Xinran Xue - Nacer mujer en China

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Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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Más tarde oí hablar de la homosexualidad durante una reunión entre antiguas colegas de mi madre. Por lo visto, mi madre había trabajado en una ocasión con dos mujeres que compartían habitación. Cuando mejoraron las condiciones y la unidad de trabajo les asignó habitaciones separadas rechazaron la oferta. Se comportaban como hermanas, por lo que entonces nadie le prestó demasiada atención. Sus contemporáneos estuvieron ocupados con sus cortejos, matrimonios y niños, y luego con sus nietos. Llegados a un estado de agotamiento físico y mental por las exigencias de sus familias y alcanzada una edad avanzada, recordaron a las dos mujeres y envidiaron la vida de desahogo y relajación que habían compartido. Todo el chismorreo y las especulaciones que a nadie habían preocupado en la juventud emergieron en la madurez, y el grupo de antiguas compañeras de trabajo concluyó que las dos mujeres eran homosexuales.

Mientras escuchaba las conversaciones de aquellas señoras y las conclusiones a las que llegaban, pensé en cuán libres de preocupaciones estaban las dos mujeres: probablemente no abrigarían sentimientos amargos hacia los hombres, y desde luego no sentirían el profundo desasosiego de las madres por sus hijos. Tal vez la homosexualidad no fuera tan mala, al fin y al cabo -pensé-, tal vez no era más que otro camino que tomar en la vida. No comprendía cómo podía ir en contra de la ley, pero parecía que no había nadie a quien preguntarle sobre el asunto.

En una ocasión fui lo suficientemente valiente para plantearle la cuestión a la jefa de ginecología de un hospital.

Ella me miró sorprendida y me preguntó:

– ¿Cómo se te ha ocurrido preguntar acerca de este tema?

– ¿Por qué? ¿Acaso está mal preguntar? Sólo quiero saber qué es lo que hace que estas mujeres sean distintas a las demás.

– Aparte de algunas diferencias en la manera de pensar y el comportamiento sexual, no son diferentes a las demás mujeres normales y corrientes -dijo la ginecóloga, pasando de puntillas por encima del tema.

Yo seguí presionándola:

– Si la manera de pensar y el comportamiento sexual de una mujer son distintos a los de las demás mujeres, ¿sigue contando como una mujer normal?

La ginecóloga no supo explicármelo o no estaba preparada para hacerlo.

La tercera vez que me encontré con el tema de la homosexualidad fue cuando la emisora me encargó que cubriera una campaña de orden público puesta en marcha en la ciudad.

Cuando el organizador de la campaña me vio, exclamó:

– ¿Cómo ha podido la emisora de radio enviar a una mujer? ¡Tiene que ser una equivocación! Bueno, ya que estás aquí puedes quedarte. Pero me temo que tendrás que hacer un reportaje de seguimiento y no uno en directo.

Sus colegas se rieron a carcajadas, pero yo me quedé igual, sin comprender a qué se debía su arrebato. En cuanto empezó la operación, el motivo de sus risas se hizo evidente: estaban realizando inspecciones sorpresa a lavabos públicos masculinos -que apestaban a mil demonios- y arrestando a los hombres que sorprendían en actitudes homosexuales.

Yo tenía mis dudas en cuanto a la campaña: ¿acaso no había suficientes ladrones y otros criminales a los que detener? Y sin duda no habría tantos hombres practicando sexo en los lavabos públicos a la vez, ¿no? Increíblemente, aquella noche fueron arrestados más de cien hombres. Cuando la operación estaba a punto de finalizar, pregunté aturdida a uno de los miembros del departamento de orden público:

– ¿También hay gente encargada de mantener el orden en los lavabos de mujeres?

– ¿Cómo se supone que vamos a realizar controles entre las mujeres? Supongo que estarás de guasa, ¿no? -me contestó sacudiendo la cabeza, asombrado por mi ingenuidad.

La oyente que habló de la homosexualidad en mi programa en directo fue la primera persona que me ofreció una disquisición veraz del tema.

