Xinran Xue - Nacer mujer en China

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Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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La estación de radio compró cuatro contestadores automáticos para mi programa, cada uno de ellos con una cinta de cuatro horas de duración. Cada noche, a partir de las ocho, estas máquinas estarían disponibles para mujeres que quisieran ofrecer su opinión al programa, pedir ayuda o contarme su historia. Mi saludo en el contestador las invitaba a desahogarse para que de esta forma pudieran caminar hacia su futuro con cargas más livianas, y les aseguraba que no era necesario que se identificaran, ni que dijeran de dónde provenían. Cada mañana, al llegar a la oficina, encontraba más y más colegas -editores, reporteros y locutores- esperando poder escuchar las historias que salían de las grabadoras; voces coloreadas por la vergüenza, la ansiedad y el temor.

Un día oímos lo siguiente:

– Hola, ¿hay alguien ahí? ¿Está Xinran? Oh, Dios mío, es sólo una cinta.

La mujer se detuvo algunos segundos.

– Xinran, buenas noches. Me temo que no soy una de tus oyentes habituales, no soy de tu provincia, y hace muy poco que empecé a escuchar tu programa. Mis compañeros estuvieron discutiendo acerca de ti y tu programa el otro día, dijeron que habías instalado teléfonos especiales para que tus oyentes pudieran enviarte mensajes, y en los que cualquier mujer podía contar su historia anónimamente. Dijeron que tú emitías las historias al día siguiente, para que los oyentes las discutieran con libertad, esperando así poder ayudar a las mujeres a comprenderse, a los hombres a entender a las mujeres y a unir más a las familias.

»En los últimos días he estado escuchando tu programa cada tarde. La recepción no es muy buena, pero el programa me gusta mucho. Nunca hubiera pensado que había tantas historias similares y, a la vez, diferentes. Estoy segura de que no se te permite emitirlas todas. Aun así, creo que muchas mujeres te estarán muy agradecidas. Tus líneas telefónicas les dan la oportunidad de hablar sobre cosas que nunca antes se atrevieron o pudieron decir. Tú debes saber el gran alivio que supone para las mujeres tener un espacio para expresarse, sin temor a sentirse culpables o a las reacciones negativas. Es una necesidad emocional, no menos importante que las necesidades físicas.

Hubo otra larga pausa.

– Xinran, creo que no tengo el coraje para referir mi propia historia. Deseo realmente hablar a la gente sobre la clase de familia en la que vivo. También deseo escuchar mi propia historia, porque no me he atrevido a mirar hacia el pasado antes, por miedo a que mis memorias pudieran destruir mi fe en la vida. Una vez leí que el tiempo lo cura todo, pero cuarenta años no se han llevado mi odio ni mi arrepentimiento; sólo me han adormecido.

La mujer suspiró levemente.

– A los ojos de los demás, tengo todo lo que una mujer podría desear. Mi esposo posee un importante puesto en el gobierno provincial; mi hijo, que tiene casi cuarenta años, es gerente en la sucursal de nuestra ciudad de un banco nacional, mi hija trabaja en la compañía aseguradora nacional y yo trabajo en la oficina del gobierno de la ciudad. Vivo tranquila y modestamente; no tengo que preocuparme por el dinero ni por el futuro de mis hijos, como la mayoría de la gente, ni tampoco por quedarme sin trabajo.

»En casa tenemos más de lo que necesitamos. Mi hijo tiene un piso enorme, y mi hija, que dice permanecer soltera por principio, vive con nosotros. Los tres vivimos en un piso grande de casi doscientos metros cuadrados, con muebles de diseño y lo último en aparatos eléctricos. Hasta el lavabo y el inodoro del baño son importados. La mayoría de los días alguien viene a hacer la limpieza y a traer flores frescas. Aun así, mi casa no es más que un despliegue de objetos domésticos; no hay comunicación en la familia, no hay sonrisas ni carcajadas. Cuando estamos reunidos, lo único que se oye son ruidos de existencia animal: alguien comiendo, bebiendo o yendo al lavabo. Sólo cuando tenemos visitas se respira un poco de humanidad. En esta familia no tengo los derechos de una esposa, ni la posición de una madre. Mi marido dice que soy como un desteñido trapo gris, que no sirve para hacer unos pantalones, ni para cubrir la cama, ni siquiera para ser usado como trapo de cocina. Sólo sirvo para que los demás se limpien el fango de los pies en mí. Para él, mi única función es servir como evidencia de su «simplicidad, diligencia y carácter correcto» a la hora de conseguir un ascenso en la oficina.

