Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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– Todos somos un poco extraños aquí -rió Sun-. Hay que serlo para querer vivir al lado de un volcán activo.

Para ir al observatorio atravesamos primero una aldea llamada Salem, donde vivían algunas de las familias más antiguas de la isla. Luego giramos a la izquierda por un empinado camino de tierra. Antes de llegar arriba pude divisar el volcán, que derramaba lava incandescente por su ladera.

El MVO ocupaba un edificio modesto y funcional, con una azotea panorámica donde una veintena de montserratinos escrutaban las erupciones del volcán. Me asombró lo variables e imprevisibles que eran. Tan pronto saltaba verticalmente un penacho de lava, como se abría una nueva vía de fuego por debajo del cráter. La Soufriére parecía, visto desde allí, un dios vivo y poderoso al que había que tener mucho respeto.

– Has tenido suerte de verlo así -me dijo Sun tras diez minutos de contemplación-. Hacía tiempo que no estaba tan rebelde. De hecho, por la radio han dicho que el lunes evacuarán una aldea de blancos cerca de un lugar llamado Oíd Towne. Va a haber problemas.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque no quieren marcharse.

– ¿No tienen miedo al volcán? -pregunté sorprendido.

– Son inconscientes -repuso Sun-. Piensan que el volcán es su amigo, que a ellos no les hará daño. Pero si la lava se derrama en su dirección estarán perdidos. ¿Sabes cuánto tarda en llegar desde el cráter hasta el mar? Sólo noventa segundos.

– Parece poco tiempo para huir de una casa.

– Es imposible. Cuando eso sucede, si no te has ido antes ardes como una tea encendida.

Impresionado por estas palabras, volví la mirada al volcán, que cada vez parecía abrir más caminos incandescentes alrededor de su cráter.

– Mañana por la tarde me voy a Londres -dijo-, pero, si quieres, por la mañana te enseño un poco la isla.

6

Tras haber dormido de un tirón, vi la salida del sol desde la terraza de la casa con una taza de café en la mano. Por primera vez en mucho tiempo me sentía en paz conmigo mismo. Aquel mar de reflejos dorados me hizo soñar que también yo podría dejarlo todo e instalarme en aquel paraíso amenazado por el volcán.

Me quedé allí una hora larga entregado al dolce far niente, como si mi único cometido fuera vivir. Desayuné un par de tostadas mientras contemplaba cómo un colibrí negro introducía su largo pico en una flor tropical a un metro escaso de mí. Una iguana me observaba desde el muro donde terminaba la propiedad.

«Yo soy más bicho raro que vosotros», me dije mientras oía acercarse el coche de Sun.

Aquel plácido domingo por la mañana continuó con una visita en coche a algunos lugares curiosos de la isla, como los restos de los AIR Studios, un lugar mítico donde en los años setenta y ochenta grabaron los artistas más en boga del momento. Sun me nombró algunos de ellos: Paul McCartney, Diré Straits, Steve Wonder, The Pólice, Eric Clapton, The Rolling Stones y Lou Reed, entre muchos otros.

– ¿Y qué sucedió? -pregunté.

– En 1989 llegó el huracán Hugo y destruyó el noventa por ciento de la isla, incluidos los estudios de grabación. De repente se nos acabó el glamour.

– ¿Llegaste a ver alguna de estas celebridades? -pregunté admirado.

– ¡A muchas! -respondió Sun entusiasmada-. Era normal ver cómo Sting acudía a su clase de windsurf. Muchos artistas que grabaron aquí luego compraron casas donde pasaban largas temporadas. Por desgracia, seis años después del huracán, La Soufriére se encargó de espantar a los pocos que quedaban.

La visita a la isla prosiguió hasta un mirador desde donde se podía ver el antiguo aeropuerto de Bramble y la costa de Plymouth, hoy enterrada bajo doce metros de barro y ceniza. Luego, mi atenta guía me llevó hasta Little Bay, una aldea al borde de la playa donde se proyectaba construir la nueva capital.

