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Camilo Cela: La Colmena

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Camilo Cela La Colmena

La Colmena: краткое содержание, описание и аннотация

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La acción de La colmena tiene lugar en Madrid a lo largo de dos días del mes de diciembre de 1942, aunque su episodio final sucede unos días más tarde, cuando ya el aire `va tomando cierto olor de navidad`. En esa realidad precisa, convertida en espacio narrativo, en ficción, se fija la mirada penetrante de Camilo José Cela para dejar apresadas en las páginas del relato la angustia, la mediocridad, la desesperanza de casi trescientos personajes que, cuidadosamente seleccionados por el autor, pretenden representar a todo un mundo ciudadano. La incertidumbre que viven desemboca en franca impotencia cuando constatan que la realidad es incomprensible y que en ella las cosas suceden inexorablemente, porque sí, sin que exista posibilidad alguna de intervenir para manipular el destino que les está reservado. En esta obra cumbre de la novela el siglo XX se nos ofrece una cala, fugaz pero implacable, en el corazón atrofiado de la colectividad.

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– No. Simplemente un sentimental.

Martín le acaricia la cara.

– Estás pálida, pareces una novia.

– No seas bobo.

– Sí, una recién casada…

Pura se puso seria.

– ¡Pues no lo soy!

Martin le besa los ojos delicadamente, igual que un poeta de dieciséis años.

– ¡Para mí, sí, Pura! ¡Ya lo creo que sí! La muchacha, llena de agradecimiento, sonríe con una resignada melancolía.

– ¡Si tú lo dices! ¡No sería malo! Martín se sentó en la cama.

– ¿Conoces un soneto de Juan Ramón que empieza "Imagen alta y tierna del consuelo"?

– No. ¿Quién es Juan Ramón?

– Un poeta.

– ¿Hacía versos?

– Claro.

Martín mira a Pura, casi con rabia, un instante tan sólo.

– Verás.

Imagen alta y tierna del consuelo
aurora de mis mares de tristeza,
lis de paz con olores de pureza,
¡precio divino de mi largo duelo!

– ¡Qué triste es, qué bonito!

– ¿Te gusta?

– ¡Ya lo creo que me gusta!

– Otro día te diré el resto.

El señor Ramón, con el torso desnudo, se chapuza en un hondo caldero de agua fría.

El señor Ramón es hombre fuerte y duro, hombre que come de recio, que no coge catarros, que bebe sus copas, que juega al dominó, que pellizca en las nalgas a las criadas de servir, que madruga al alba, que trabajó toda su vida.

El señor Ramón ya no es ningún niño. Ahora, como es rico, ya no se asoma al horno aromático y malsano donde se cuece el pan; desde la guerra no sale del despacho, que atiende esmeradamente, procurando complacer a todas las compradoras, estableciendo un turno pintoresco y exacto por edades, por estados, por condiciones y por pareceres.

El señor Ramón tiene nevada la pelambre del pecho.

– ¡Arriba, niña! ¡Qué es eso de estarse metida en la cama a estas horas, como una señorita!

La muchacha se levanta, sin decir ni palabra, y se lava un poco en la cocina.

La muchacha, por las mañanas tiene una tosecilla ligera, casi imperceptible. A veces coge algo de frío y entonces la tos se le hace un poco más ronca, como más seca.

– ¿Cuándo dejas a ese tísico desgraciado? -le dice, algunas mañanas, la madre.

A la muchacha, que es dulce como una flor y también capaz de dejarse abrir sin dar ni un solo grito, le entran entonces ganas de matar a la madre.

– ¡Asi reventases, mala víbora! -dice por lo bajo.

Victorita, con su abriguillo de algodón, va dando una carrera hasta la tipografía "El Porvenir", en la calle de la Ma dera, donde trabaja de empaquetadora, todo el santo dia de pie.

Hay veces en que Victorita tiene más frío que de costumbre y ganas de llorar, unas ganas inmensas de llorar.

Doña Rosa madruga bastante, va todos los dias a misa de siete.

Doña Rosa duerme, en este tiempo, con camisón de abrigo, un camisón de franela inventado por ella.

Doña Rosa, de vuelta de la iglesia, se compra unos churros, se mete en su Café por la puerta del portal -en su Café que semeja un desierto cementerio, con las sillas patas arriba, encima de las mesas, y la cafetera y el piano enfundados-, se sirve una copeja de ojén, y desayuna.

