Desde la retaguardia, el Gran Li, que informaba sobre asuntos sociales, golpeó su escritorio con un bolígrafo, señal de que estaba a punto de dar una clase magistral a sus colegas más jóvenes.
– No deberías sentir pena por las traperas. Ni siquiera son pobres. Sus almas trascienden los asuntos mundanos de un modo que la gente de a pie no es capaz de imaginar. No hay sitio en sus vidas para posesiones terrenales, por lo que sus deseos materiales se satisfacen fácilmente. Y si tomáis el dinero a modo de patrón para juzgar a la gente, descubriréis que algunas de estas mujeres no andan peor que la gente que tiene otros trabajos.
Nos contó que había visto a una trapera en un caro club nocturno, cubierta de joyas y bebiendo coñac francés de una copa de cien yuanes.
– ¡Anda ya, vaya tontería! -replicó Mengxing, que trabajaba en el programa musical. Para ella, la sola diferencia de edad que la separaba del Gran Li provocaba que no creyera nada de lo que él decía.
Inesperadamente en un hombre tan cauteloso como él, en aquella ocasión el Gran Li se rebeló y propuso a Mengxing que se apostara algo. A los periodistas les encanta provocar, por lo que todos empezaron a meter baza encantados, aportando sugerencias sobre cuál debía ser el montante de la apuesta. Se decidieron por una bicicleta.
A fin de tirar adelante la apuesta, el Gran Li mintió a su mujer y le dijo que pasaría algunas noches realizando varios reportajes nocturnos, y Mengxing contó a su novio que iba a tener que salir a investigar música contemporánea. Cada noche, durante varios días consecutivos, acudieron juntos al club nocturno del que el Gran Li había afirmado que era frecuentado por la mujer que recogía basura.
Mengxing perdió la apuesta. Mientras se tomaba un whisky, la trapera había contado a Mengxing que ganaba 900 yuanes al mes vendiendo desechos. El Gran Li nos contó que Mengxing había permanecido en estado de shock durante varias horas. Mengxing ganaba cerca de cuatrocientos yuanes al mes y era considerada una de las empleadas más favorecidas de su categoría. A partir de entonces, la joven dejó de mostrarse exigente con el valor artístico de un trabajo; mientras pudiera ganar dinero, aceptaría cualquier cosa. Todo el mundo en la oficina decía que la pérdida de la bicicleta había traído consigo este nuevo pragmatismo.
Aparte de haberme fijado en la mujer aseada que vivía en el castillo de chatarra, no había prestado demasiada atención a la manera en que las traperas pasaban los días. Francamente, una parte de mí las rehuía. Sin embargo, tras el descubrimiento de Mengxing, cada vez que veía a alguien removiendo basuras intentaba adivinar si realmente era un «ricachón». Tal vez las chabolas de las traperas no eran más que su lugar de trabajo, y sus hogares eran pisos ultramodernos.
El embarazo de mi colega Xiao Yao fue el que me instó a conocer a la trapera. En cuanto Xiao Yao descubrió que iba a tener un hijo, empezó a buscar una niñera. Yo comprendía perfectamente que iniciara la búsqueda nueve meses antes del nacimiento de su hijo, porque encontrar a alguien fiable para cuidar a un niño y hacer las tareas domésticas no es fácil.
Mi niñera era una muchacha de campo, de diecinueve años, cariñosa, honesta y diligente, que había huido sola a la gran ciudad para escapar de un matrimonio forzoso. Tenía cierta inteligencia innata que, sin embargo, nunca había sido estimulada mediante la educación. Este hecho ponía muchos obstáculos en su camino: era incapaz de distinguir los billetes de banco o de entender los semáforos. En casa se deshacía en lágrimas si no conseguía sacar la tapa del hervidor eléctrico de arroz, o si confundía los huevos en vinagre con los huevos podridos y los echaba a la basura. Una vez señaló hacia un cubo de basura en un lado de la calzada y me contó totalmente en serio que había echado mi carta al «buzón». Cada día solía dejarle instrucciones minuciosas sobre lo que tenía que hacer, y la llamaba desde la oficina para comprobar que todo estuviera bien. Afortunadamente, nunca llegó a pasar nada realmente grave, y ella y PanPan mantenían una muy buena relación. Hubo una vez, no obstante, en la que fui incapaz de contener mi enfado. Era invierno y volví a casa después de mi programa. Allí encontré a PanPan, que por entonces sólo tenía dieciocho meses, sentado en el descansillo del quinto piso, apenas vestido con un pijama. Tenía tanto frío que sólo podía llorar con débiles gemidos. Lo tomé en mis brazos rápidamente y desperté a la niñera, que dormía plácidamente, reprochándome a mí misma no ser capaz de ofrecer a mi hijo el tiempo y los cuidados que debería como madre.
