– ¿No estaba a tu alcance? Pero si siempre has alardeado de la buena planta que tenías cuando eras joven -le dije mientras volvía a hacer la maleta.
– ¿Por qué te vas tan pronto? -me dijo mientras me miraba.
– Vuelvo a Wuxi ahora mismo. He hecho muchos esfuerzos por encontrar a Jingyi y ahora la he encontrado por casualidad.
– De haberlo sabido, no te hubiera despertado -contestó mi padre.
El viejo Wu vivía cerca de la casa de mis padres, y me acerqué hasta la suya para pedirle un permiso urgente. En calidad de jefe de la administración estaba a cargo del departamento de personal. Mentí diciendo que había recibido la visita de unos parientes y que tendría que ocuparme de ellos unos días. Odio mentir, porque creo que te acorta la vida, pero tenía más temor a que Wu supiera la verdad. Una vez obtenido el permiso, llamé inmediatamente a la presentadora que me había reemplazado para pedirle que lo hiciera durante unos días más.
Perdí el tren del mediodía y tuve que esperar hasta la tarde. Tenía la cabeza llena de preguntas sobre Jingyi; estaba tan ansiosa e impaciente que el tiempo parecía haberse detenido.
Cuando mi programa estaba a punto de comenzar, hacia las diez de la noche, llegué al hotel del lago Taihu. La recepcionista me reconoció y dijo:
– ¿Pero usted no se había ido ya?
– Así es -respondí. No quería perder el tiempo en explicaciones.
Cuando volví a encontrarme frente a la puerta de la habitación 4209, las preguntas que se habían amontonado en mi cabeza se desvanecieron, y las dudas empezaron a martirizarme de nuevo. Alcé la mano y la dejé caer dos veces antes de golpearla.
– Tía Jingyi, soy yo, Xinran -dije, dirigiéndome a ella como tía por ser amiga de mi padre y pertenecer a su misma generación. Sentí ganas de llorar; había estado sentada con ella tantas horas sin saber nada… La imaginé sentada en silencio a lo largo de cuarenta y cinco años y mi corazón se encogió.
Antes de que me hubiera dado tiempo a calmarme, la puerta se abrió.
Asombrada, Jingyi me preguntó:
– ¿No te habías ido? ¿Cómo sabes mi nombre?
La conduje hasta la ventana e hice que tomara asiento de nuevo, pero esta vez no permanecí callada. Le conté mansamente lo que sabía de ella por mi padre. Jingyi lloró mientras me escuchaba, sin hacer esfuerzo alguno por secar sus lágrimas. Las preguntas se agolpaban en mi interior, pero sólo hice una:
– ¿Todavía piensas en el tío Gu Da?
Entonces ella se desmayó.
Me asusté mucho y llamé al operador para que llamara a una ambulancia. El operador dudó:
– Xinran, es medianoche…
– La gente no distingue entre el día y la noche cuando está a punto de morir. ¿Podría usted soportar ver morir a esta señora delante de sus ojos? -pregunté alterada.
– De acuerdo, no se preocupe. Llamaré enseguida.
El operador era muy eficiente. Poco tiempo después oí a alguien gritar:
– ¿Dónde está Xinran?
– ¡Estoy aquí! -respondí rápidamente.
Cuando el conductor de la ambulancia me vio, dijo:
– ¿Usted es Xinran? ¡Pero si está estupendamente!
– Yo estoy bien.
Estaba confundida, pero entendí que el operador había hecho uso de mi supuesta fama para llamar a la ambulancia.
Viajé con Jingyi hasta un hospital militar. El equipo médico no me permitió estar presente mientras la examinaban, y estuve esperando fuera, mirando a través de una ventanilla. Ella permanecía inmóvil en la sala y pensé lo peor. No podía parar de repetir entre lágrimas:
– ¡Por favor, tía Jingyi, despierta!
Un doctor me dio una suave palmadita en la espalda.
– Xinran, no te preocupes, está bien, sólo un poco débil. Parece que ha sufrido un gran contratiempo, pero los exámenes que hemos realizado de sus funciones vitales no muestran indicios de que vaya a peor. Está bastante bien, teniendo en cuenta su edad. Sin duda se repondrá con una dieta más nutritiva.
