Al día siguiente, Gu Da no tomó parte en el juego. Sus compañeros de habitación dijeron que estaba durmiendo como un tronco, como si hubiera bebido una poción mágica. A Jingyi le preocupaba que hubiera enfermado por el agotamiento sufrido, pero en la clase de la tarde se tranquilizó al verlo entrar y sentarse a leer en su rincón, como de costumbre. Después de la clase, Jingyi se detuvo para agradecerle el esfuerzo. Gu Da sonrió tímidamente y dijo:
– No fue nada, soy un hombre.
La sencilla respuesta de Gu Da enterneció a Jingyi. Era la primera vez que sentía la fuerza y la solidez masculinas. Empezó a sentirse como la heroína de un cuento, y no lograba conciliar el sueño por la noche a causa de los pensamientos que rondaban su cabeza.
Jingyi comenzó a observar a Gu Da de cerca. Su naturaleza taciturna la llevó a toda clase de conjeturas y a reflexionar continuamente acerca de su conducta. Dejando de lado el día en que le había traído las bayas, Gu Da no parecía estar demasiado interesado en Jingyi, a diferencia de los demás muchachos que la perseguían tenazmente. Ella empezó a desear que Gu Da se mostrara más atento y comenzó a buscar excusas para hablarle. Sin embargo, él se mostraba impasible y no daba muestras de interesarse especialmente por ella, ni por sus comentarios ni por su actitud. En lugar de aplacar el interés de Jingyi, la actitud reservada de Gu Da más bien acrecentó sus esperanzas.
El cariño que Jingyi profesaba a Gu Da exasperó a muchos de sus pretendientes. Se burlaban de Gu Da por su falta de expresividad, se referían a él como al sapo que soñaba con besar a una princesa, y lo acusaban de jugar con los sentimientos de Jingyi. Ninguno de estos comentarios se hizo en presencia de Jingyi, pero una compañera se los contó más tarde y añadió:
– Gu Da debe de ser de hierro. Lo único que replicó fue: «La gente involucrada sabe lo que es cierto y lo que no».
Jingyi admiraba la calma desplegada por Gu Da ante las mofas de sus compañeros, y estaba convencida de que eran la prueba de las cualidades de un verdadero hombre. Por otro lado, no ocultaba que se sentía herida por el tibio comportamiento que Gu Da le brindaba.
Justo antes de los exámenes finales del semestre, Gu Da se ausentó de la clase dos días seguidos, sus compañeros de habitación dijeron que dormía. Jingyi no creía que estuviera simplemente durmiendo, pero no se le permitía visitarlo en su habitación a causa de la estricta segregación de sexos. Al tercer día, no obstante, Jingyi salió de la clase mientras los demás estudiaban y pudo colarse en la habitación de Gu Da. Empujó suavemente la puerta y vio a Gu Da durmiendo. Su cara estaba muy colorada. Cuando fue a tomar su mano para meterla debajo de las mantas, notó que estaba ardiendo. Aunque en aquella época no se permitía contacto alguno entre hombres y mujeres que no estuvieran casados, ella tocó la cabeza y el rostro de Gu Da sin dudarlo. Allí también notó la fiebre. Pronunció su nombre en voz alta pero él no respondió.
Jingyi volvió corriendo a clase pidiendo ayuda. Todos se alarmaron al verla tan alterada y se lanzaron en busca de algún profesor o médico. Más tarde, el doctor comentó que Gu Da había tenido suerte de haber sido encontrado a tiempo: doce horas más sin atención médica y hubiera muerto de neumonía aguda. Entonces no había hospitales en el campus de Qinghua. El doctor prescribió hasta veinte dosis de hierbas medicinales y dijo que lo mejor sería que algún miembro de su familia se hiciera cargo de su cuidado y le administrara compresas frías y friegas con hielo en pies y manos.
Gu Da nunca había mencionado que tuviera familia o amigos en Beiping. Provenía del sur de China, pero por aquel entonces las vías del tren estaban cortadas y no había forma de avisar a su familia. De todos modos, su familia no hubiera podido llegar para cuidarlo durante el período más crítico. Mientras se preparaba para partir, el doctor se encontró en un dilema: no confiaba en que Gu Da pudiera salir adelante sólo con la ayuda de aquellos jóvenes inexpertos. En medio de una fuerte discusión entre los estudiantes, Jingyi se acercó al doctor y le dijo en voz baja:
– Yo cuidaré de él. Gu Da es mi prometido.
El secretario de estudios era un buen hombre. Arregló todo de modo que los compañeros de cuarto de Gu Da se mudaran temporalmente para que pudiera descansar tranquilo y Jingyi cuidara de él. A ella se le prohibió estrictamente quedarse a dormir en la habitación.
