Laurel se acercó al hombre. Se puso en cuclillas ante él e intentó atraer su atención. Le preguntó cómo se llamaba y le dijo su nombre. No consiguió bajarle del todo de su mundo, pero mientras Whit y Eva permanecían en silencio, inmóviles y asustados, Laurel tomó su mano y Whit comprendió que tocar las sucias manos de un mendigo era un acto de compasión y valentía a la vez, y se sintió avergonzado. Laurel les dijo que se marcharan si querían, pero no lo hicieron. La acompañaron mientras llevaba al hombre al albergue. Había camas libres porque era verano y los indigentes pueden aguantar más en la calle. Con la ayuda del encargado nocturno, le ducharon y le dieron de comer, y luego Laurel lo convenció para que pasara allí la noche. Le costó una hora instalarle. El tipo no habló con el resto. Tampoco es que le contara muchas cosas a Laurel, pero dejó de murmurar y sus ojos ya no se movían como las bolas de una máquina de pinball sino que permanecían fijos en Laurel y resultaba evidente que se sentía seguro con ella. Sean cuales fueran las conspiraciones que le perseguían o las desilusiones que le hubieran llevado a las calles, momentáneamente las mantenía a raya.
Cuando Laurel volvió con Eva y Whit, les pidió disculpas por haberles hecho perder una hora de sueño, y los tres reanudaron su camino de vuelta a casa. Whit estaba impresionado por la peste y la absoluta falta de esperanza que desprendía el tipo que Laurel había sacado de las calles y por la primera visión que tenía del interior del albergue. Pero, tras cuatro años trabajando allí, además del tiempo que había pasado como voluntaria, Laurel parecía estar de lo más acostumbrada al lugar.
El, por su parte, no sólo estaba enamorado: estaba impresionado.
Laurel era consciente de que la noche del viernes no había sido lo que se dice una cita, ni en el restaurante ni cuando estuvieron de vuelta en el apartamento de David, ya que se había pasado todo el tiempo contando cada segundo que le quedaba para volver a estar con las fotos de Bobbie Crocker. El tema de la llamada del abogado la había alterado un poco. Quería revelar los negativos cuanto antes, sobre todo teniendo en cuenta que había decidido pasarse parte del domingo en Bartlett. Por este motivo, ni David ni ella se mostraron muy receptivos el uno con el otro. El sábado por la mañana, Laurel regresó a su casa antes incluso de desayunar para poder cambiarse de ropa y ponerse manos a la obra en la sala de revelado de la universidad. Cuando se acercó a la cama para dar un beso de despedida a David, éste ni tan siquiera intentó disimular su descontento.
– ¿Por qué, de repente, estás tan obsesionada con esto? Ahora mismo, ¿qué más da quién fuera en realidad Bobbie Crocker? ¿Por qué te importa tanto? -le preguntó, con el rostro medio enterrado en la almohada.
Normalmente, los sábados por la mañana desayunaban juntos en la cama y luego salían a dar un paseo antes de que David pasase a recoger a sus hijas. Algunas veces, cuando ya estaba con las pequeñas, volvía a quedar con Laurel para realizar cualquier actividad en algún sitio lejos de las sábanas en las que, unas horas antes, habían estado haciendo el amor.
– ¿Por qué tienes que utilizar esa palabra?
– ¿Cuál?, ¿obsesionada? Porque lo estás, Laurel. Dos de tus tres comidas de ayer fueron con gente que tenía alguna relación con Bobbie Crocker, y por la noche arruinaste nuestra cita.
– ¡No la arruiné!
– La trastocaste por completo para poder pasar tiempo buscando en Internet a un hombre que podría, o no, haber sido su editor. Ahora, te quieres marchar a desperdiciar un hermoso sábado de otoño encerrada en la sala de revelado. ¿Por qué? Para que mañana, seguramente otro precioso domingo de otoño, tengas tiempo para ir a hablar con gente que no conoces de dos personas ya fallecidas que podría ser, o no, que hubieran sido amigos en vida.
– ¡No sé durante cuánto tiempo podré tener estas fotos! Ya te lo he dicho, Pamela Marshfield ha empezado a mover abogados. Por lo que parece, cualquier día de estos voy a tener que entregárselas.
