Afortunadamente, los dos hombres se habían ido. Yo me había quedado sin palabras. Enfrentada al corazón joven y, sin embargo, frío como un témpano de una mujer, ¿qué podía decir? Pero Jin Shuai se rió.
– Mis amigos dicen que finalmente China ha alcanzado al resto del mundo en cuanto a los temas de conversación. Puesto que ya no tenemos que preocuparnos por la comida y la ropa, nos dedicamos a debatir la relación entre hombres y mujeres. Pero yo creo que el asunto de las mujeres y los hombres es aún más complejo en China, si cabe. Aquí tenemos que vérnoslas con más de cincuenta grupos étnicos, incontables cambios políticos, y patrones de comportamiento, porte y vestimenta de la mujer. Incluso tenemos más de diez palabras diferentes para decir esposa.
Por un momento, Jin Shuai pareció una muchacha despreocupada e inocente. El entusiasmo le sentaba mejor que el caparazón de experta en relaciones públicas, y así me gustaba más.
– Eh, Xinran -me dijo-, podríamos hablar de los dichos y proverbios que hablan de las mujeres. Por ejemplo, «Una buena mujer no se va con un segundo hombre». ¿Cuántas viudas en la historia de China han considerado siquiera la posibilidad de volver a casarse a fin de preservar la reputación de sus familias? ¿Cuántas mujeres se han visto obligadas a «emascular» su naturaleza femenina por guardar las apariencias? Oh, ya lo sé, «emascular» no es un verbo que pueda aplicarse a las mujeres, pero eso es lo que es. Todavía hay mujeres así en el campo. Y luego está el del pez…
– ¿Qué pez? -pregunté. Jamás había oído ese giro y me di cuenta de que debía de parecer muy ignorante a los ojos de la generación más joven.
Jin Shuai suspiró ostentosamente y tamborileó sobre la mesa con sus uñas pintadas.
– Oh, pobre Xinran. Ni siquiera tienes claras las distintas categorías de mujer. ¿Cómo pretendes siquiera entender a los hombres? Deja que te explique. Cuando los hombres han bebido, suelen sacar a colación una batería de definiciones de la mujer. Las amantes son «peces espada» sabrosas pero de espinas afiladas. Las «secretarias personales» son «carpas», cuanto más las guisas mejor sabor tienen. Las mujeres de otros hombres son «peces globo japoneses», probar un bocado podría significar tu fin, aunque arriesgar la vida es motivo de orgullo.
– ¿Y qué dicen de sus propias esposas?
– Bacalao salado.
– ¿Bacalao salado? ¿Por qué?
– Porque el bacalao salado se conserva durante mucho tiempo. Cuando no hay otra comida, el bacalao salado resulta barato y práctico, y con un poco de arroz es todo un plato… Bueno, tengo que ir a «trabajar». No deberías haberme escuchado enrollándome como una persiana. ¿Por qué no has dicho nada?
Me había quedado muda, preocupada por la sorprendente comparación de las esposas con el bacalao salado.
– No olvides responder a mis tres preguntas en tu programa: ¿Qué filosofía tienen las mujeres? ¿Qué es la felicidad para las mujeres? Y ¿qué es lo que convierte a una mujer en una buena esposa?
Jin Shuai se terminó el té, tomó su bolso y se fue.
Estuve sopesando las preguntas de Jin Shuai durante un buen rato, pero finalmente tuve que admitir que no conocía las respuestas. Parecía haber un enorme abismo entre su generación y la mía. Durante los siguientes cinco años tuve la oportunidad de conocer a muchas estudiantes universitarias. El temperamento, la actitud y el estilo de vida de la nueva generación de mujeres chinas que se habían criado durante el período de Reforma y Apertura eran totalmente distintos a los de sus padres. Pero a pesar de que defendían teorías pintorescas sobre la vida, había una gruesa capa de vacuidad tras sus ideas.
Aunque, ¿podemos reprochárselo? No lo creo. En su educación faltaba algo, y eso era lo que las convertía en lo que eran. Nunca habían gozado de un entorno normal y cariñoso en el que desarrollarse libremente.
