Xinran Xue - Nacer mujer en China

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Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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La familia de mi madre fue una vez propietaria de un vasto territorio en Nanjing. En su día les perteneció toda la tierra que quedaba al sur de la línea que se extendía desde la entrada oeste de la ciudad hasta el centro y tres kilómetros al este de ésta. Mi abuelo materno era presidente de la industria del cáñamo en tres provincias -Jiangsu, Zhejiang y Anhui-, así como propietario de otras industrias. En la próspera China del sur, la navegación era el medio de transporte más importante. Él fabricaba todo tipo de productos para el transporte marítimo, desde telas embreadas para barcos de guerra, hasta anclas para pequeños barcos de pesca. Mi abuelo era un capacitado organizador y gerente, con muy poca educación escolar. A pesar de ello, se daba cuenta de la importancia que tenían la cultura y la educación, y por esta razón mandó a sus siete hijos a las mejores escuelas, y fundó él mismo una en Nanjing. Y a pesar de ser aquélla una época en la que se creía que la «falta de talento» era una virtud en las mujeres, sus hijas recibieron una buena educación.

Por boca de mis tíos y tías he podido saber que en casa de mi abuelo había que cumplir unas reglas muy estrictas. Durante las comidas, si alguien emitía sonidos al comer o dejaba que su mano izquierda se desviase del bol de arroz, o quebraba alguna otra regla, mi abuelo dejaba los palillos a un lado y se retiraba. A nadie se le permitía seguir comiendo después de eso; todos debían permanecer en ayunas hasta la siguiente comida.

A partir del establecimiento del nuevo gobierno, en 1949, mi abuelo tuvo que ceder propiedades para proteger a su familia. Quizá por rebelión a la estricta educación recibida, todos sus hijos se convirtieron en activos miembros de los movimientos revolucionarios del Partido Comunista y lucharon contra capitalistas como su padre.

Mi abuelo cedió grandes extensiones de su inmensa propiedad al gobierno en tres ocasiones -en 1950, 1959 y 1963- pero estos sacrificios no lo protegieron. Al comienzo de la Revolución Cultural fue víctima de persecuciones por haber sido elogiado por dos de los más acérrimos enemigos de Mao Zedong. El primero fue Chiang Kai-shek, quien había hablado de mi abuelo con verdadero fervor por haber contribuido a desarrollar la industria nacional ante las agresiones japonesas. El segundo fue un antiguo camarada de Mao, Liu Shaoqi, que había alabado a mi abuelo por donar grandes extensiones de su propiedad al país. Chiang fue expulsado de China a Taiwan y Liu fue encarcelado después de perder su posición.

Mi abuelo tenía más de setenta años cuando fue encarcelado. Sobrevivió a esta penosa prueba con una sorprendente fuerza de voluntad. Los Guardias Rojos escupían o echaban mocos dentro de la comida o en el aguado té que servían a los prisioneros. Un anciano que compartía la celda con mi abuelo murió de pena, furia y vergüenza ante este trato vejatorio, pero mi abuelo mantuvo una sonrisa en los labios. Simplemente retiraba los mocos y comía todo lo que podía comerse. Los Guardias Rojos comenzaron por admirarlo y acabaron sirviéndole una comida un poco mejor que la de los demás.

Cuando mi abuelo fue liberado, después de la Revolución Cultural, un amigo que también había estado preso lo invitó a comer la especialidad de Nanjing, pato prensado en sal, para celebrarlo. Cuando esta delicia fue traída a la mesa, el amigo de mi abuelo sufrió un colapso y murió al instante de una hemorragia cerebral provocada por la excitación.

Mi abuelo no mostró felicidad tras su liberación, como tampoco se mostró apenado ante la muerte de sus amigos y colegas, o ante la desintegración de su familia y de su riqueza. Sus sentimientos parecían estar adormecidos. Sólo cuando me permitió leer en sus diarios, durante una visita que hice a China en marzo de 2000, me di cuenta de que él nunca había dejado de sentir las vicisitudes de los tiempos. Sus experiencias y su modo de entender la vida lo habían dejado sin palabras para expresarse. Pero, a pesar de que la emoción de sus diarios no es abiertamente manifiesta, sus más íntimos sentimientos permanecen allí.

