– La radio ha dicho claramente que la posible erupción tendrá lugar mañana. Esta es la última noche de la casa, lo que aporta un poder simbólico añadido a la celebración.
– Y tiene la ventaja de que podemos destrozar la casa durante la fiesta sin remordimientos -dije pensando en los cambios de residencia de los estudiantes.
Sin embargo, Hanna no parecía conectar con mi humor, ya que se limitó a responder un irónico:
– Ja-
La espectacular mansión, iluminada exteriormente con focos azules y blancos, estaba construida junto a una pendiente del volcán por la que ya había corrido la lava varias veces, a juzgar por los restos sedimentados que cruzamos con el todoterreno.
Más que una casa parecía una embajada que hiciera las funciones de fortaleza. Costaba imaginar que, un día más tarde, podía quedar enterrada como Plymouth.
– ¿De quién es la casa? -pregunté a Hanna mientras nos encaminábamos hacia la puerta.
– Del jefe, el mismo que nos abrirá. Le gusta hacerlo personalmente.
Esperé intranquilo junto a mi acompañante ocasional. Sabía que mi suerte en aquel ritual dependía de la aceptación que tuviera con el gran capitoste de la logia.
Cuando se abrió la puerta tuve una sorpresa mayúscula: era Walter Voss, el hombrecillo que me había incordiado en el museo de Paul Klee.
– Señor Vidal, bienvenido a bordo -dijo con voz chillona.
Sobre las gruesas gafas de pasta negra llevaba el mismo sombrero gris de estilo tirolés.
– Me alegro de que tomara en consideración mi consejo: como ha tenido miedo, ha logrado llegar vivo al final de la fiesta.
Dicho esto, sonrió mostrando su dentadura postiza. Se refería a la conversación que habíamos tenido en Berna como si se hubiera producido diez minutos atrás y pudiéramos reanudarla en el mismo punto.
– No sé qué decirle -repuse tratando de parecer natural-. Más bien creo que he sido un temerario.
– Se equivoca, amigo -dijo tomándome del brazo-. Mató a esa criminal judía porque le tenía miedo. Sabía que si no lo hacía ella le fulminaría a usted, ¿verdad, Hanna?
La Dama Bicolor asintió levemente con la cabeza. Definitivamente, era mujer de pocas palabras.
– Por el mismo motivo está ahora usted con nosotros, por miedo -prosiguió-. Busca refugio entre los fuertes porque teme que le liquidemos por saber demasiado. Pero recuerde que está a prueba. Déjese guiar por el miedo, amigo, ése es el gran consejero.
Dicho esto, me dio una palmada en el hombro y concluyó:
– Alguien dijo que las fiestas se hacen especialmente para aquellos a los que no se invita. Por lo tanto, diviértase.
Pasado este trámite, que no me aseguraba que estuviera a salvo, Hanna me condujo hasta el salón principal. Amenizados por un cuarteto de cuerda, bajo dos grandes arañas de cristal charlaban medio centenar de elegantes invitados, presumiblemente los cabecillas de la logia de cada país.
Entre ellos estaba Hermann, que parecía haber recuperado su entusiasmo, ya que interrumpió la conversación que mantenía con un vejestorio para venir a recibirme.
– ¡Mi querido Leo! No sabe cómo celebro su incorporación. Venga conmigo: voy a mostrarle algo.
Acto seguido me condujo a través del salón hasta un despacho con vistas al mar, probablemente del jefe Voss, con una bandera azul y negra detrás del escritorio.
– No crea que me fío de usted -dijo en un tono más serio-, pero es bueno tenerlo aquí mientras su padre va desvariando por ahí fuera.
– Le advierto que mi relación con él es nula -repliqué no faltando demasiado a la verdad-. Antes me haría matar que cambiar un ápice de sus planes.
– Es un viejo loco que busca su ruina -concluyó Hermann-. En cualquier caso, aunque haya venido por curiosidad o incluso por imprudencia, estoy convencido de que a partir de medianoche se adherirá a nuestra causa. Cuando sepa qué es el grial entenderá que no puede renunciar a él.