ȃstas fueron sus palabras, Xinran, me las dijo a la cara.

La mujer rompió a llorar.

– ¡Me lo dijo de un modo tan indiferente! Pensé en dejarlo incontables veces. Quería redescubrir mi amor por la música y el ritmo, cumplir mi deseo de una familia verdadera, ser yo misma, como antes, libre… Redescubrir el significado de ser mujer. Pero mi marido me dijo que, si lo dejaba, me haría la vida tan difícil que desearía estar muerta. No iba a permitir que pusiera en peligro su carrera, ni ser blanco de habladurías. Y yo supe siempre que cumpliría su palabra: a lo largo de los años, ni uno solo de sus enemigos políticos escapó a sus venganzas. Las mujeres que rechazaron sus caprichos quedaron atrapadas en los peores trabajos, sin poder dejarlos ni trasladarse a otro lugar. Algunos de sus maridos quedaron también arruinados. No tengo escapatoria.

»Te preguntarás por qué creo haber perdido la posición de madre. Los niños me fueron quitados al nacer y fueron enviados a la guardería del ejército. El Partido decía que podrían afectar el trabajo del «comandante», su padre, al igual que muchos de los niños de la mayoría de los soldados de entonces. Y mientras otras familias podían ver a sus hijos una vez por semana, nosotros estábamos casi siempre alejados de ellos, y sólo los veíamos una o dos veces al año. Nuestros encuentros eran a menudo interrumpidos por visitantes o llamadas telefónicas, y entonces los niños se sentían muy desgraciados. A veces volvían a la guardería antes de tiempo. Padre y madre no eran más que nombres para ellos. Se sentían más unidos a las niñeras, que los cuidaron durante tanto tiempo. Cuando crecieron, la posición de su padre les otorgó muchos derechos especiales que los demás niños no tenían. Esto puede influir en los niños negativamente, creándoles un sentimiento de superioridad, así como el hábito de menospreciar a los demás. Ellos también veían en mí un objeto de desprecio. Captaron la manera en que su padre se dirigía a las personas y a las cosas, y vieron en su comportamiento el modo de llevar a cabo sus ambiciones. Yo intenté enseñarles a ser buenos, usando mis ideas y mis experiencias con la esperanza de que el amor maternal los cambiaría, pero ellos medían el valor de las personas con respecto a su estatus en el mundo, y el éxito de su padre les demostró a quién debían emular. Si mi propio marido no me veía como alguien digno de respeto, ¿qué posibilidad iba a tener con los niños? Ellos nunca creyeron que yo fuera digna de nada.

Suspiró con impotencia.

– Hace cuarenta años yo era una joven inocente y romántica que acababa de graduarse en una escuela para chicas de un pequeño pueblo. Tenía más suerte que la mayoría de las jóvenes de mi edad: mis padres habían estudiado en el extranjero y eran de mente abierta. Nunca me había preocupado por el matrimonio como mis compañeras. La mayoría de ellas tenía un matrimonio arreglado desde la cuna; a las demás, sus padres las prometieron durante la escuela. Si el hombre se mostraba muy interesado, o si la tradición familiar lo dictaba, las niñas debían dejar la escuela para casarse. Nosotras pensábamos que las que corrían peor suerte eran aquellas que se convertían en esposas jóvenes o concubinas. Muchas de las que dejaban la escuela para casarse estaban en esa situación, casadas con hombres que querían «probar algo fresco». Hoy en día, hay muchas películas en las que se representa a las concubinas como las mimadas de sus maridos. Las muestran haciendo uso de una posición de peso en la familia, pero nada de eso es verdad. Cualquier hombre que podía casarse con varias mujeres, lo hacía por ser hijo de una importante y gran familia, con muchas reglas y tradiciones domésticas. Estas familias, por ejemplo, hacían uso de más de diez formas de saludar a la gente y de mostrar su respeto. El más mínimo desvío de estas reglas suponía una «deshonra» para la familia. Una disculpa no era nunca suficiente, las esposas jóvenes eran castigadas ante el mínimo indicio de comportamiento indebido. Eran golpeadas por las esposas de más edad, se les prohibía comer durante dos días, eran obligadas a realizar duros trabajos físicos o forzadas a arrodillarse sobre la tabla de lavar. ¡Imagina cómo mis compañeras de clase de una escuela estilo «occidental» llevarían todo eso! Pero no había nada que pudieran hacer; ellas sabían, desde su más temprana juventud, que sus padres tendrían la última palabra con respecto a su prometido.

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