Jamás he discutido con mis colegas mis dificultades para ocuparme del cuidado de mi hijo, pero he escuchado muchísimas historias terribles de otra gente. Los diarios están llenos de ellas. Criadas descuidadas que han dejado caer a los niños desde la ventana de un cuarto piso; otras, ignorantes y estúpidas, que los han metido en la lavadora para lavarlos o los han encerrado en la nevera mientras jugaban al escondite. Se han dado casos de niños que han sido secuestrados por dinero, o azotados.
Pocas son las parejas dispuestas a pedir ayuda a sus padres en el cuidado de los niños, puesto que esto supondría tener que vivir bajo el mismo techo. La mayoría está dispuesta a complicar un poco su vida a fin de evitar las miradas críticas de sus mayores. Las suegras chinas, sobre todo las tradicionales o las menos instruidas, son legendarias por aterrorizar a las esposas de sus hijos, a pesar de haber tenido que soportar, en su tiempo, a sus propias suegras. Por otro lado, resulta poco factible para una mujer dejar el trabajo para dedicarse a ser madre a tiempo completo, ya que es prácticamente imposible mantener a una familia con un único salario medio. Y la idea del hombre como amo de casa es inconcebible.
Al escuchar las solicitudes de ayuda de Xiao Yao para encontrar a una niñera digna de confianza, cariñosa y barata, el viejo Chen respondió de un modo sorprendente:
– Hay tantas mujeres recogiendo chatarra… ¿Por qué no pides a una de esas pobres mujeres que trabaje para ti? No tendrías que preocuparte por que se escapara, ni tampoco tendrías que pagarle gran cosa.
La gente dice que los hombres son buenos a la hora de hacer una composición de conjunto, mientras que las mujeres son buenas en los detalles. Al igual que todas las generalizaciones, jamás he creído que fuera cierto, pero los comentarios lanzados por el viejo Chen me asombraron por ese aire de genialidad-que-bordea-la-idiotez que a veces se encuentra en los hombres. No fui la única en pensar de esta manera. Varias colegas también estaban fuera de sí de entusiasmo:
– ¡Claro! ¿por qué no lo pensamos antes?
Las célebres palabras del presidente Mao -«Una sola chispa es capaz de provocar el incendio de una pradera»- se confirmaron inmediatamente. Durante varios días, el febril tema de conversación de mis colegas femeninas no fue otro que el de tomar a una trapera como niñera. Puesto que los hijos de cada una eran de edades muy diferentes, pensaron que a lo mejor encontrarían a una mujer que pudieran compartir. Hicieron planes detallados de cómo supervisarla y evaluarla, y de qué tipo de normas habría que establecer.
Poco después me convocaron a una «reunión de mujeres» en la pequeña sala de reuniones contigua a los lavabos de mujeres. Apenas había tomado asiento y preguntado suavemente si no habían convocado a la persona equivocada, cuando me anunciaron que me habían elegido por unanimidad para elegir a una niñera de entre las traperas que vivían junto a la emisora de radio. En un tono que no admitía lugar a réplica me expusieron los criterios que las habían llevado a elegirme a mí como representante. Era la primera vez que obtenía la aprobación de mis colegas mujeres. Me dijeron que parecía una persona sincera, que mi trato era humano y que tenía sentido común, y que era meticulosa, considerada y metódica. Aunque sospechaba que tenían otros motivos, me conmovió la valoración que hicieron de mi persona.
Читать дальше