Camilo Cela - La Colmena

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La acción de La colmena tiene lugar en Madrid a lo largo de dos días del mes de diciembre de 1942, aunque su episodio final sucede unos días más tarde, cuando ya el aire `va tomando cierto olor de navidad`. En esa realidad precisa, convertida en espacio narrativo, en ficción, se fija la mirada penetrante de Camilo José Cela para dejar apresadas en las páginas del relato la angustia, la mediocridad, la desesperanza de casi trescientos personajes que, cuidadosamente seleccionados por el autor, pretenden representar a todo un mundo ciudadano. La incertidumbre que viven desemboca en franca impotencia cuando constatan que la realidad es incomprensible y que en ella las cosas suceden inexorablemente, porque sí, sin que exista posibilidad alguna de intervenir para manipular el destino que les está reservado. En esta obra cumbre de la novela el siglo XX se nos ofrece una cala, fugaz pero implacable, en el corazón atrofiado de la colectividad.

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– Mucho.

El camarero se acerca. Es un camarero joven, bien vestido, con el negro pelo rizado y el ademán apuesto. Laurita procura no mirarle; Laurita tiene un directo, un inmediato concepto del amor y de la fidelidad.

– La señorita, consomé; lenguado al horno y pechuga Villeroy. Yo voy a tomar consomé y lubina hervida, con aceite y vinagre.

– ¿No vas a comer más?

– No, nena, no tengo ganas. Pablo se vuelve al camarero.

– Media de Sauternes y otra media de Borgoña. Está bien.

Laurita, por debajo de la mesa, acaricia una rodilla de Pablo.

– ¿Estás malo?

– No, malo, no; he estado toda la tarde a vueltas con la comida, pero ya me pasó. Lo que no quiero es que repita.

La pareja se miró a los ojos y con los codos apoyados sobre la mesa, se cogieron las dos manos apartando un poco el florerito.

En un rincón, una pareja que ya no se coge las manos, mira sin demasiado disimulo.

– ¿Quién es esa conquista de Pablo?

– No sé, parece una criada, ¿te gusta?

– Psché, no está mal…

– Pues vete con ella, si te gusta, no creo que te sea demasiado difícil.

– ¿Ya estás?

– Quien ya está eres tú. Anda, rico, déjame tranquila que no tengo ganas de bronca; esta temporada estoy muy poco folklórica.

El hombre enciende un pitillo.

– Mira, Mari Tere, ¿sabes lo que te digo?, que asi no vamos a ningún lado.

– ¡Muy flamenco estás tú! Déjame si quieres, ¿no es eso lo que buscas? Todavía tengo quien me mire a la cara.

– Habla más bajo, no tenemos por qué dar tres cuartos al pregonero.

La señorita Elvira deja la novela sobre la mesa de noche y apaga la luz. "Los misterios de París" se quedan a oscuras al lado de un vaso mediado de agua, de unas medias usadas y de una barra de rouge ya en las últimas.

Antes de dormirse, la señorita Elvira siempre piensa un poco.

– Puede que tenga razón doña Rosa. Quizá sea mejor volver con el viejo, así no puedo seguir. Es un baboso, pero, ¡después de todó!, ya no tengo mucho donde escoger. La señorita Elvira se conforma con poco, pero ese poco casi nunca lo consigue. Tardó mucho tiempo en enterarse de cosas que, cuando las aprendió, le cogieron ya con los ojos llenos de patas de gallo y los dientes picados y ennegrecidos. Ahora se conforma con no ir al hospital, con poder seguir en su miserable fonducha; a lo mejor, dentro de unos años, su sueño dorado es una cama en el hospital, al lado del radiador de la calefacción.

El gitanillo, a la luz de un farol, cuenta un montón de calderilla. El día no se le dio mal: ha reunido, cantando desde la una de la tarde hasta las once de la noche, un duro y sesenta céntimos. Por el duro de calderilla le dan cinco cincuenta en cualquier bar; los bares andan siempre mal de cambios.

El gitanillo cena, siempre que puede, en una taberna que hay por detrás de la calle de Preciados, bajando por la costanilla de los Ángeles; un plato de alubias, pan y un plátano le cuestan tres veinte.

El gitanillo se sienta, llama al mozo, le da las tres veinte y espera a que le sirvan.

Después de cenar sigue cantando, hasta las dos, por la calle de Echegaray, y después procura coger el tope del último tranvía. El gitanillo, creo que ya lo dijimos, debe andar por los seis años.

