Xinran Xue - Nacer mujer en China

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Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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También me dijo que creía en el Dios cristiano, y pareció preocupada cuando le pregunté cómo era eso posible, si Li Hongzhi había dicho que para practicar el falun gong no había que llevar otros dioses ni otros espíritus en el corazón.

¿Y qué decir de la gente joven? En una ocasión conocí a dos jóvenes de unos veinte años delante de la iglesia protestante de la calle Taiping del Sur de Beijing. Una de ellas iba vestida a la moda y llevaba su larga y brillante cabellera suelta. La otra no iba tan bien vestida y llevaba el pelo recogido en una cola. Supuse que la muchacha elegante acudía a la iglesia porque estaba de moda y que su amiga lo había hecho por curiosidad, pero me equivoqué.

Les pregunté si acudían a la iglesia a menudo.

Mirando a la amiga, la muchacha bien vestida contestó:

– Es mi primera vez, ella me arrastró.

La muchacha de la cola de caballo dijo rápidamente:

– Ésta es mi segunda vez.

– ¿La primera vez acudiste por iniciativa propia, o te trajo alguien? -pregunté.

– Vine con mi abuela, ella es cristiana -me contestó.

– Y tu madre también ¿no? -le preguntó la amiga.

– Bueno, mi madre dice que lo es, pero nunca ha ido a la iglesia.

Pregunté a las dos:

– ¿Creéis en el cristianismo?

La muchacha bien vestida replicó:

– Jamás he creído, simplemente he oído que es bastante interesante.

– ¿Qué quieres decir con «interesante»? -tanteé.

– Hay tanta gente en el mundo que cree en Jesucristo y en el cristianismo… Creo que algo tiene que tener.

– De acuerdo, pero también hay mucha gente que cree en el islam y el budismo, ¿qué me dices de ellos? -le pregunté.

Ella se encogió de hombros y dijo:

– No lo sé.

Su amiga dijo entonces:

– De todos modos, las mujeres tienen que creer en algo cuando llegan a los cuarenta.

Su razonamiento me dejó pasmada:

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Fíjate en la gente que acude a las iglesias para rezar y encender incienso en los templos. Son todas mujeres de mediana edad.

– ¿Por qué crees que es así?

La muchacha bien vestida interrumpió y respondió crípticamente:

– Los hombres trabajan duro por dinero, las mujeres trabajan duro porque ésa es su fe.

Su amiga dijo:

– Mi abuela dice que no creía en Dios cuando era joven, pero desde que empezó a creer, hubo muchas cosas que dejaron de preocuparla como solían hacerlo. Y mi madre dice que desde que empezó a creer en Dios dejó de pelearse con mi padre. Es cierto, solían discutir ferozmente, pero ahora, si mi padre pierde los papeles, mi madre se acerca a la cruz para rezar y mi padre se queda callado.

– De todos modos, las mujeres son incapaces de llevar a cabo algo grande. Rezar a un dios siempre será mejor que jugar al mah-jong -dijo la muchacha bien vestida.

Su frívolo comentario me dejó pasmada y le pregunté:

– ¿Qué tiene que ver el mah-jong con la religión? ¿Cómo puede equipararse el mah-jong con la religión?

La muchacha de la cola de caballo dijo:

– No se trata de eso. Mi madre dice que la gente que no cree en nada vive la vida día a día. Si tuvieran dinero podrían pasárselo bien, pero no tienen suficiente para irse de viaje, ni siquiera para salir a tomar una copa. Por tanto, se quedan en casa jugando al mah-jong. Al menos así podrán ganar un poco de dinero.

– ¿Y qué me dices de las mujeres religiosas? -pregunté.

– La gente que cree en algo es diferente -dijo la muchacha bien vestida sacudiendo la cabeza.

Su amiga confirmó sus palabras:

– Muy diferente. Las mujeres religiosas leen las escrituras, asisten a la iglesia y ayudan a los demás.

