Aquel día salí brevemente cuatro o cinco veces para controlar el castillo de chatarra, pero la puerta estuvo siempre cerrada y a la trapera no se la vio por ningún sitio. Empezaba a sentirme ligeramente enojada porque no había cumplido con su palabra, pero estaba determinada a esperarla. Quería disculparme y aclarar el incidente de los bombones. Decidí quedarme en la oficina hasta el último turno leyendo mis cartas.
A las ocho y veinte de la tarde aproximadamente volví a salir, pero la puerta seguía cerrada con candado. Me extrañó que todavía no hubiera vuelto. ¿Realmente había tantas sobras en los cubos de basura? De vuelta en mi oficina, reemprendí la lectura de las cartas. La siguiente carta que abrí estaba escrita con una letra delicada y bonita. La remitente era obviamente una mujer muy culta, una mujer que había recibido la mejor educación posible. Lo que entonces leí me dejó paralizada.
Estimada Xinran:
Gracias. Gracias por tu programa: lo escucho cada día. Gracias por tu sinceridad: hacía muchos años que no tenía una amiga. Gracias por la caja de bombones rusos: me ha recordado que antaño fui una mujer casada.
Regalé los bombones a nuestro hijo. Pensé que los disfrutaría tanto como solía hacerlo su padre.
Resulta muy difícil para un hijo convivir con su madre, y muy difícil también para su esposa. No quiero alterar la vida de mi hijo, ni complicársela intentando mantener el equilibrio entre su esposa y su madre. Sin embargo, me resulta imposible escapar de la naturaleza femenina y de los hábitos de toda una vida de madre. Vivo como vivo a fin de estar cerca de mi hijo, a fin de vislumbrarlo cuando se dirige a su trabajo cada mañana. Por favor, no se lo cuentes. Él cree que he estado viviendo en el campo todo este tiempo.
Xinran, lo siento, pero me voy. Soy profesora de idiomas y debería volver al campo para dar clases a más niños. Como dijiste tú una vez en tu programa, la gente mayor debería disponer de un espacio propio en el que tejer una hermosa tercera edad.
Por favor, perdóname la frialdad que te he mostrado. Le he ofrecido todo mi calor a mi hijo, su padre sigue viviendo en él.
Deseándote un feliz y tranquilo Festival de Primavera se despide
La trapera
La cabaña de chatarra.
Entendía que la trapera se hubiera ido. Me había permitido mirar en su corazón y su vergüenza no le permitía volver a enfrentarse a mí. Me dolía haberla ahuyentado de su mundo cuidadosamente construido, pero también me apenaba que se hubiera consumido para dar la vida a sus hijos, y que su única recompensa fuera tener que resignarse a ser desechada. Tan sólo confiaba en su identidad de madre.
Mantuve el secreto de la trapera y nunca expliqué a su hijo cómo ella lo había vigilado. Pero nunca volví a su casa, puesto que la trapera, cuya memoria yo atesoraba, jamás llegó a cruzar su umbral. Aunque él parecía muy poderoso, ella era la realmente rica.
5 Las madres que soportaron un terremoto
Cuando mi colega Xiao Yao tuvo a su hijo organicé una visita al hospital junto con otras mujeres de la oficina. Mengxing estaba muy ilusionada, pues nunca había estado en una sala de maternidad. El director Zhang, de la Oficina de Asuntos Externos, le advirtió que no fuera: en China se cree que las mujeres que no han dado a luz dan mala suerte a los recién nacidos. Mengxing rechazó el consejo aduciendo que no era más que un cuento de viejas, y se dirigió al hospital adelantándose a las demás.
Acudimos al hospital cargadas de comida para Xiao Yao: azúcar moreno y ginseng para la sangre, pies de cerdo y pescado para ayudarla a dar el pecho, y pollo y fruta para fortalecerla. Cuando entramos en la habitación vimos a Mengxing charlando con Xiao Yao. Estaba comiéndose uno de los huevos duros que se habían teñido de rojo para simbolizar la felicidad por el nacimiento del nuevo bebé.
