A la mañana siguiente, muy temprano, escuché en mis sueños el retumbo del tren y los gritos de los niños que tía Chen había descrito, y me desperté bañada en un charco de sudor. Los rayos de sol atravesaban las cortinas y el sonido de los niños de camino al colegio se filtraba por ellas hasta mí. Me sentí aliviada.
La reunión de aquel día terminó temprano. Rechacé educadamente una invitación para comer de unos amigos de Tianjin y tomé a toda prisa el tren a Tangshan. Una vez en el orfanato, hablé con una mujer que se llamaba señora Yang y que se encargaba de las comidas de los niños. Cuando llegué estaba supervisando la cena de los pequeños.
– Mire cómo los niños disfrutan de la comida -me dijo.
– Debe de ser porque es una buena cocinera.
– No necesariamente. Los niños disfrutan de ciertas cosas, como de la comida con formas especiales. Aunque no se trate más que de pan cocido, si tiene forma de conejito o de cachorro, comerán más. También les gustan las cosas dulces, y por tanto disfrutan con los platos agridulces y con el cerdo asado cantonés. Les gusta la comida que resulta fácil de masticar, como las albóndigas o las bolitas de verduras. Los niños siempre creen que lo que tienen sus amigos es mejor, y por eso debes dejar que elijan su comida y se la intercambien como quieran. Estimula su interés por ella. Mi hija era exactamente igual. Si le ofrecías una porción de la misma cosa sobre distintos platos se emocionaba.
La señora Yang sacudió la cabeza.
Yo le dije, indecisa:
– Tengo entendido que su hija…
– Te contaré la historia de mi hija si quieres, pero no lo haré aquí. No quiero que los niños me vean llorar. Resulta tan reconfortante verlos comer y reír así de felices, realmente me hacen…
Interrumpió su discurso, de pronto su voz se había roto por el llanto.
Intenté consolarla amablemente.
– ¿Tía Yang?
– Aquí no, vayamos a mi habitación.
– ¿A su habitación?
– Sí, soy la única que tiene habitación propia porque mi otra tarea es cuidar de los informes médicos y las pertenencias personales de los niños. No podemos permitir que los niños se acerquen a ellos.
La habitación de la señora Yang era muy pequeña. Una de las paredes estaba casi cubierta por completo por una fotografía que había sido ampliada hasta tal punto que parecía un cuadro de puntos de color. Mostraba una joven de ojos vivaces, con los labios separados como si fuera a hablar.
Clavando la mirada en la foto, la señora Yang dijo:
– Ésta es mi hija. Sacaron la foto cuando acabó la escuela primaria. Es la única foto que tengo de ella.
– Es muy guapa.
– Sí. Incluso en la guardería, siempre estaba actuando y haciendo discursos.
– Debió de ser muy inteligente.
– Eso creo. Nunca fue la mejor de la clase, pero nunca me dio motivos para preocuparme -dijo la señora Yang mientras acariciaba la fotografía-. Hace ya casi veinte años que me dejó. Sé que no quería irse. Tenía catorce años. Sabía de la vida y de la muerte, no quería morir.
– Me han dicho que sobrevivió al terremoto, ¿no?
– Sí, así es. Pero hubiera sido preferible que hubiera muerto aplastada al instante. Estuvo agonizando durante dos semanas, dos semanas y dos horas, sabiendo que iba a morir. Y sólo tenía catorce años -dijo la señora Yang, derrumbándose.
Incapaz de retener las lágrimas, le dije:
– Tía Yang, lo siento -y la rodeé con mis brazos.
Ella sollozó durante unos minutos y añadió:
– Estoy… estoy bien. Xinran, no puedes imaginarte lo terrible que fue. Nunca olvidaré la expresión de su rostro -dijo volviendo a mirar la fotografía con una mirada llena de amor-. Su boca estaba entreabierta, igual que aquí…
Afligida por sus lágrimas le dije:
– Tía Yang, ha estado trabajando todo el día, está cansada. Ya hablaremos la próxima vez, ¿le parece?
La señora Yang se serenó y dijo:
– No, me han dicho que tienes poco tiempo. Has venido hasta aquí sólo para escuchar nuestras historias. No puedo permitir que te vayas sin nada.
– No importa, tengo tiempo -le aseguré.
Ella se mostró decidida.