Doña Rosa, mientras desayuna, piensa en lo inseguro de los tiempos; en la guerra que, ¡Dios no lo haga!, van perdiendo los alemanes; en los camareros, el encargado, el echador, los músicos, hasta el botones, tienen cada dia más exigencias, más pretensiones, más humos.

Doña Rosa, entre sorbo y sorbo de ojén, habla sola, en voz baja, un poco sin sentido, sin ton ni son y a la buena de Dios.

– Pero quien manda aquí soy yo, ¡mal que os pese! Si quiero me echo otra copa y no tengo que dar cuenta a nadie. Y si me da la gana, tiro la botella contra un espejo. No lo hago porque no quiero. Y si quiero, echo el cierre para siempre y aquí no se despacha un café ni a Dios. Todo esto es mío, mi trabajo me costó levantarlo.

Doña Rosa, por la mañana temprano, siente que el Café es más suyo que nunca.

– El Café es como el gato, sólo que más grande. Como el gato es mío, si me da la gana le doy morcilla o lo mato a palos.

Don Roberto González ha de calcular que, desde su casa a la Diputación, hay más de media hora andando. Don Roberto González, salvo que esté muy cansado, va siempre a pie a todas partes. Dando un paseíto se estiran las piernas y se ahorra, por lo menos, una veinte a diario, treinta y seis pesetas al mes, casi noventa duros al año.

Don Roberto González desayuna una taza de malta con leche bien caliente y media barra de pan. La otra media la lleva, con un poco de queso manchego, para tomársela a media mañana.

Don Roberto González no se queja, los hay que están peor. Después de todo, tiene salud, que es lo principal.

El niño que canta flamenco duerme debajo de un puente, en el camino del cementerio. El niño que canta flamenco vive con algo parecido a una familia gitana, con algo en lo que, cada uno de los miembros que la forman, se las agencia como mejor puede, con una libertad y una autonomía absolutas.

El niño que canta flamenco se moja cuando llueve, se hiela si hace frío, se achicharra en el mes de agosto, mal guarecido a la escasa sombra del puente: es la vieja ley del Dios del Sinai.

El niño que canta flamenco tiene un pie algo torcido; rodó por un desmonte, le dolió mucho, anduvo cojeando algún tiempo…

Purita acarició la frente de Martín.

– Tengo un duro y pico en el bolso, ¿quieres que mande por algo para desayunar?

Martín, con la felicidad, había perdido la vergüenza. A todo el mundo le suele pasar lo mismo.

– Bueno.

– ¿Qué quieres, café y unos churros?

Martin se rió un poquito, estaba muy nervioso.

– No, café y dos bollos suizos, ¿te parece?

– A mí me parece lo que tú quieras. Purita besó a Martín. Martín saltó de la cama, dio dos vueltas por la habitación y se volvió a acostar.

– Dame otro beso.

– Todos los que tú quieras.

Martín, con un descaro absoluto, sacó el sobre de las colillas y lió un cigarrillo. Purita no se atrevió a decirle ni palabra. Martín tenía en la mirada casi el brillo del triunfador.

– Anda, pide el desayuno.

Purita se puso el vestido sobre la piel y salió al pasillo. Martín, al quedarse solo, se levantó y se miró al espejo.

Doña Margot, con los ojos abiertos, dormía el sueño de los justos en el Depósito, sobre el frío mármol de una de las mesas. Los muertos del Depósito no parecen personas muertas, parecen peleles asesinados, máscaras a las que se les acabó la cuerda.

Es más triste un títere degollado que un hombre muerto.

La señorita Elvira se despierta pronto, pero no madruga. A la señorita Elvira le gusta estarse en la cama, muy tapada, pensando en sus cosas, o leyendo "Los misterios de París" sacando sólo un poco la mano para sujetar el grueso, el mugriento, el desportillado volumen.

La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones.

La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, es cucaña, esa colmena…

¡Que Dios nos coja confesados!

Final

Han pasado tres o cuatro días. El aire va tomando cierto color de Navidad. Sobre Madrid, que es como una vieja planta con tiernos tallitos verdes, se oye, a veces, entre el hervir de la calle, el dulce voltear, el cariñoso voltear de las campanas de alguna capilla. Las gentes se cruzan, presurosas. Nadie piensa en el de al lado, en ese hombre que a lo mejor va mirando para el suelo; con el estómago deshecho o un quiste en un pulmón o la cabeza destornillada…

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