Los padres y los suegros de Xiao Yao también estaban allí, y la habitación estaba llena de regalos. Xiao Yao parecía feliz y sorprendentemente fresca tras la hazaña. Supuse que haber dado a luz a un bebé era una de las razones de su gran bienestar.
Durante incontables generaciones, en China se ha tenido por cierto el siguiente proverbio: «Existen treinta y seis virtudes, pero no tener herederos es una maldición que las niega todas.» Una mujer que ha tenido un hijo es intachable.
Cuando Xiao estaba de parto había compartido sala con otras siete mujeres. Xiao Yao había pedido varias veces a su marido que la trasladara a una habitación individual, pero él se había negado. Al recibir la noticia de que había tenido un hijo, su marido organizó inmediatamente su traslado a una habitación individual.
La estancia era pequeña pero estaba bien iluminada. Cada una de nosotras encontró un sitio donde sentarse y mis colegas empezaron a hablar animadamente. No se me da bien este tipo de conversaciones, pues no disfruto hablando de mi vida, que es una historia de familias incompletas. Siendo una niña me separaron de mi madre y de mi padre, y, ya de adulta, ni siquiera tengo mi propia familia. Tan sólo un hijo. Mientras escuchaba en silencio, doblé un pedazo de papel de regalo con el dibujo de un conejo.
Por encima de la conversación de mis colegas oí unas voces que provenían del pasillo.
Un hombre hablaba en voz baja pero decidida:
– Por favor, cambia de opinión. Sería demasiado peligroso.
– No tengo miedo. Quiero vivir la experiencia de un parto -replicó una mujer.
– Tal vez tú no tengas miedo, pero yo sí. No quiero que mi hijo sea huérfano de madre.
– Si el parto no es natural, ¿cómo voy a poder llamarme madre?
La voz de la mujer sonaba impaciente.
– Pero sabes que en tu estado no puedes…
– ¡Los médicos no han dicho que fuera cien por cien imposible! -lo interrumpió la mujer-. Lo único que quiero es tener a mi hijo…
Sus voces se extinguieron a medida que se alejaban.
Cuando ya me iba, la suegra de Xiao Yao me deslizó furtivamente un retal de tela roja en la mano y me pidió que lo quemara para «espantar las malas influencias traídas por Mengxing». No osé desobedecerla. Cuando abandoné el hospital arrojé el retal en el horno de un puesto de comida rápida de la calle, pero no se lo conté a Mengxing porque ella odiaba admitir las derrotas.
Tres meses más tarde recibí una invitación a un funeral de una familia que no conocía. A menudo, los oyentes me invitaban a celebraciones familiares, pero solía tratarse de bodas. No suele invitarse a extraños a los funerales, y estaba desconcertada. La cena del funeral se celebraría en un restaurante, y no en el salón de una funeraria o de un crematorio, y en la invitación se solicitaba a los invitados que llevaran consigo el nombre de un niño. Jamás había tropezado con prácticas como aquéllas.
Decidí acudir y pensé en el nombre «Tianchi» (la llave del cielo). El anfitrión recibió a los invitados con un bebé de un mes en los brazos. Su esposa había muerto durante el parto. Cuando descubrió quién era yo, me preguntó deshecho en lágrimas por qué su esposa había rechazado que le hicieran una cesárea, sabiendo que su vida corría peligro. ¿Acaso la experiencia de un parto natural era más importante que la vida?
Me pregunté si podía tratarse de la pareja que había oído por casualidad en el hospital. Estaba conmocionada por la decisión de la mujer desconocida, pero en algún lugar profundo de mi ser comprendía su deseo de tener aquella experiencia única. Al contrario que el afligido marido, que ni lo podía ni lo sabía comprender. Me preguntó si yo podía ayudarlo a entender a las mujeres.
No sé si a su hijo le pusieron el nombre de Tianchi, pero cuando abandoné el funeral deseé que aquel hijo fuera realmente una llave llovida del cielo para él, capaz de abrirle las puertas de la mente femenina.
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