Aproximadamente una semana después de su llamada, regresé a casa con la adrenalina bombeando por mis venas después de haber presentado mi programa. De pronto, alrededor de las dos de la mañana, cuando finalmente parecía que iba a quedarme dormida, sonó el teléfono.

– Xinran, ¿te acuerdas de mí? -dijo una voz de mujer-. Tienes que acordarte. El otro día te planteé una pregunta muy espinosa en la radio.

Enfadada e irritada, me pregunté cómo aquella mujer habría conseguido mi teléfono privado. El sentido común debería haber hecho desistir a quien quiera que fuera la persona de la emisora que le dio mi número de teléfono. De todos modos, ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.

Yo echaba humo en silencio, cuando la mujer me dijo:

– Eh, sé lo que estás pensando. No le reproches a tu editor que me haya dado tu teléfono. Le dije que era una pariente de Beijing y que me habían robado el bolso al bajar del tren, con mi agenda dentro. Necesitaba que fueras tú a recogerme. No está mal, ¿verdad?

– No está mal, nada mal -dije fríamente-. ¿Puedo hacer algo por ti? Te recuerdo, tú eres de Ma’anshan, ¿verdad?

– Sí, sabía que no te olvidarías de mí. ¿Estás cansada?

Estaba agotada.

– Mmm, un poco. ¿Qué quieres?

Parecía haber entendido la indirecta.

– De acuerdo, estás cansada. No diré nada ahora. Volveré a llamarte mañana después de tu programa -dijo, y colgó.

A la noche siguiente casi me había olvidado por completo de la llamada, pero cuando ya llevaba una hora en casa sonó el teléfono.

– Xinran, hoy te llamo un poco más temprano, ¿verdad? Por favor, no te preocupes. No me extenderé mucho. Sólo quería decirte que te estoy muy agradecida por haber pedido disculpas a los homosexuales por los prejuicios que han tenido que soportar. Bueno, esto es todo por ahora, ¡buenas noches!

Había vuelto a colgar sin darme ocasión de decir nada. Me consolé diciéndome que tenía buenas intenciones y que parecía una persona considerada.

La mujer estuvo llamándome a la misma hora durante tres semanas seguidas. Me contaba lo que pensaba de mi programa de aquella noche, me sugería libros y música que a lo mejor me resultarían útiles, o simplemente me daba consejos de sentido común acerca de la vida en general. Sólo hablaba durante un par de minutos cada vez y nunca me brindó la ocasión de intervenir. Nunca me dijo su nombre.

Un día, cuando abandonaba la emisora de radio alrededor de la una de la mañana, me encontré con un vecino esperándome en la verja. Aquello era muy extraño. Me contó que mi niñera le había pedido que fuera a buscarme porque había sufrido un susto de muerte. ¡Una mujer desconocida había estado llamando a casa e instándola a abandonar a Xinran!

Sentí una gran inquietud.

Aquella noche, exactamente a la misma hora que durante las últimas tres semanas, sonó el teléfono. Antes de que a la mujer le diera tiempo a decir nada, le solté:

– ¿Fuiste tú quien llamó antes?

– Sí, hablé con tu niñera y le pedí que se fuera -dijo, totalmente calmada y dueña de sí misma.

– ¿Por qué hiciste eso? -le pregunté enojada.

– ¿Por qué no? No debería tenerte sólo para ella. Deberías pertenecer a más mujeres.

– Escucha -le dije-, me alegra poder intercambiar ideas o hablar de la vida en general contigo. Pero si interfieres en mi vida ya no podré tener nada más que ver contigo. Yo no interfiero en la vida de los demás; por lo tanto, los demás tampoco pueden interferir en la mía.

Se quedó un rato en silencio y luego dijo, en un tono suplicante:

– Haré lo que me pides, pero no puedes abandonar nuestro amor.

La sola idea de que aquella mujer pudiera estar enamorada de mí me hacía sentir muy angustiada. Dejé de contestar el teléfono durante varios días y pensé para mis adentros que probablemente, al igual que los fans obsesionados con una estrella de pop, su interés acabaría por extinguirse. Me dije que no había por qué preocuparse.

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