– Espero con impaciencia esta novedad -dije, siendo sincero por segunda vez.
– Dentro de una hora -anunció con ojos resplandecientes-, nada volverá a ser igual, se lo aseguro.
Pasé el resto de la espera valorando si aquellas cincuenta personas tenían el poder de organizar varios golpes de Estado simultáneos, como había explicado Cloe, que con su muerte había restado belleza al mundo.
Puesto que sus caras no me resultaban familiares, dudaba que entre ellos hubiera representantes políticos de primer nivel. Por las monturas de oro que abundaban entre los hombres y los zapatos exclusivos ingleses, más bien parecía una reunión de inversores e industriales con fondos suficientes para influir en ciertos gobiernos y divulgar la ideología renacida.
Concluí, por tanto, que por muy poderosa que fuera el arma del Führer, ocultada por Himmler en la cueva y luego llevada hasta allí, el Cuarto Reino no se impondría de inmediato. Aquella fiesta refinada era, a mi juicio, sólo el disparo de salida. Se trataba de celebrar el grial para que cada miembro de la logia pusiera en marcha sus propios resortes.
En cada esquina de la sala había una bandera azul como la que había visto en el despacho. Me acerqué a examinar una de ellas y vi que era una actualización de la clásica insignia nazi. En el centro de la bandera había una fotografía de la Tierra sobre fondo negro, con una esvástica blanca formada por estrellas en cada esquina.
Sin duda, la original la superaba en diseño.
Pocos minutos antes de las doce se escucharon un par de bramidos del cercano La Soufriére. Los invitados parecieron encantados con aquel golpe de genio, como si el volcán preparara la atmósfera ideal para la gran revelación.
Sólo Hanna pareció dar una lectura diferente al evento, ya que se acercó hacia mí con una copa de champán y me susurró:
– Escucharemos el discurso lo más cerca posible de la puerta. Esto puede explotar en cualquier momento. Tú mantente a mi lado y no sospecharán de ti.
Así fue como supe que la Dama Bicolor era la infiltrada que trabajaba para mi padre, aunque no acabé de entender su mensaje.
A las doce en punto el cuarteto de cuerda paró de tocar y los invitados dejaron espacio en el centro para la llegada del gran jefe, que se hizo de rogar. Finalmente, Walter Voss entró en escena bajo un silencio sepulcral, sólo quebrado por los bramidos mortecinos del volcán, con la caja metálica bajo el brazo. La misma que transportaba Himmler en la fotografía de 1940.
Hanna me tomó discretamente de la mano y me guió hasta detrás de la última fila de invitados, a pocos metros de la salida. Hermann, que estaba junto al líder, miró a su esposa con extrañeza, pero ésta le lanzó un beso silencioso para tranquilizarlo.
– Queridos camaradas del Cuarto Reino -empezó el jefe Voss muy solemne-. Estamos aquí para conocer el regalo que Hitler legó a una generación futura, la nuestra, que se enfrenta a mayores problemas y peligros que en su día el nacionalsocialismo. Más que un regalo, el contenido de esta caja, que ha sido largamente acechada sin éxito por los enemigos de la raza aria, es un grial y una resurrección. Camaradas, pronto entenderéis que el Führer vuelve a estar entre nosotros para guiarnos y disolver las tinieblas en las que nos ha sumido la globalización y la tolerancia enfermiza hacia nuestros enemigos. Las culturas inferiores están multiplicando su población desenfrenadamente. Ponen en peligro nuestros recursos y amenazan nuestra supervivencia ideológica y física. ¿Y qué hace el primer mundo para detener el fanatismo religioso y demográfico que rodea a la raza blanca? Yo os lo diré: nada.
Esta aseveración fue recibida con efusivos aplausos, hasta que alguien pidió silencio para que el líder pudiera continuar su discurso.
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