un supervisor me detuvo en el pasillo.
– Estaba hablando con el director Wu -le dije.
– Creía que habías oído hablar de la discusión que hubo ayer en el departamento editorial acerca de tu programa.
Sabiendo cuán afilada podía llegar a ser la lengua de mis colegas, me puse a la defensiva:
– ¿Acerca de qué discutían? ¿Del tema? ¿De algo que dijo algún oyente? ¿De algo que dije yo?
– Discutían sobre si era más triste haber nacido minusválido o quedar impedido a lo largo de la vida -repuso el supervisor mientras se alejaba por el corredor sin mirar atrás.
Aquella mañana, el departamento editorial parecía haber retomado el tema de la noche anterior. Al entrar en la oficina, siete u ocho personas estaban metidas en una fuerte discusión, a la que también se habían sumado dos de los técnicos. Todos estaban realmente sensibilizados con el tema: algunos estaban acalorados por la excitación, otros gesticulaban o repiqueteaban la mesa con los lápices.
Yo no estaba segura de querer participar en la discusión, porque había tenido dificultades para manejar el tema entre los oyentes, quienes, además, me habían tenido en el estudio hasta tarde, después de terminar la transmisión. Llegué a casa a las tres de la mañana. Con toda la discreción de que fui capaz, tomé la correspondencia y me apresuré a salir.
Justo al alcanzar la puerta, el viejo Chen me gritó:
– ¡Xinran, no te vayas! Tú fuiste quien prendió la llama, así que tú misma deberías apagarla.
Yo intenté encontrar una excusa:
– Ahora mismo vuelvo, el jefe quiere verme -dije, y me escabullí para refugiarme en la oficina del director de la emisora, sólo para encontrarlo allí esperándome.
– ¡Hablando del rey de Roma! -exclamó.
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