– ¿Es decir que en cuanto cumpláis los cuarenta os haréis creyentes? -les pregunté.

La muchacha bien vestida se encogió de hombros evasivamente, pero su amiga contestó con firmeza:

– Si por entonces soy rica, no creeré. Pero si sigo tan pobre como ahora, creeré.

– ¿Y a qué religión te encomendarás? -le pregunté.

– Eso dependerá de la religión que entonces esté de moda -contestó ella.

Las muchachas se marcharon y yo me quedé boquiabierta delante de la iglesia.

7 La mujer que amaba a las mujeres

Mis colegas solían decir: «Los periodistas se vuelven cada vez más tímidos.» A medida que fui adquiriendo experiencia en la radio e intenté ampliar los límites de mi programa, empecé a entender el significado de estas palabras. En cualquier momento, un periodista puede cometer un error que ponga en peligro su carrera e incluso su libertad. Viven cautelosamente circunscritos a un conjunto de normas, cuyo quebranto acarrea serias consecuencias. La primera vez que presenté un programa de radio, mi supervisor parecía tan angustiado que creí que se desmayaría. Más tarde, cuando me nombraron jefa de departamento, descubrí que, de acuerdo con las regulaciones de la televisión y la radio chinas, si una emisión se interrumpía durante más de treinta segundos, se hacía circular el nombre de la persona responsable del turno por todo el país: una medida disciplinaria que podía afectar gravemente futuras promociones. Aun los más insignificantes errores podían significar una reducción de la prima de aquel mes (que superaba con creces el sueldo), y a menudo los errores graves conducían a la degradación, si no al despido.

Los periodistas de la emisora de radio debían asistir dos o tres veces a la semana a clases de estudio político. Las sesiones de estudio comprendían las opiniones de Deng Xiaoping acerca de la política de reformas y apertura y la teoría económica de Jiang Zemin. Nos bombardeaban una y otra vez con los principios y la trascendencia política de las noticias, y no había sesión en la que no se condenara a varios colegas por alguna falta: por no anunciar los nombres de los líderes de acuerdo con el orden jerárquico establecido en un programa, por no transmitir lo esencial de la propaganda del Partido en un comentario, por falta de respeto hacia los mayores, por no revelar una relación amorosa al Partido, por comportamiento «impropio»… Todas estas infracciones y más eran criticadas. Durante estas sesiones sentía que China seguía en las garras de la Revolución Cultural: la política seguía dirigiendo todos los aspectos de la vida diaria, sometiendo a ciertos grupos de personas a la censura y a juicio para que los demás sintieran que conseguían algo.

Me resultaba muy difícil retener toda aquella información política en la cabeza, pero al menos tenía asegurado que me recordaran asiduamente el precepto más importante: «El Partido va a la cabeza en todo.» Y un día llegó el momento en que mi comprensión de este principio fue puesta a prueba.

El éxito de mi programa dio lugar a grandes alabanzas. La gente se refería a mí como a la primera locutora que osaba «levantar el velo» de las mujeres chinas, la primera periodista de temas femeninos que se atrevía a hurgar en la verdadera realidad de sus vidas. La emisora de radio me había promocionado y yo había conseguido un considerable número de patrocinadores financieros. También logré, por fin, crear un programa de «línea caliente» y recibir llamadas de los oyentes en directo.

Todos los estudios de emisión en directo constaban de dos salas, una ocupada por la mesa del locutor, su música y sus notas, y la otra por una sala de control. Las llamadas a mi línea caliente me llegaban a través de la controladora de emisión, que manejaba el mecanismo temporizador. Éste le ofrecía diez segundos para decidir si una llamada era inapropiada para ser emitida y suprimirla sin que se dieran cuenta los oyentes.

Una noche, cuando me disponía a serenar mi programa con un poco de música suave -que era lo que solía hacer durante diez minutos al final de la emisión- recogí una última llamada:

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