Camilo Cela - La Colmena

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La acción de La colmena tiene lugar en Madrid a lo largo de dos días del mes de diciembre de 1942, aunque su episodio final sucede unos días más tarde, cuando ya el aire `va tomando cierto olor de navidad`. En esa realidad precisa, convertida en espacio narrativo, en ficción, se fija la mirada penetrante de Camilo José Cela para dejar apresadas en las páginas del relato la angustia, la mediocridad, la desesperanza de casi trescientos personajes que, cuidadosamente seleccionados por el autor, pretenden representar a todo un mundo ciudadano. La incertidumbre que viven desemboca en franca impotencia cuando constatan que la realidad es incomprensible y que en ella las cosas suceden inexorablemente, porque sí, sin que exista posibilidad alguna de intervenir para manipular el destino que les está reservado. En esta obra cumbre de la novela el siglo XX se nos ofrece una cala, fugaz pero implacable, en el corazón atrofiado de la colectividad.

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Macario y su novia, muy cogiditos de la mano, están sentados en un banco, en el cuchitril de la señora Fructuosa, tía de Matildita y portera en la calle de Fernando VI.

– Hasta siempre…

Matildita y Macario hablan en un susurro.

– Adiós, pajarito mío, me voy a trabajar.

– Adiós, amor, hasta mañana. Yo estaré todo el tiempo pensando en ti.

Macario aprieta largamente la mano de la novia y se le vanta; por el espinazo le corre un temblor.

– Adiós, señora Fructuosa, muchas gracias.

– Adiós, hijo, de nada.

Macario es un chico muy fino que todos los días da las gracias a la señora Fructuosa. Matildita tiene el pelo como la panocha y es algo corta de vista. Es pequeñita y graciosa, aunque feuchina, y da, cuando puede, alguna clase de piano. A las niñas les enseña tangos de memoria, que es de mucho efecto.

En su casa siempre echa una manó a su madre y a su hermana Juanita, que bordan para fuera.

Matildita tiene treinta y nueve años.

Las hijas de doña Visi y de don Roque, como ya saben los lectores de "El querubín misionero", son tres: las tres jóvenes, las tres bien parecidas, las tres un poco frescas, un poco ligeras de cascos.

La mayor se llama Julita, tiene veintidós años y lleva el pelo pintado de rubio. Con la melena suelta y ondulada, parece Jean Harlow.

La del medio se llama Visitación, como la madre, tiene veinte años y es castaña, con los ojos profundos y soñadores.

La pequeña se llama Esperanza. Tiene novio formal, que entra en casa y habla de política con el padre. Esperanza está ya preparando su equipo y acaba de cumplir los diecinueve años.

Julita, la mayor, anda por aquellas fechas muy enamoriscada de un opositor a Notarías que le tiene sorbida la sesera. El novio se llama Ventura Aguado Sans, y lleva ya siete años, sin contar los de la guerra, presentándose a Notarías sin éxito alguno.

– Pero, hombre, preséntate de paso a Registros -le suele decir su padre, un cosechero de almendra de Riudecols, en el campo de Tarragona.

– No, papá, no hay color.

– Pero, hijo, en Notarías, ya lo ves, no sacas plaza ni de milagro.

– ¿Que no saco plaza? ¡El día que quiera! Lo que pasa es que para no sacar Madrid o Barcelona, no merece la pena. Prefiero retirarme, siempre se queda mejor. En Notarías, el prestigio es una cosa muy importante, papá.

– Sí, pero, vamos… ¿Y Valencia? ¿Y Sevilla? ¿Y Zaragoza? También deben estar bastante bien, creo yo.

– No, papá, sufres un error de enfoque. Yo tengo hecha mi composición de lugar. Si quieres, lo dejo…

– No, hombre, no, no saques las cosas de quicio. Sigue. En fin, ¡ya que has empezado! Tú de eso sabes más que yo.

– Gracias, papá, eres un hombre inteligente. Ha sido una gran suerte para mí ser hijo tuyo.

– Es posible. Otro padre cualquiera te hubiera mandado al cuerno hace ya una temporada. Pero bueno, lo que yo me digo, ¡si algún día llegas a notario!

– No se tomó Zamora en una hora, papá.

– No, hijo, pero mira, en siete años y pico ya hubo tiempo de levantar otra Zamora al lado, ¿eh? Ventura sonríe.

– Llegaré a notario de Madrid, papá, no lo dudes. ¿Un lucky?

– ¿Eh?

– ¿Un pitillo rubio?

– ¡Huy, huy! No, deja, prefiero del mío.