Desde las sociedades matriarcales de un pasado muy lejano, la mujer china siempre ha ocupado el peldaño más bajo del escalafón social. Eran clasificadas como objetos, como parte de una propiedad, repartidas de la misma forma que se reparte la comida, las herramientas y las armas. Más tarde se les permitió la entrada al mundo de los hombres, pero sólo podían existir postradas a sus pies. Dicho de otro modo, totalmente sometidas a la bondad o crueldad de un hombre. Si se estudia la arquitectura china, se observa que tuvieron que pasar muchos años hasta que una minoría muy reducida de mujeres pudo trasladarse de las dependencias accesorias del patio familiar (donde guardaban las herramientas y dormían los criados) a los aposentos contiguos a las estancias principales (donde vivían el amo de la casa y sus hijos).
La historia de China es muy larga, pero hace muy poco que a las mujeres se les concedió la oportunidad de ser ellas mismas, y que los hombres empezaron a conocerlas.
En los años treinta, cuando las mujeres occidentales ya estaban reclamando la igualdad entre los sexos, las mujeres chinas apenas habían empezado a poner en duda la sociedad dominada por los hombres, pero ya no estaban dispuestas a que les vendaran los pies, o a aceptar los matrimonios concertados por sus padres. De todos modos, las mujeres chinas desconocían los derechos y obligaciones de su sexo, y no sabían cómo hacer para ganarse un mundo propio. Buscaban inútilmente las respuestas en su propio espacio reducido y angosto, y en un país en el que toda la educación estaba manipulada por el Partido. El efecto que ha producido en la generación más joven es preocupante. Para poder sobrevivir en un mundo cruel muchos jóvenes han adoptado el duro caparazón de Jin Shuai y han suprimido sus sentimientos y sus emociones.
Cerca del muro de la emisora de radio, no muy lejos de los guardias de seguridad, había una hilera de pequeñas chabolas hechas de chatarra, fieltro para techar y bolsas de plástico. Las mujeres que las habitaban se ganaban la vida recogiendo desechos y vendiéndolos. Muchas veces me había preguntado de dónde serían, qué las habría unido y cómo habrían llegado hasta allí. Sea como fuere, había sido una decisión inteligente levantar sus chabolas en un lugar relativamente seguro, a escasos metros de los guardias armados, al otro lado del muro.
Entre aquellas desparramadas cabañas destacaba la más pequeña: los materiales utilizados para su construcción no eran diferentes a los del resto, pero la choza había sido cuidadosamente diseñada. Las paredes de chatarra estaban pintadas con el color de la puesta de sol, y el fieltro para techar había sido doblado con la forma de un torreón. Había tres pequeñas ventanas hechas de bolsas de plástico rojas, amarillas y azules, y la puerta estaba hecha de cartón, entretejido con láminas de plástico a las que no les costaría demasiado dejar fuera el viento y la lluvia. Me conmovió el cuidado y el gusto por el detalle con el que obviamente había sido construida aquella frágil choza, y encontré especialmente enternecedoras las campanillas hechas de cristales rotos que, movidas por el viento, tintineaban dulcemente sobre la puerta.
La propietaria de este castillo de chatarra era una mujer frágil y delgada de cincuenta y tantos años. No sólo su chabola era única; su propio aspecto también la diferenciaba de las demás traperas. La mayoría de las mujeres llevaba el pelo despeinado y la cara sucia, y parecía terriblemente andrajosa, pero ésta iba siempre aseada, y sus ajadas ropas estaban siempre limpias y bien remendadas. Excepto por la bolsa que llevaba para recoger basuras, jamás se hubiera dicho que se trataba de una trapera que se dedicaba a recoger basuras. Parecía cuidarse mucho.
Cuando comenté a mis colegas lo que había observado de la mujer trapera, todos, uno detrás de otro, quisieron intervenir para decir que también se habían fijado en ella, arrebatándome toda posibilidad de sentirme original y única. Uno de mis colegas incluso me contó que las traperas eran oyentes entusiastas de mi programa. No supe distinguir si me estaban tomando el pelo o no.
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