Mientras escuchaba el diagnóstico comencé a sentirme más calmada, pero aún podía sentir la angustia de Jingyi. Me dirigí al doctor en voz baja y le dije:
– Debe de haber sufrido mucho. No sé cómo hizo para superar quince mil noches…
El doctor me permitió descansar en la sala de guardia. En mi cabeza daban vueltas pensamientos aleatorios, pero finalmente caí rendida. Soñé con mujeres que lloraban y se batían, y desperté exhausta.
Al día siguiente visité a Jingyi cuatro o cinco veces, pero siempre estaba dormida. El doctor dijo que probablemente seguiría durmiendo así varios días, ya que estaba muy cansada.
Reservé una cama en la casa de huéspedes del hospital. No tenía dinero suficiente para una habitación individual; además, apenas iba a usarla. No quería que Jingyi estuviera sola, así que me quedaba a su lado por la noche y descansaba un poco durante el día. Permaneció inconsciente durante varios días, y la única señal de movimiento fue un ligero parpadeo nervioso.
Por fin, al atardecer del quinto día, Jingyi volvió en sí. Parecía no saber dónde se encontraba e intentó hablar. Posé un dedo sobre sus labios y le conté con delicadeza lo que había pasado. Mientras me escuchaba, tomó mi mano con un gesto de gratitud y me brindó sus primeras palabras:
– ¿Tu padre está bien?
El dique se había roto, y aquella noche, recostada en la inmensa y blanca almohada del hospital, Jingyi me contó su historia en un tono firme.
En 1946, Jingyi aprobó el examen de acceso a la Universidad de Qinghua. El primer día de inscripción vio a Gu Da. Entre los estudiantes, Gu Da no sobresalía por ser guapo, ni tampoco por haber protagonizado hazaña alguna. Cuando Jingyi lo vio por primera vez, Gu Da estaba ayudando a los demás con sus equipajes y parecía el portero de la universidad. A Jingyi y a Gu Da los pusieron en la misma clase, donde varios muchachos empezaron a cortejarla por su belleza y su dulzura natural. A diferencia de ellos, Gu Da solía sentarse solo en un rincón de la clase o en la profundidad de los jardines de la universidad, leyendo algún libro. Jingyi no le prestó más atención que a cualquier otro estudiante devoralibros.
Jingyi era una chica alegre a la que le gustaba proponer divertidas actividades con las que los demás estudiantes disfrutaban. Un claro día de invierno, tras una tormenta de nieve, los estudiantes salieron para hacer un muñeco de nieve. Jingyi sugirió hacer dos en vez de uno, usando bayas de espino almibaradas como narices. Las mujeres y los hombres se dividirían en dos grupos y se turnarían para besar los muñecos con los ojos vendados. Los más afortunados comerían las bayas, mientras que los demás sólo se llenarían la boca de nieve.
En aquella época, el transporte público o las bicicletas no eran muy comunes. La única manera de encontrar bayas de espino almibaradas para este juego era caminar varias horas a través de la nieve hasta el centro de Beijing, antes conocida como Beiping. Los estudiantes que habían competido por la atención de Jingyi no se ofrecieron a hacerlo y algunos volvieron a sus dormitorios en silencio. Jingyi estaba decepcionada porque los muchachos no tenían sentido del humor, y abandonó el juego que ella misma había propuesto.
Al día siguiente cayó más nieve y lo cubrió todo de blanco, y los estudiantes se quedaron leyendo en la clase. A media tarde, casi al final del período de estudio, bajo la débil luz de las lámparas entró un hombre cubierto de nieve. Caminó hasta Jingyi y, con algún esfuerzo, sacó de su bolsillo dos bayas de espino almibaradas de Beiping. Se habían congelado y estaban hechas un cubito de hielo. Antes de que nadie pudiera saber quién era aquel hombre de hielo, éste dejó la clase.
La sorprendida Jingyi había reconocido a Gu Da. Al día siguiente, mientras sus encantados compañeros se entretenían hablando de jugar al juego inventado por Jingyi, ella se quedó absorta contemplando caer la nieve e imaginando a Gu Da atravesándola con dificultad.
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