Durante más de diez días, Jingyi aplicó compresas frías en la frente a Gu Da, lo lavó, lo alimentó y le preparó sus infusiones de hierbas. La luz brilló a través de las noches en la habitación de Gu Da y el amargo sabor de las medicinas chinas se esfumó entre los delicados susurros de la voz de Jingyi. Le cantó, una tras otra, canciones del sur de China, intentando revivir a Gu Da con melodías de su tierra. Sus compañeros de clase, especialmente los chicos, suspiraban pensando en la delicada Jingyi cuidando a Gu Da.
Gracias al cuidado atento de Jingyi, Gu Da se recuperó. El doctor dijo que había escapado de las fauces de la muerte.
El amor que sentían el uno por el otro se hizo realidad. Nadie podía ponerlo en duda después de los sacrificios que habían hecho. De todos modos, algunos decían en privado que juntar a Jingyi con Gu Da era como arrojar una flor fresca en un montón de estiércol.
Durante los siguientes cuatro años de universidad, Gu Da y Jingyi se apoyaron uno al otro en los estudios y en la vida diaria. Cada día que pasaba era una prueba de su amor: el primer amor para los dos, inquebrantable en toda su fuerza. Comprometidos ideológicamente, ambos ingresaron en el Partido Comunista clandestino soñando con una nueva era y una nueva vida, e imaginando los hijos que tendrían y la celebración de sus bodas de oro.
Su graduación coincidió con la fundación de la nueva China y su nueva posición política les otorgó un inusual respeto por parte de la sociedad. Fueron llamados para entrevistas separadas en el ejército. Ambos habían estudiado ingeniería mecánica y la nueva patria, que todavía se hallaba en sus albores, necesitaba de su conocimiento para la defensa nacional. Eran tiempos de gran solemnidad: todo cobraba sentido de misión y las cosas pasaban muy rápido. Las experiencias de Jingyi y de Gu Da en el partido clandestino les habían enseñado que estaban destinados a cumplir cualquier misión que se les asignara, y llevarla hasta el final. Todo, incluyendo la separación, debía ser aceptado incondicionalmente.
Jingyi fue enviada a una base militar en el noroeste de China y a Gu Da lo enviaron a una unidad del ejército en Manchuria. Antes de partir hicieron planes para reunirse en los jardines de la Universidad de Qinghua, donde podrían compartir los conocimientos adquiridos, y luego ir hasta Beijing por unas bayas de espino almibaradas. Luego solicitarían un permiso al Partido para casarse, viajarían hasta la casa de Gu Da en el lago Taihu, en el sur de China, y se instalarían para formar una familia. Este pacto quedó grabado con fuego en la mente de Jingyi.
En contra de lo esperado, ambos fueron confinados en sus bases militares al año siguiente, cuando estalló la guerra de Corea. Al tercer año de estar separados, Jingyi fue enviada temporalmente a una unidad especial de investigación y desarrollo del ejército en la planicie central de China, sin permiso para visitar a amigos o familia. En su cuarto año de separación, Gu Da fue enviado a una base de las fuerzas aéreas del este de China. La multitud de direcciones diferentes que poblaban las cartas de amor de Jingyi eran la prueba evidente de que tanto ella como Gu Da eran indispensables para la nueva China y su industria militar.
La resistencia a dejarse mutuamente era evidente en sus cartas, pero cada vez resultaba más difícil organizar aquel encuentro tan esperado. La obediencia al Partido los condujo a posponer el encuentro un sinnúmero de veces, y a menudo interrumpía la correspondencia que mantenían. En medio del caos de los movimientos políticos de finales de los cincuenta, Jingyi fue interrogada por ciertas cuestiones relacionadas con su pasado familiar y enviada posteriormente a la zona rural de Shaanxi para «recibir instrucción y reformarse». Por aquel entonces, incluso la importante tarea de construir la defensa nacional era considerada secundaria a la lucha de clases. Jingyi perdió todas las libertades personales y no se le permitió comunicarse ni trasladarse cuando deseara. Tanto echaba de menos a Gu Da que a punto estuvo de volverse loca, pero los campesinos responsables de supervisar su transformación rehusaron ayudarla. No podían desafiar las órdenes del presidente Mao dejando salir a Jingyi, pues ésta podría convertirse en espía o mantener contactos con los contrarrevolucionarios. Más adelante, un instructor le sugirió una manera de salir de allí: si se casaba con un campesino podría cambiar de estatus y recuperar su libertad. A Jingyi, que seguía profundamente enamorada de Gu Da, la sola idea de casarse con otro le resultaba intolerable.
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