Camilo Cela - La Colmena

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La acción de La colmena tiene lugar en Madrid a lo largo de dos días del mes de diciembre de 1942, aunque su episodio final sucede unos días más tarde, cuando ya el aire `va tomando cierto olor de navidad`. En esa realidad precisa, convertida en espacio narrativo, en ficción, se fija la mirada penetrante de Camilo José Cela para dejar apresadas en las páginas del relato la angustia, la mediocridad, la desesperanza de casi trescientos personajes que, cuidadosamente seleccionados por el autor, pretenden representar a todo un mundo ciudadano. La incertidumbre que viven desemboca en franca impotencia cuando constatan que la realidad es incomprensible y que en ella las cosas suceden inexorablemente, porque sí, sin que exista posibilidad alguna de intervenir para manipular el destino que les está reservado. En esta obra cumbre de la novela el siglo XX se nos ofrece una cala, fugaz pero implacable, en el corazón atrofiado de la colectividad.

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– ¿Cuánto te quieres gastar?

– Cuatro o cinco duros.

– Por cinco duros te puedo dar uno que tiene gracia; no es muy grande, ésa es la verdad, pero es auténtico. Además lo tengo con marquito y todo, así lo compré. Si es para un regalo, te viene que ni pintiparado.

– Sí, es para dárselo a una chica.

– ¿A una chica? Pues como no sea una ursulina, ni hecho a la medida, ahora lo verás. Vamos a fumarnos el pitillo con calma, nadie nos apura.

– ¿Cómo es?

– Ahora lo vas a ver, es una Venus que debajo lleva unas figuritas. Tiene unos versos en toscano o en provenzal, yo no sé.

Rómulo deja el cigarro sobre la mesa y enciende la luz del pasillo. Vuelve al instante con una marco, que limpia con la manga del guardapolvo.

– Mira.

El grabado es bonito, está iluminado.

– Los colores son de la época.

– Eso parece.

– Sí, sí, de eso puedes estar seguro.

El grabado representa una Venus rubia, desnuda completamente, coronada de flores. Está de pie, dentro de una orla dorada. La melena le llega, por detrás, hasta las rodillas. Encima del vientre tiene la rosa de los vientos, es todo muy simbólico. En la mano derecha tiene una flor y en la izquierda, un libro. El cuerpo de la Venus se destaca sobre un cielo azul, todo lleno de estrellas. Dentro de la misma orla, hacia abajo, hay dos círculos pequeños, el de debajo del libro con un Tauro y el de debajo de la flor con una Libra. El pie del grabado representa una pradera rodeada de árboles. Dos músicos tocan, uno un laúd y otro un arpa, mientras tres parejas, dos sentadas y una paseando, conversan. En los ángulos de arriba, dos ángeles soplan con los carrillos hinchados. Debajo hay cuatro versos que no se entienden.

– ¿Qué dice aquí?

– Por detrás está, me lo tradujo Rodríguez Entrena, el catedrático de Cardenal Cisneros. Por detrás, escrito a lápiz, se lee:

Venus, granada en su ardor,

enciende los corazones gentiles donde hay un cantar.

Y con danzas y vagas fiestas por amor,

induce con un suave divagar.

– ¿Te gusta?

– Sí, a mí todas estas cosas me gustan mucho. El mayor encanto de todos estos versos es su imprecisión, ¿no crees?

– Sí, eso me parece a mí. Martín saca otra vez la cajetilla.

– ¡Bien andas de tabaco!

– Hoy. Hay dias que no tengo ni gota, que ando guardando las colillas de mi cuñado, eso lo sabes tú.

Rómulo no contesta, le parece más prudente, sabe que el tema del cuñado saca de quicio a Martin.

– ¿En cuánto me lo dejas?

– Pues mira, en veinte; te habia dicho veinticinco, pero si me das veinte te lo llevas. A mí me costó quince y lleva ya en el estante cerca de un año. ¿Te hace en veinte?

– Venga, dame un duro de vuelta.

Martín se lleva la mano al bolsillo. Se queda un instante parado, con las cejas fruncidas, como pensando. Saca el pañuelo que pone sobre las rodillas.

– Juraría que estaba aquí. Martín se pone de pie.

– No me explico…

Busca en los bolsillos del pantalón, saca los forros fuera.

– ¡Pues la he hecho buena! ¡Lo único que me faltaba!

– ¿Qué te pasa?

– Nada, prefiero no pensarlo.

Martín mira en los bolsillos de la americana, saca la vieja, deshilachada cartera, llena de tarjetas de amigos, de recortes de periódico.

– ¡La he pringado!

– ¿Has perdido algo?

– Los cinco duros…

Juita siente una sensación rara. A veces nota como un pesar, mientras que otras veces tiene que hacer esfuerzos para no sonreír.

– La cabeza humana -piensa- es un aparato poco perfecto. ¡Si se pudiera leer como en un libro lo que pasa por dentro de las cabezas! No, no; es mejor que siga todo así, que no podamos leer nada, que nos entendamos los unos con los otros sólo con lo que queramos decir, ¡qué carajo!, ¡aunque sea mentira!