– No, ni hablar. Te lo contaré todo ahora -dijo respirando profundamente-. Mi marido había muerto un año antes y mi hija y yo vivíamos en el quinto piso de un edificio de varias plantas que nos asignó la unidad de trabajo. Sólo disponíamos de una habitación y compartíamos cocina y baño con otros vecinos. No era una habitación grande pero a nosotras nos era suficiente. Puesto que no soporto las temperaturas extremas, ni mucho frío ni mucho calor, yo ocupaba la parte de la habitación cercana a la pared interior, mientras que mi hija ocupaba la de la pared exterior. Aquella mañana me despertó un repentino estruendo, un estallido y un violento temblor. Mi hija gritó e intentó salir de la cama para acercarse a mí. Yo intenté incorporarme, pero no conseguí mantenerme en pie. Todo se inclinaba, la pared venía hacia mí. De pronto, la pared exterior desapareció y nos encontramos al filo del abismo del quinto piso. Hacía mucho calor y sólo llevábamos puesta la ropa interior. Mi hija gritó y se echó los brazos alrededor del pecho, pero, antes de que pudiera volver a reaccionar, fue arrojada al vacío por otra pared derrumbada.
»Chillé su nombre mientras me agarraba a unos colgaderos en la pared. Cuando finalmente cesó el temblor y pude incorporarme sobre el suelo inclinado, me di cuenta de que habíamos sufrido un terremoto. Busqué desesperadamente alguna manera de bajar y salí tambaleándome mientras gritaba el nombre de mi hija.
»No me había dado cuenta de que no estaba vestida. También los demás supervivientes iban ligeros de ropa. Hubo incluso quienes estaban desnudos, pero nadie prestó atención a estas cosas. Todos corríamos desesperados en medio de la penumbra, llorando y gritando los nombres de nuestros familiares.
»En mitad de la cacofonía chillé hasta quedarme afónica, preguntando por mi hija a todo aquel que se cruzaba en mi camino. Algunos de ellos me preguntaban a su vez por sus parientes. Todo el mundo tenía los ojos desorbitados y gritaba, nadie parecía asimilar nada. A medida que la gente fue dándose cuenta del horror de la situación, fue sumiéndose en un doloroso silencio. Se habría podido oír el sonido de una aguja al caer. Tenía miedo de moverme, no fuera que volviera a temblar la tierra. Nos habíamos quedado paralizados, contemplando el escenario: edificios desplomados, tuberías de agua reventadas, boquetes abiertos en el suelo, cadáveres por doquier, echados en el suelo de cualquier manera, colgando de los travesaños. Se estaba levantando una cortina de humo. No había ni sol ni luna, nadie sabía qué hora era. Nos preguntábamos si todavía seguíamos en el reino de los vivos.
Animé a la señora Yang a que tomara un poco de agua.
– ¿Agua? Ah, sí… No sé cuánto tiempo pasó, pero empecé a sentir sed después de haber gritado hasta la extenuación. Alguien se hizo eco de mis pensamientos con una voz queda, «Agua…», recordando a todo el mundo que había que ocuparse de la cuestión inmediata de la supervivencia. Un hombre de mediana edad dio un paso adelante y dijo: «Si queremos seguir vivos tendremos que ayudarnos mutuamente y organizarnos». Los demás agradecimos su iniciativa entre murmullos.
»Empezaba a clarear y todo a nuestro alrededor cambió haciéndose más terrible. De pronto alguien gritó: «¡Mirad allá! ¡Hay alguien que sigue vivo!». En la pálida luz vimos a una muchacha atrapada entre los muros derrumbados de dos edificios. A pesar de que su cabellera le tapaba el rostro y que la parte inferior de su cuerpo estaba atrapada y escondida, supe por el color y el diseño de su sujetador, y por el movimiento esforzado de su torso, que se trataba de mi hija. «¡Xiao Ping!», exclamé. Repetí su nombre una y otra vez, loca de alegría y de dolor. Ella seguía retorciéndose desesperadamente y me di cuenta de que no me veía ni me oía. Me abrí paso a través de la multitud, señalando hacia ella y sollozando con voz ronca que era mi hija. Los escombros me bloqueaban el camino. La gente empezó a ayudarme intentando escalar el muro que había encajonado a mi hija, pero tenía una altura de al menos dos pisos y no disponían de herramientas. Grité el nombre de Xiao Ping una y otra vez. Seguía sin oírme.
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