Camilo Cela - La Colmena

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La acción de La colmena tiene lugar en Madrid a lo largo de dos días del mes de diciembre de 1942, aunque su episodio final sucede unos días más tarde, cuando ya el aire `va tomando cierto olor de navidad`. En esa realidad precisa, convertida en espacio narrativo, en ficción, se fija la mirada penetrante de Camilo José Cela para dejar apresadas en las páginas del relato la angustia, la mediocridad, la desesperanza de casi trescientos personajes que, cuidadosamente seleccionados por el autor, pretenden representar a todo un mundo ciudadano. La incertidumbre que viven desemboca en franca impotencia cuando constatan que la realidad es incomprensible y que en ella las cosas suceden inexorablemente, porque sí, sin que exista posibilidad alguna de intervenir para manipular el destino que les está reservado. En esta obra cumbre de la novela el siglo XX se nos ofrece una cala, fugaz pero implacable, en el corazón atrofiado de la colectividad.

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– Si, eso está muy bien, pero a mí me da por pensar que eso no es más que cuestión de suerte. Ventura saltó en el asiento.

– ¿Suerte? ¡Ahí está el error! La suerte no existe, amigo mío, la suerte es como las mujeres, que se entrega a quienes la persiguen y no a quien las ve pasar por la calle sin decirles ni una palabra. Desde luego, lo que no se puede es estar aquí metido todo el santo día, como está usted, mirando para esa usurera del niño lila y estudiando las enfermedades de las vacas. Lo que yo le digo es que así no se va a ninguna parte.

Seoane coloca su violín sobre el piano, acaba de tocar "La cumparsita". Habla con Macario.

– Voy un momento al water.

Seoane marcha por entre las mesas. En su cabeza siguen dando vueltas los precios de las gafas.

– Verdaderamente, vale la pena esperar un poco. Las de veintidós son bastante buenas, a mi me parece.

Empuja con el pie la puerta donde se lee "Caballeros": dos tazas adosadas a la pared y una débil bombilla de quince bujías defendida con unos alambres. En su jaula, como un grillo, una tableta de desinfectante preside la escena.

Seoane está solo, se acerca a la pared, mira para el suelo.

¾¿Eh?

La saliva se le para en la garganta, el corazón le salta, un zumbido larguísimo se le posa en los oídos. Seoane mira para el suelo con mayor fijeza, la puerta está cerrada. Seoane se agacha precipitadamente. Sí, son cinco duros. Están un poco mojados, pero no importa. Seoane seca el billete con un pañuelo.

Al día siguiente volvió a la droguería.

– Las de treinta, señorita, deme las de treinta.

Sentados en el sofá, Lola y don Roque hablan. Don Roque está con el abrigo puesto y el sombrero encima de las rodillas. Lola, desnuda y con las piernas cruzadas. En la habitación arde un chubesqui, se está bastante caliente. Sobre la luna del armario se reflejan las figuras, hacen realmente una pareja extraña: don Roque, de bufanda y con el gesto preocupado; Lola, en cueros y de mal humor.

Don Roque está callado.

– Eso es todo.

Lola se rasca el ombligo y después se huele el dedo.

– ¿Sabes lo que te digo?

– Qué.

– Pues que tu chica y yo no tenemos nada que echarnos en cara, las dos podemos tratarnos de tú a tú. Don Roque grita:

– ¡Calla, te digo! ¡Que te calles!

– Pues me callo.

Los dos fuman. La Lola, gorda, desnuda y echando humo, parece una foca del circo.

– Eso de la foto de la niña es como lo de tu amigo enfermo.

– ¿Te quieres callar?

– ¡Venga ya, hombre, venga ya, con tanto callar y tanta monserga! ¡Si parece que no tenéis ojos en la cara! Ya dijimos en otro lado lo siguiente:

"Desde su marco dorado con purpurina, don Obdulio, enhiesto el bigote, dulce la mirada, protege, como un malévolo, picardeado diosecillo del amor, la clandestinidad que permite comer a su viuda."

Don Obdulio está a la derecha del armario, detrás de un macetero. A la izquierda, cuelga un retrato de la dueña, de joven, rodeada de perros lulús.

– Anda, vístete, no estoy para nada.

– Bueno. Lola piensa:

– La niña me la paga, ¡como hay Dios! ¡Vaya si me la paga!

Don Roque la pregunta:

– ¿Sales tú antes?

– No, sal tú, yo mientras me iré vistiendo.

Don Roque se va y Lola echa el pestillo a la puerta.