Don Ventura Aguado Despujols piensa que su hijo, fumando pitillos rubios como una señorita, no llegará nunca a notario. Todos los notarios que él conoce, gente seria, grave, circunspecta y de fundamento, fuman tabaco de cuarterón.

– ¿Te sabes ya el Castan de memoria?

– No, de memoria, no; es de mal efecto.

– ¿Y el código?

– Si, pregúntame lo que quieras y por donde quieras.

– No, era sólo por curiosidad.

Ventura Aguado Sans hace lo que quiere de su padre, lo abruma con eso de la composición de lugar y del error de enfoque.

La segunda de las hijas de doña Visi, Visitación, acaba de reñir con su novio, llevaban ya un año de relaciones. Su antiguo novio se llama Manuel Cordel Esteban y es estudiante de Medicina. Ahora, desde una semana, la chica sale con otro muchacho, también estudiante de Medicina. A rey muerto, rey puesto.

Visi tiene una intuición profunda para el amor. El primer día permitió que su nuevo acompañante le estrechase la mano, con cierta calma, ya durante la despedida, a la puerta de su casa; habían estado merendando té con pastas en Garibay. El segundo, se dejó coger del brazo para cruzar las calles; estuvieron bailando y tomándose una media combinación en Casablanca. El tercero, abandonó la mano, que él llevó cogida toda la tarde; fueron a oír música y a mirarse, silenciosos, al Café María Cristina.

– Lo clásico, cuando un hombre y una mujer empiezan a amarse -se atrevió a decir él, después de mucho pensarlo.

El cuarto, la chica no opuso resistencia a dejarse coger del brazo, hacia como que no se daba cuenta.

– No, al cine, no. Mañana.

El quinto, en el cine, él la besó furtivamente, en una mano. El sexto, en el Retiro, con un frío espantoso, ella dio la disculpa que no lo es, la disculpa de la mujer que tiende su puente levadizo.

– No, no, por favor, déjame, te lo suplico, no he traído la barra de los labios, nos pueden ver…

Estaba sofocada y las aletas de la nariz le temblaban al respirar. Le costó un trabajo inmenso negarse, pero pensó que la cosa quedaba mejor así, más elegante.

El séptimo, en un palco del Cine Bilbao, él, cogiéndola de la cintura, le suspiró al oido:

– Estamos solos, Visi…, querida Visi, vida mía.

Ella dejando caer la cabeza sobre su hombro, habló con un hilo de voz, con un hilito de voz delgada, quebrado, lleno de emoción.

– Sí, Alfredo, ¡qué feliz soy!

A Alfredo Ángulo Echevarría le temblaron las sienes vertiginosamente, como si tuviese calentura, y el corazón le empezó a latir a una velocidad desusada.

– Las suprarrenales. Ya están ahí las suprarrenales soltando su descarga de adrenalina.

La tercera de las niñas, Esperanza, es ligera como una golondrina, tímida como una paloma. Tiene sus conchas, como cada quisque, pero sabe que le va bien su papel de futura esposa, y habla poco y con voz suave y dice a todo el mundo:

– Lo que tú quieras, yo hago lo que tú quieras.

Su novio, Agustín Rodríguez Silva, le lleva quince años y es dueño de una droguería de la calle Mayor.

El padre de la chica está encantado, su futuro yerno le parece un hombre de provecho. La madre también lo está.

– Jabón Lagarto, del de antes de la guerra, de ese que nadie tiene, y todo, todito lo que le pida, le falta tiempo para traérmelo.

Sus amigas la miran con cierta envidia. ¡Qué mujer dé suerte! ¡Jabón Lagarto!

Doña Celia está planchando unas sábanas cuando suena el teléfono.

¾¿Diga?

– Doña Celia, ¿es usted? Soy don Francisco.

– ¡Hola, don Francisco! ¿Qué dice usted de bueno?

– Pues ya ve, poca cosa. ¿Va a estar usted en casa?

– Si, sí, yo de aquí no me muevo, ya sabe usted.

– Bien, yo iré a eso de las nueve.

– Cuando usted guste, ya sabe que usted me manda. ¿Llamo a…?

– No, no llame a nadie.

– Bien, bien.

Doña Celia colgó el teléfono, chascó los dedos, y se metió en la cocina, a echarse al cuerpo una copita de anís. Había días en que todo se ponía bien. Lo malo es que también se presentaban otros en los que las cosas se torcían y, al final, no se vendía una escoba.

Doña Ramona Bragado, cuando doña Matilde y doña Asunción se marcharon de la lechería, se puso el abrigo y se fue a la calle de la Madera, donde trataba de catequizar, a una chica que estaba empleada de empaquetadora en una imprenta.

– ¿Está Victorita?

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