Mi madre se unió a la Liga Juvenil Comunista a los catorce años. Más tarde, a los dieciséis, al ejército y al Partido. Antes había alcanzado cierta reputación en Nanjing por sus logros académicos y su talento para cantar y bailar. En el ejército continuó brillando. Alcanzó la excelencia en entrenamientos y pruebas, y estuvo entre los mejores en las competiciones militares de toda la nación. Brillante y hermosa, era cortejada por varios altos cargos del Partido, figuras del ejército que competían por su mano en los bailes. Años más tarde contó que se había sentido como la Cenicienta, que había encajado a la perfección en el zapatito de cristal de la revolución y había logrado alcanzar sus sueños. Arrulla a ella y la perseguiría.

A principios de los años cincuenta, el ejército llevó adelante su primera purga interna de corte estalinista. Mi madre fue relegada a la clase «negra» de descendientes de capitalistas y expulsada del círculo de revolucionarios sobresalientes. Se dedicó entonces a trabajar en una fábrica militar, en colaboración con expertos de Alemania del Este, donde lograron producir con éxito nueva maquinaria destinada a fabricar equipamiento bélico. Cuando se tomó la foto de grupo para registrar este acontecimiento, a mi madre se le dijo que no podría posar al frente del grupo a causa de su pasado familiar y tuvo que permanecer en un segundo plano.

Durante el cisma chino-soviético, mi madre se convirtió en objeto especial de investigación. Su pasado capitalista era la justificación para poner a prueba su lealtad al Partido. Hacia el final de la Revolución Cultural, ella lideró un pequeño equipo técnico, que diseñó una herramienta para incrementar la eficacia de la producción industrial. Sin embargo, no se le concedió crédito alguno por el trabajo realizado. Se le negó el ascenso a jefe del área de diseño, porque resultaba absolutamente improbable que una persona con su pasado pudiera ser completamente leal al Partido.

Durante más de treinta años, mi madre luchó por ganarse el mismo trato y reconocimiento que otros colegas con sus mismas habilidades, pero falló en todos sus intentos. Nada hubo que pudiera cambiar el hecho de ser la hija de un capitalista.

Un amigo de la familia me dijo una vez que la mejor muestra del coraje y la fuerza de mi madre fue su decisión de casarse con mi padre. Cuando ellos se casaron, mi padre era un reconocido instructor de la academia militar. Él entrenó a mi madre y era admirado por muchas de las estudiantes. Aunque mi madre tenía muchos pretendientes entre los instructores, eligió a mi padre, que no era apuesto pero sí intelectualmente brillante. Los colegas de mi madre creían que no se había casado por amor, sino para demostrar su valor.

El intelecto de mi padre parecía ser la justificación personal de mi madre para casarse con él. Siempre que hablaba de él hacía alusión a lo increíblemente inteligente que era: experto nacional en mecánica y cálculos, hablaba varios idiomas extranjeros. Pero ella nunca lo describió como un buen marido o un buen padre. A mi hermano y a mí nos era difícil asimilar la visión que mi madre tenía de él con la del hombre disperso y despistado que rara vez vimos durante nuestra infancia y al que nos dirigíamos llamándolo «tío».

Hay incontables incidentes que ilustran las confusiones de mi padre. Muchas son las anécdotas. Un día, en el comedor de oficiales, se puso un plato sucio bajo el brazo y llevó un diccionario entre las manos hasta el grifo, donde lo enjuagó ante las atónitas miradas de sus colegas. En otra ocasión, mientras leía un libro, entró por la puerta abierta de la casa de otra familia, se sentó en el sofá y se quedó dormido. La familia, desconcertada, no se atrevió a despertarlo.

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