– Ahí donde está, nadie lo va a notar -piensa. Descuelga a don Obdulio y lo guarda en el bolso. Se arregla el pelo un poco en el lavabo y enciende un tritón.

El capitán Tesifonte parece reaccionar.

– Bueno… Probaremos fortuna…

– No va a ser verdad.

– Sí, hombre, ya lo verá usted. Un día que vaya usted de bureo, me llama y nos vamos juntos. ¿Hace?

– Hace, sí, señor. El primer día que me vaya por ahí, lo aviso.

El chamarilero se llama José Sanz Madrid. Tiene dos prenderías donde compra y vende ropas usadas y "objetos de arte", donde alquila smokings a los estudiantes y chaqués a los novios pobres.

– Métase ahí y pruébese, tiene donde elegir.

Efectivamente, hay donde elegir: colgados de cientos de

perchas, cientos de trajes esperan al cliente que los saque a tomar el aire.

Las prenderías están, una en la calle de los Estudios y otra, la más importante, en la calle de la Magdalena, hacia la mitad.

El señor José, después de merendar, lleva a Purita al cine, le gusta darse el lote antes de irse a la cama. Van al cine Ideal, enfrente del Calderón, donde ponen "Su hermano y él", de Antonio Vico, y "Un enredo de familia", de Mercedes Vecino, "toleradas" las dos. El cine Ideal tiene la ventaja de que es de sesión continua y muy grande, siempre hay sitio.

El acomodador los alumbra con la linterna.

– ¿Dónde?

– Pues por aquí. Aquí estamos bien. Purita y el señor José se sientan en la última fila. El señor José pasa una mano por el cuello de la muchacha.

– ¿Qué me cuentas?

– Nada, ¡ya ves!

Purita mira para la pantalla. El señor José le coge las manos.

– Estás fría.

– Sí, hace mucho frío.

Están algunos instantes en silencio. El señor José no acaba de sentarse a gusto, se mueve constantemente en la butaca.

– Oye.

– Qué.

– ¿En qué piensas?

– Psché…

– No le des más vueltas a eso; lo del Paquito yo te lo arreglo, yo tengo un amigo que manda mucho en Auxilio Social, es primo del gobernador civil de no sé dónde.

El señor José baja la mano hasta el escote de la chica.

– ¡Ay, qué fría!

– No te apures, yo la calentaré.

El hombre pone la mano en la axila de Purita, por encima de la blusa.

– ¡Qué caliente tienes el sobaco!

– Sí.

Purita tiene mucho calor debajo del brazo, parece como si estuviera mala.

– ¿Y tú crees que el Paquito podrá entrar?

– Mujer, yo creo que si, que a poco que pueda mi amigo, ya entrará.

– ¿Y tú amigo querrá hacerlo?

El señor José tiene la otra mano en una liga de Purita. Purita, en el invierno, lleva liguero, las ligas redondas no se le sujetan bien porque está algo delgada. En el verano va sin medias; parece que no, pero supone un ahorro, ¡ya lo creo!

– Mi amigo hace lo que yo le mando, me debe muchos favores.

– ¡Ojalá! ¡Dios te oiga!

– Ya lo verás como sí.

La chica está pensando, tiene la mirada triste, perdida. El señor José le separa un poco los muslos, se los pellizca.

– ¡Con el Paquito en la guardería, ya es otra cosa!

El Paquito es el hermano pequeño de la chica. Son cinco hermanos y ella, seis: Ramón, el mayor, tiene veintidós años y está haciendo el servicio en África; Mariana, que la pobre está enferma y no puede moverse de la cama, tiene dieciocho; Julio, que trabaja de aprendiz en una imprenta, anda por los catorce; Rosita tiene once, y Paquito, el más chico, nueve. Purita es la segunda, tiene veinte años, aunque quizá represente alguno más.

Los hermanos viven solos. Al padre lo fusilaron, por esas cosas que pasan, y la madre murió, tísica y desnutrida, el año 41.

A Julio le dan cuatro pesetas en la imprenta. El resto se lo tiene que ganar Purita a pulso, callejeando todo el día, recalando después de la cena por casa de doña Jesusa.

Los chicos viven en un sotabanco de la calle de la Terne ra. Purita para en una pensión, asi está más libre y puede recibir recados por teléfono. Purita va a verlos todas las mañanas, a eso de las doce o la una. A veces, cuando no tiene compromiso, también almuerza con ellos; en la pensión le guardan la comida para que se la tome a la cena, si quiere.

El señor José tiene ya la mano, desde hace rato, dentro del escote de la muchacha.

– ¿Quieres que nos vayamos?

– ¡Si tú quieres!

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