– Vengo a estudiar el volcán.
Eso pareció bastarle, ya que me dedicó una amplia sonrisa y quiso invitarme a una cerveza. Antes de que pudiera aceptar, sin embargo, una pelirroja con ojos azules se plantó delante de la mesa. Tendría algo más de treinta años y, por la altura y palidez de la piel, parecía nórdica.
– ¿Eres Leo? -preguntó.
– Sí -respondí sorprendido-. ¿Te manda Sun a buscarme?
– Yo soy Sun -dijo.
Acto seguido, me invitó a sentarme a su lado en un Toyota Rav, que empezó a maniobrar por caminos de tierra entre casas de una sola planta. Las que no eran prefabricadas tenían el techo plano, muchas de ellas con pilares de varillas de hierro al desnudo, como si fuera inminente la construcción de una segunda planta.
Al observar decenas de casas interrumpidas en la misma fase de construcción, pregunté a la conductora y dueña de la casa a qué se debía:
– Hay una razón curiosa, aunque cueste creerla. Hace unos años el Gobierno local dictó una normativa de urbanismo en la que se fijaba que, para aprovechar el poco terreno habitable después de las erupciones, las casas de nueva construcción debían ser de dos plantas. Como la población está acostumbrada a vivir en una sola planta y la construcción de una segunda suponía mucho trabajo, prepararon estos encofrados para hacer ver que están en ello.
– Es decir, que nunca habrá segunda planta.
– Jamás. Sé que no parece muy atractivo, pero así es nuestra gente.
Tras veinte minutos de subidas, bajadas y curvas, llegamos a una casa bellamente ajardinada construida sobre un promontorio. Tenía incluso una piscina frente al mar.
Sun me mostró mi dormitorio, que estaba en una pulcra habitación azul con un pequeño escritorio arrimado a la ventana.
– ¿Eres vulcanólogo? -preguntó mientras me entregaba las llaves de la casa.
Me pareció chocante que me preguntara justo lo que había explicado al rastafari medio minuto antes de que llegara ella. Tras meditarlo unos segundos, pensé que lo mejor era matizar esa versión, ya que corría el riesgo de que cualquier persona de la isla -entre ellas, Sun- supiera más de volcanes que yo.
– No exactamente. Soy periodista, pero me han encargado un artículo sobre este volcán.
– Entonces, si tenemos una noche clara, te acercaré al observatorio para que veas La Soufriére escupiendo lava.
– Será todo un placer -dije seducido por ese plan-, pues lo cierto es que necesito mucha información para mi artículo, también sobre los blancos que viven en la isla.
– Ah, los expats. No hay problema, ¡aquí nos conocemos todos!
Hacía tiempo que no oía aquel término: «expat», abreviación de expatriados; es decir, blancos que abandonan su país para retirarse a un territorio alejado donde nadie pueda molestarlos.
Aquello me confirmó que Montserrat era el lugar idóneo donde ocultar el grial nazi y a sus seguidores.
Traté de dormir un poco -prácticamente no había pegado ojo en los aviones- para estar fresco para la visita nocturna al volcán, pero el estruendo de los insectos en el jardín no me lo permitió. Además de los grillos y cigarras, me llegaban extraños silbidos que atribuí a las iguanas.
Tumbado en la cama, me dediqué a leer un par de libros que me había prestado Sun sobre la isla de Montserrat.
Al parecer, los primeros habitantes que había tenido la isla, antes de ser avistada por Colón, la llamaron Alliouaguana, que en lengua amerindia significa «tierra de arbustos espinosos».
En 1632 fue colonizada por irlandeses católicos que huían de la persecución protestante. Éstos se referían a Montserrat como a «la isla esmeralda», porque les recordaba las colinas verdes de su país, y pusieron nombres anglosajones a las diferentes aldeas. Plantaron tabaco, azúcar y algodón, deportando africanos para su cultivo hasta la abolición de la esclavitud en 1834. Tras unos años bajo mandato francés, finalmente la isla pasó a ser un dominio británico.
Los esclavos que trabajaban hasta la extenuación y morían en las plantaciones eran los ancestros de los actuales montserratinos.
Tras leer esta breve historia oficial de Montserrat, tomé una recopilación de artículos aparecidos en otros países. Uno de ellos, del catalán Ángel Joaniquet, aportaba una visión alternativa de la fundación de la isla y de la figura de Bernat de Boíl, el eremita que le dio nombre:
Boíl descubrió un islote que le atrajo telúricamente, al cual bautizó con el nombre de Montserrat. Luliano convencido, Boíl quería extender el misticismo de Llull, mezcla de alquimia, gnosis y libertad de espíritu, a aquel nuevo mundo. (…) Pero el rey Fernando, poco amigo de las ciencias herméticas y crípticas, intuyó las pretensiones del ocultista Boíl y, aprovechando la muerte del abad Peralta, el mismo año de 1493, decide arruinar la tradición mística iluminada del monasterio de Montserrat y lo somete a la disciplina de los monjes vallisoletanos de San Benedicto.
Según el autor, a partir de este momento la isla de Montserrat fue idealizada por muchos místicos y soñadores catalanes y valencianos, que no se identificaban con la nueva sociedad que estaban creando los Habsburgo en la Península.
Entre estos rebeldes, un grupo de desclasados viajó hasta la isla y la convirtieron en una base de piratas para atacar los intereses de la corona española. Así como los hugonotes franceses se habían refugiado en la isla Tortuga, los filibusteros de Montserrat se dedicaban a asaltar los galeones castellanos para atacar el nuevo orden civil y religioso de inspiración austríaca.
Desde su exilio, los bucaneros catalanes estaban en contacto con los hugonotes de su tierra y con los monjes contestatarios de Montserrat. Llegaron a acumular importantes riquezas.
Uno de los episodios citados en el artículo tenía como protagonista al general de galeones Benavites. Tras ser acorralado por un corsario holandés, su flota embarrancó y muchos marinos españoles perdieron la vida. En connivencia con los holandeses, Benavites se llevó un abundante botín a la isla de Montserrat para ocultarlo. Posteriormente, en la corte de Madrid se sospechó que el embarrancamiento lo había provocado el mismo general.
Al parecer, el botín enterrado nunca fue descubierto.
La llegada de Sun con su coche me despertó de estas románticas historias de piratas, que confirmaban mi tesis -y probablemente la de Fleming- de que el grial nazi se hallaba en la isla.
Por la fascinación que sentía el Cuarto Reino por la mitología antigua y moderna, el hecho de que Montserrat hubiera albergado -y tal vez aún albergara- tesoros de valor incalculable era una razón adicional para situar allí el arma secreta de Hitler, fuera lo que fuese.
– ¿Estás listo? -me preguntó mi alegre anfitriona desde el otro lado de la ventana.
Durante la travesía nocturna hacia el MVO (Montserrat Vulcano Observatory), Sun me contó que había nacido en Canadá, pero que sus padres -una pareja de hippies- se habían instalado en la isla cuando ella tenía dos años. Desde entonces prácticamente no se había movido de allí. Tras pasar un par de años en una universidad de su país de nacimiento, los inviernos le habían parecido demasiado fríos y había regresado a Montserrat, donde ahora vivía de alquilar habitaciones.
– ¿Pero qué clase de gente viene aquí? -pregunté para rastrear la presencia del Cuarto Reino.
– Sobre todo científicos. En la casa he tenido colaboradores del observatorio de volcanes y estudiantes de física que realizan su tesis sobre sismología. También escritores de viajes y periodistas, como tú.
– Y entre los expats que viven en Montserrat, ¿has detectado a alguien extraño? -me atreví a preguntar.
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