David se pasó la sábana por encima de la cabeza y se la enroscó alrededor del rostro. Podía parecer un gesto tonto e infantil para reducir las tensiones antes de que su discusión se convirtiera en una pelea seria, pero habían estado tan fríos el uno con el otro desde la noche anterior que Laurel se lo tomó como una ofensa. Ya había salido del dormitorio cuando él la llamó:
– ¿Qué vas a hacer con lo de la foto de Marissa? ¿Qué le digo?
Laurel estaba cogiendo su mochila, que se encontraba en el suelo junto a la barra que separaba la cocina del salón.
– Ya te dije que no hay problema -le recordó, consciente de que sonaba cortante pero, ¿acaso no habían hablado de eso el viernes? Adoraba a Marissa y pensaba que sería divertido sacarle fotos a la pequeña. Así se lo había dicho a David.
– Quiero decir, ¿cuándo? Seguro que me lo pregunta.
Laurel recordó que un día de esa semana tenía algo que hacer. El lunes, quizá. O el martes. Una parte de ella creía que tenía algo planeado para ese día, pero no estaba segura o, por lo menos en ese momento, no se acordaba. Finalmente, le sugirió:
– ¿Qué tal el lunes por la tarde, a eso de las cuatro y media? Déjame confirmarlo. Puedo salir pronto de BEDS. Ya te avisaré. Y si no puedo el lunes, pues lo dejamos para el próximo sábado, ¿vale?
Nada más pronunciar estas palabras, Laurel se dio cuenta de que esperaba que le contestara que el próximo sábado sería perfecto. Aunque sabía que se lo iba a pasar bien sacándole fotos a Marissa, sentía el aplastante peso de las imágenes de Bobbie Crocker. Y, además, había mucha gente con la que tenía que hablar.
Esperó unos instantes la respuesta, pero ésta no llegó. A veces, pensó, David parece que se cree más juicioso por el solo hecho de ser mayor que ella. Últimamente, a excepción de cuando estaban en la cama, Laurel sentía que la trataba como si fuera otra de sus hijas en lugar de su pareja. Como si fuera una hijastra. Recibía consejos, pero no atención. Se preguntaba si habría resultado un poco irascible, pero decidió que no tenía tiempo esa mañana para analizar todo lo que se habían dicho David y ella, así que se marchó. Cuando llegó a casa, el apartamento olía a cerrado, por lo que abrió la ventana del pequeño balcón en el que Talia y ella solían sentarse a leer en verano. No tenía muchas vistas, pero le daba el sol por la mañana y justo al lado se levantaba un magnífico arce. La puerta del cuarto de Talia todavía estaba cerrada, algo que no le sorprendió mucho porque apenas eran las siete de la mañana. Vio que su compañera le había dejado una nota diciéndole que había un mensaje en el contestador que tenía que escuchar. Cuando Laurel apretó el botón, habló una voz de hombre desconocida.
«Buenas tardes. Me llamo Terrance J. Leckbruge, abogado de Ruger & Oates. Nuestro bufete representa a la señora Pamela Marshfield. ¿Sabe?, me encanta Vermont. Mi esposa y yo tenemos una casita no muy lejos de donde vive usted, en Underhill. Mañana y el domingo tengo previsto pasarme por allí. Ahora son casi las tres de la tarde del viernes y voy a estar fuera el resto del día. Siento haberla avisado justo cuando empieza el fin de semana. Por favor, llámeme al móvil cuando vuelva o al número de mi casa en Vermont mañana por la mañana.» La voz tenía un ligero acento sureño. A continuación, le dejó un pequeño repertorio de números: además de su móvil y el de su casa de campo en Vermont, añadió el de su oficina y el de su domicilio particular, ambos con prefijo de Manhattan.
Laurel se puso en tensión cuando escuchó la palabra «Underhill», y pensó en borrar el mensaje y continuar con su jornada como si no lo hubiera oído. Además, era tan temprano que no necesitaba devolverle la llamada en unas cuantas horas. Pero no podía resistirse a descubrir cómo iba a intentar Pamela Marshfield intimidarla para conseguir las fotos. Por eso, antes incluso de cambiarse de ropa o de sentarse a desayunar un yogur y un plátano, decidió llamarlo, imaginando que así tendría la oportunidad de sacarle de la cama.
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