– No, hija, ¡cómo te voy a matar con el juzgado en casa! Anda, vete a la cama. ¡Lo único que nos faltaba ahora es que tu querido resultase ser el asesino de doña Margot!
Para distraer al grupo de la calle, que era ya de varios cientos de personas, un gitanillo de unos seis años cantaba flamenco, acompañándose con sus propias palmas. Era un gitanito simpático, pero ya muy visto…
Estando un maestro sastre
cortando unos pantalones,
pasó un chavea gitano
que vendía camarones.
Cuando sacaron a doña Margot, camino del depósito, el niño se calló respetuoso.
Don Pablo, después de la comida, se va a un tranquilo Café de la calle de San Bernardo, a jugar una partida de ajedrez con don Francisco Robles y López-Patón, y a eso de las cinco y media sale en busca de doña Pura para dar una vuelta y recalar por el Café de doña Rosa, a merendar su chocolatito, que siempre le parece que está un poco aguado.
En una mesa próxima, al lado de una ventana, cuatro hombres juegan al dominó: don Roque, don Emilio Rodríguez Ronda, don Tesifonte Ovejero y el señor Ramón.
Don Francisco Robles y López-Patón, médico de enfermedades secretas, tiene una chica, la Amparo, que está casada con don Emilio Rodríguez Ronda, médico también. Don Roque es marido de doña Visi, la hermana de doña Rosa; don Roque Moisés Vázquez, según su cuñada, es una de las peores personas del mundo. Don Tesifonte Ovejero y Solana, capitán veterinario, es un buen señorito de pueblo, un poco apocado, que lleva una sortija con una esmeralda. El señor Ramón, por último, es un panadero que tiene una tahona bastante importante cerca de por allí.
Estos seis amigos de todas las tardes son gente tranquila, formal, con algún devaneo sin importancia, que se llevan bien, que no discuten, y que hablan de mesa a mesa, por encima de las conversaciones del juego, al que no siempre prestan gran interés.
Don Francisco acaba de perder un alfil.
– ¡Mal se pone la cosa!
– ¡Mal! Yo, en su lugar, abandonaba.
– Yo no.
Don Francisco mira para su yerno, que va de pareja con el veterinario.
– Oye, Emilio, ¿cómo está la niña? La niña es la Amparo.
– Bien, ya está bien, mañana la levanto.
– ¡Vaya, me alegro! Esta tarde va a ir la madre por vuestra casa.
– Muy bien. ¿Usted va a venir?
– No sé, ya veremos si puedo.
La suegra de don Emilio se llama doña Soledad, doña Soledad Castro de Robles.
El señor Ramón ha dado salida al cinco doble, que se le habia atragantado. Don Tesifonte le gasta la broma de siempre:
– Afortunado en el juego…
– Y al revés, mi capitán, usted ya me entiende.
Don Tesifonte pone mala cara mientras los amigos se ríen. Don Tesifonte, ésa es la verdad, no es afortunado ni con las mujeres ni con las fichas. Se pasa el día encerrado, no sale más que para jugar su partidita.
Don Pablo, que tiene la partida ganada, está distraído, no hace caso del ajedrez.
– Oye, Roque, ayer tu cuñada estaba de mala uva. Don Roque hace un gesto de suficiencia, como de estar ya de vuelta de todo.
– Lo está siempre, yo creo que nació ya de mala uva. ¡Mi cuñada es una bestia parda! ¡Si no fuera por las niñas, ya le habia puesto yo las peras a cuarto hace una temporada! Pero, en fin, ¡paciencia y barajar! Estas tías gordas y medio bebidas suelen durar mucho.
Don Roque piensa que, sentándose y esperando, el Café " La Delicia ", entre otro montón de cosas, será algún día de sus hijas. Bien mirado, a don Roque no le faltaba razón, y además la cosa merecía, sin duda alguna, la pena de aguantar, aunque fuesen cincuenta años. París bien vale una misa.