Nos detuvimos allí a tomar una cerveza en el Green Monkey, el bar de una escuela de submarinismo aún activa. Mientras yo observaba la clientela local -básicamente norteamericanos retirados con aspecto de lobos de mar-, Sun fue a buscar en un barracón cercano un plato de pescado asado.

Por el hilo musical sonaba el hit local Hot Hot Hot, del montserratino Alphonsus «Arrow» Cassell, como me explicó luego mi acompañante.

Después de comer y de beber una segunda cerveza, Sun me dejó allí para irse al aeropuerto.

– Diles que te lleven a Rendez-Vous Beach -me recomendó-. Es la única playa de arena blanca de toda la isla. Prácticamente sólo se puede llegar por mar.

Tras agradecerle el consejo y las visitas me quedé en el bar, solo en la mesa con mi tercera Red Stripe -una cerveza de Jamaica-, pensando si me apetecía ir a esa playa.

Finalmente, la dueña de la tienda y el bar me convenció de que subiera a una embarcación con algunos expats a cambio de unos pocos dólares caribeños. Insistió en que me llevara un petate impermeable para que no se me mojara la ropa. No acabé de comprender esto, ya que llevaba debajo el bañador y no tenía intención de dejar mis prendas al borde del mar.

Pero pronto lo entendería.

7

Salí en un pequeño yate con seis británicos que se dirigían a Redonda, un islote deshabitado que podía verse desde muchos puntos de la isla. Antes, sin embargo, me dejarían en Rendez-Vous, que estaba a un par de kilómetros de Little Bay, detrás de un monte bastante elevado que cortaba la costa.

– ¿No guardas la ropa en la bolsa? -me preguntó el capitán del barco, un californiano de largas melenas.

– Ya me cambiaré en la playa -dije sin entender tanta insistencia con eso de la bolsa.

– Pero es que vas a tener que llegar a nado.

– ¿Cómo dices? -exclamé sorprendido.

– En esa playa no hay manera de atracar el barco, es demasiado peligroso. Me acercaré a unos cincuenta metros, pero tendrás que saltar al agua.

Arrepentido de haber aceptado aquella excursión, me desvestí apresuradamente y metí toda mi ropa en el petate de goma, que cerré lo más herméticamente que pude.

La embarcación rodeó la colina de Little Bay hasta avistar la playa de arenas blancas, donde en aquel momento había un solo visitante tendido al sol.

Me colgué el petate al hombro y salté al agua con resignación, mientras los británicos me observaban con curiosidad desde la cubierta. Como el oleaje era considerable, tuve que nadar vigorosamente durante diez minutos largos hasta alcanzar la playa. Una vez en tierra, vi que el yate se alejaba -volvería en un par de horas- en dirección a Redonda. Cuando hubo desaparecido, en el horizonte marino sólo quedó un barco de vela que parecía navegar a la deriva.

Abrí la bolsa y saqué una toalla que me habían prestado en el Green Monkey para tumbarme bajo el sol implacable.

Era una extraña sensación hallarme prácticamente solo en una playa tan grande, al amparo de una colina esmeralda que me separaba del mundo. Giré la mirada hacia el bañista que había visto desde el barco. Estaba a más de doscientos metros, pero pude ver que era una chica que tomaba el sol desnuda.

Me giré hacia el otro lado para no ser tomado por mirón, y cerré los ojos disfrutando del sol y del poderoso romper de las olas.

Cuando volví a abrirlos no podía creer lo que estaba viendo. Cloe estaba de pie -se había puesto un bikini rojo- y me observaba fijamente con un bolso de hilo colgado al hombro. Entendí, pasmado, que era la mujer que había visto a lo lejos tomar el sol.

Vista así, en paños menores, parecía mucho más joven de lo que había supuesto al verla vestida. Por la manera en que se exhibía, además, parecía muy consciente del efecto devastador que causaba en los hombres. Sin embargo, mi situación no invitaba precisamente a ese tipo de pensamientos.

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