A Julita, de cuando en cuando, le gusta decir a solas algún taco.

Por la calle van cogidos de la mano, parecen un tío con una sobrina que saca de paseo.

La niña, al pasar por la portería, vuelve la cabeza para el otro lado. Va pensando y no ve el primer escalón.

– ¡A ver si te desgracias!

– No.

Doña Celia les sale a abrir.

– ¡Hola, don Francisco!

– ¡Hola, amiga mía! Que pase la chica por ahí, quería hablar con usted.

– ¡Muy bien! Pasa por aquí, hija, siéntate donde quieras.

La niña se sienta en el borde de una butaca forrada de verde. Tiene trece años y el pecho le apunta un poco, como una rosa pequeñita que vaya a abrir. Se llama Merceditas Olivar Vallejo, sus amigas le llaman Merche. La familia le desapareció con la guerra, unos muertos, otros emigrados. Merche vive con una cuñada de la abuela, una señora vieja llena de puntillas y pintada como una mona, que lleva peluquín y que se llama doña Carmen. En el barrio a doña Carmen la llaman, por mal nombre, "Pelo de muerta". Los chicos de la calle prefieren llamarle "Saltaprados".

Doña Carmen vendió a Merceditas por cien duros, se la compró don Francisco, el del consultorio.

Al hombre le dijo:

– ¡Las primicias, don Francisco, las primicias! ¡Un clavelito!

Y a la niña:

– Mira, hija, don Francisco lo único que quiere es jugar, y además, ¡algún día tenía que ser! ¿No comprendes?

La cena de la familia Moisés fue alegre aquella noche.

Doña Visi está radiante y Julita sonríe, casi ruborosa. La procesión va por dentro.

Don Roque y las otras dos hijas están también contagiados, todavía sin saber por qué, de la alegría. Don Roque, en algunos momentos, piensa en aquello que le dijo Julita en las escaleras: "Pues… de la fotografía", y el tenedor le tiembla un poco en la mano; hasta que se le pasa, no se atreve a mirar a la hija.

Ya en la cama, doña Visi tarda en dormirse, su cabeza no hace más que dar vueltas alrededor de lo mismo.

– ¿Sabes que a la niña le ha salido novio?

– ¿A Julita?

– Sí, un estudiante de Notarías.

Don Roque da una vuelta entre las sábanas.

– Bueno, no eches las campanas a vuelo, tú eres muy aficionada a dar en seguida tres cuartos al pregonero. Ya veremos en qué queda todo.

– ¡Ay, hijo, tú siempre echándome jarros de agua fría!

Doña Visi se duerme llena de sueños felices. La vino a despertar, al cabo de las horas, la esquila de un convento de monjas pobres, tocando el alba.

Doña Visi tenía el ánimo dispuesto para ver en todo felices presagios, dichosos augurios, seguros signos de bienaventuranza y de felicidad.

6

La mañana.

Entre sueños, Martín oye la vida de la ciudad despierta. Se está a gusto escuchando, desde debajo de las sábanas, con una mujer viva al lado, viva y desnuda, los ruidos de la ciudad, su alborotador latido; los carros de los traperos que bajan de Fuencarral y de Chamartín, que suben de las Ventas y de las Injurias, que vienen desde el triste, desolado paisaje del cementerio y que pasaron -caminando desde hace ya varias horas bajo el frió- al lento, entristecido remolque de un flaco caballo, de un burro gris y como preocupado. Y las voces de las vendedoras que madrugan, que van a levantar sus puestecillos de frutas en la calle del General Porlier. Y las lejanas, inciertas primeras bocinas. Y los gritos de los niños que van al colegio, con la cartera al hombro y la tierna, olorosa merienda en el bolsillo…

En la casa, el trajín más próximo suena, amorosamente, dentro de la cabeza de Martín. Doña Jesusa, la madrugadora doña Jesusa, que después de comer, durante la siesta, para compensar, dispone la labor de las asistentas, viejas golfas en declive, las unas; amorosas, dulcísimas, domésticas madres de familia, las más. Doña Jesusa tiene por las mañanas siete asistentas. Sus dos criadas duermen hasta la hora del almuerzo, hasta las dos de la tarde, en la cama que pueden, en el lecho misterioso que más temprano se vació, quién sabe si como una tumba, dejando prisionero entre los hierros de la cabecera todo un hondo mar de desdicha, guardando entre la crin de su colchón el aullido del joven esposo que por primera vez, sin darse cuenta, engañó a su mujer, que era una muchacha encantadora, con cualquier furcia llena de granos y de mataduras como una mula: a su mujer que le esperaba levantada, igual que todas las noches, haciendo calceta al casi muerto fuego del brasero, acunando al niño con el pie, leyendo una larga, interminable novela de amor, pensando difíciles, complejas estrategias económicas que le llevarían, con un poco de suerte, a poder comprarse un par de medias.

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