Doña Matilde y doña Asunción se reúnen todas las tardes, nada más comer, en una lechería de la calle de Fuencarral, donde son amigas de la dueña, doña Ramona Bragado, una vieja teñida pero muy chistosa, que había sido artista allá en los tiempos del general Prim. Doña Ramona, que recibió, en medio de un escándalo mayúsculo, una manda de diez mil duros de testamento del Marqués dé Casa Peña Zurana -el que fue senador y dos veces Subsecretario de Hacienda-que había sido querido suyo lo menos veinte años, tuvo cierto sentido común y en vez de gastarse los cuartos, tomó el traspaso de la lechería, que marchaba bastante bien y que tenía una clientela muy segura. Además, doña Ramona, que no se perdía, se dedicaba a todo lo que apareciese y era capaz de sacar pesetas de debajo de los adoquines; uno de los comercios que mejor se le daba era el andar siempre de trapichera y de correveidile, detrás del telón de la lechería, soplando dorados y bien adobados embustes en los oídos de alguna mocita que quería comprarse un bolso, y poniendo después la mano cerca del arca de algún señorito haragán, de esos que prefieren no molestarse y que se lo den todo hecho. Hay algunas personas que lo mismo sirven para un roto que para un descosido.
Aquella tarde estaba alegre la tertulia de la lechería.
– Traiga usted unos bollitos, doña Ramona, que yo pago.
– ¡Pero, hija! ¿Le ha caído a usted la lotería?
– jHay muchas loterías, doña Ramona! He tenido carta de la Paquita, desde Bilbao. Mire usted lo que dice aquí.
– ¿A ver? ¿A ver?
– Lea usted, yo cada vez tengo menos vista: lea usted aquí abajo.
Doña Ramona se caló los lentes y leyó:
– "La esposa de mi novio ha fallecido de unas anemias perniciosas." ¡Caray, doña Asunción, así ya se puede!
– Siga, siga.
– "Y mi novio dice que ya no usemos nada y que si quedo en estado, pues él se casa." ¡Pero, hija, si es usted la mujer de la suerte!
– Sí, gracias a Dios, tengo bastante suerte con esta hija.
– ¿Y el novio es el catedrático?
– Sí, don José María de Samas, catedrático de Psicología, Lógica y Ética.
– ¡Pues, hija, mi enhorabuena! ¡Bien la ha colocado!
– ¡Si, no va mal!
Doña Matilde también tenía su buena noticia que contar, no era una noticia definitiva, como podía serlo la de la Paquita, pero era, sin duda, una buena noticia. A su niño, el Florentino del Mare Nostrum, le había salido un contrato muy ventajoso para Barcelona, para trabajar en un salón del Paralelo, en un espectáculo de postín que se llamaba "Melodías de la Raza " y que, como tenia un fondo patriótico, esperaban que fuese patrocinado por las autoridades.
– A mí me da mucho sosiego que trabaje en una gran capital; en los pueblos hay mucha incultura y, a veces, a esta clase de artistas les tiran piedras. ¡Como si no fueran como los demás! Una vez, en Jadraque, tuvo que intervenir hasta la Guardia Civil; si no llega a tiempo, al pobrecito mío lo despellejan aquellos seres desalmados y sin cultura que lo único que les gusta es la bronca y decir ordinarieces a las estrellas. ¡Angelito, qué susto más grande le hicieron pasar!
Doña Ramona asentía.
– Sí, sí, en una gran capital como Barcelona está mucho mejor; se aprecia más su arte, lo respetan más, ¡todo!
– ¡Ay, sí! A mí, cuando me dice que se va de tourné por los pueblos, es que me da un vuelco el corazón. ¡Pobre Florentinín, con lo sensible que él es, teniendo que trabajar para un público tan atrasado y, como él dice, lleno de prejuicios! ¡Qué horror!
– Sí, verdaderamente. Pero, ¡en fin!, ahora va bien…
– Sí, ¡si le durase!
Laurita y Pablo suelen ir a tomar café a un bar de lujo, donde uno que pase por la calle casi no se atreve ni a entrar, que hay detrás de la Gran Vía. Para llegar hasta las mesas -media docenita, no más, todas con tapetillo y un florero en el medio- hay que pasar por la barra, casi desierta, con un par de señoritas soplando coñac y cuatro o cinco pollitos tarambanas jugándose los cuartos de casa a los dados.
Читать дальше