Al final de Narváez está el bar donde, como casi todas las noches, Paco se encuentra con Martín. Es un bar pequeño, que hay a la derecha, conforme se sube, cerca del garaje de la Policía Armada. El dueño, que se llama Celestino Ortiz, había sido comandante con Cipriano Mera durante la guerra, y es un hombre más bien alto, delgado, cejijunto y con algunas marcas de viruela; en la mano derecha lleva una gruesa sortija de hierro, con un esmalte en colores que representa a León Tolstoi y que se había mandado hacer en la calle de la Colegiata, y usa dentadura postiza que, cuando le molesta mucho, deja sobre el mostrador. Celestino Ortiz guarda cuidadosamente, desde hace muchos años ya, un sucio y desbaratado ejemplar de la "Aurora", de Nietzsche, que es su libro de cabecera, su catecismo. Lo lee a cada paso y en él encuentra siempre solución a los problemas de su espíritu.

– "Aurora" -dice-, "Meditación sobre los prejuicios morales". ¡Qué hermoso título!

La portada lleva un óvalo con la foto del autor, su nombre, el título, el precio -cuatro reales- y el pie editorial: F. Sempere y Compañía, editores, calle del Palomar, 10, Valencia; Olmo, 4 (sucursal), Madrid. La traducción es de Pedro González Blanco. En la portada de dentro aparece la marca de los editores: un busto de señorita con gorro frigio y rodeado, por abajo, de una corona de laurel y, por arriba, de un lema que dice "Arte y Libertad".

Hay párrafos enteros que Celestino se los sabe de memoria. Cuando entran en el bar los guardias del garaje, Celestino Ortiz esconde el libro debajo del mostrador, sobre el cajón de los botellines de vermú.

– Son hijos del pueblo como yo -se dice-, ¡pero por si acaso!

Celestino piensa, con los curas del pueblo, que Nietzsche es realmente algo muy peligroso.

Lo que suele hacer, cuando se enfrenta con los guardias, es recitarles parrafitos, como de broma, sin decirles nunca de dónde los ha sacado.

– "La compasión viene a ser el antidoto del suicidio, por ser un sentimiento que proporciona placer y que nos suministra, en pequeñas dosis, el goce de la superioridad."

Los guardias se ríen.

– Oye, Celestino, ¿tú no has sido nunca cura?

– ¡Nunca! "La dicha -continúa-, sea lo que fuere, nos da aire, luz y libertad de movimientos." Los guardias ríen a carcajadas.

– Y agua corriente.

– Y calefacción central.

Celestino se indigna y les escupe con desprecio:

– ¡Sois unos pobres incultos!

Entre todos los que vienen hay un guardia, gallego y reservón, con el que Celestino hace muy buenas migas. Se tratan siempre de usted.

– Diga usted, patrón, ¿y eso lo dice siempre igual?

– Siempre, García, y no me equivoco ni una sola vez.

– ¡Pues ya es mérito!

La señora Leocadia, arrebujada en su toquilla, saca una mano.

– Tome, van ocho y bien gordas.

– Adiós.

– ¿Tiene usted hora, señorito?

El señorito se desabrocha y mira la hora en su grueso reloj de plata.

– Sí, van a dar las once.

A las once viene a buscarla su hijo, que quedó cojo en la guerra y está de listero en las obras de los Nuevos Ministerios. El hijo, que es muy bueno, le ayuda a recoger los bártulos y después se van, muy cogiditos del brazo, a dormir. La pareja sube por Covarrubias y tuerce por Nicasio Gallego. Si queda alguna castaña se la comen; si no, se meten en cualquier chigre y se toman un café con leche bien caliente. La lata de las brasas la coloca la vieja al lado de su cama, siempre hay algún rescoldo que dura, encendido, hasta la mañana.

Martín Marco entra en el bar cuando salen los guardias. Celestino se le acerca.

– Paco no ha venido aún. Estuvo aquí esta tarde y me dijo que lo esperara usted.

Martín Marco adopta un displicente aire de gran señor.

– Bueno.

– ¿Va a ser?

– Solo.

Ortiz trajina un poco con la cafetera, prepara la sacarina, el vaso, el plato y la cucharilla, y sale del mostrador. Coloca todo sobre la mesa, y habla. Se le nota en los ojos, que le brillan un poco, que ha hecho un gran esfuerzo para arrancar.

– ¿Ha cobrado usted?

Martín lo mira como si mirase a un ser muy extraño.

– No, no he cobrado. Ya le dije a usted que cobro los días cinco y veinte de cada mes. Celestino se rasca el cuello.

– Es que…

– ¡Qué!

– Pues que con este servicio ya tiene usted veintidós pesetas.

– ¿Veintidós pesetas? Ya se las daré. Creo que le he pagado a usted siempre, en cuanto he tenido dinero.

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