Chris Bohjalian - Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker.
Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada.
Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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Tenía tres cuartos de hora antes de quedar con Leckbruge, así que imprimió la página y devolvió el carrete al bibliotecario. Se sentó en un sofá de la sala de lectura para descansar un buen rato. Finalmente, se levantó y con las pocas energías que le quedaban se dirigió a la panadería situada al final de la calle y compró una botella de zumo y un bollo. Sabía que debía tener todos los sentidos alerta cuando se encontrara con el abogado de Pamela Marshfield.

Capítulo 18

Pamela paseaba lentamente por la playa de detrás de su casa, descalza y con unos pantalones de vestir de color caqui con las perneras arremangadas hasta la rodilla. La clara luz otoñal la inundaba como una ola, y durante una fracción de segundo caminó con paso inseguro, como si la arena se moviera bajo sus pies. Se detuvo un instante para observar cómo unas gaviotas rodeaban a un pequeño cangrejo en la playa, cercándolo. Finalmente, una lo agarró y alzó el vuelo sobre las aguas. El resto de aves graznaron enfurecidas y después se dieron cuenta de la presencia de la mujer, torciendo la cabeza, con movimientos maquinales, en su dirección. A lo lejos, a un kilómetro de distancia siguiendo la línea de la costa, podía ver como motas de colores los pantalones vaqueros y los chubasqueros de los jóvenes que compartían el alquiler de las casas más modestas que quedaban en esa parte de la playa.

No le había sorprendido mucho la llamada de T.J. para decirle que la joven trabajadora social había aceptado verlo. No porque dudara del encanto de su abogado -característica que, en su opinión, poseía- sino porque sabía que esa jovencita de Westligg era curiosa, entrometida e impertinente y no parecía dispuesta a dejar en paz el legado de su cliente vagabundo, por eso no iba a desperdiciar la oportunidad de quedar con este abogado de Manhattan.

En este sentido, la muchacha le recordaba a Robert. Hacía demasiadas preguntas, no sabía cuándo tenía que parar.

A fin de cuentas, esa fue la causa por la que Robert terminó marchándose. O, por lo menos, por la que decidió hacerlo. De cualquier modo, a Pamela le resultaba difícil imaginarse a su padre y a su hermano aguantando una noche más juntos bajo el mismo techo tras su última reyerta. Por supuesto, Robert se llevó la peor parte. Su padre había sido jugador de fútbol y de polo, un bruto multiusos. Si su madre hubiera estado en casa, habría intentado intervenir y habría terminado en urgencias en el Hospital de Roslyn. Por fortuna, Tom y Robert Buchanan se reservaron su última y peor pelea para una noche en la que Daisy se encontraba fuera jugando al bridge. De manera consciente o inconsciente, Robert había elegido ese momento porque su madre no estaba en casa, aunque el odio que sentía hacia ella era tan profundo, obstinado y tenaz como la furia que le producía Tom. Sin embargo, incluso al final, Daisy lo quiso. Siempre sería su voluble chiquitín, pero él no podía encontrar el perdón ni en su corazón ni en su confusa cabeza.

Pamela no sabía mucho sobre enfermedades mentales ni sobre adolescentes. Nunca tuvo claro qué parte del comportamiento de Robert durante aquellos días se podía atribuir a la locura que terminaría por invadirlo por completo más adelante, y qué parte era resultado del hecho de ser un varón adolescente lleno de testosterona. Sabía que no se despertó un día de repente estando loco. Había sido un proceso lento y paulatino de deterioro que se aceleró a la edad de quince o dieciséis años, ya no se acordaba bien. ¿Quién, en su círculo de amistades, pensaba en esas cosas en los años treinta? Por supuesto que Daisy y Tom no. Ya tenían suficientes pesadillas ellos solos. Sin embargo, se habló de internarlo en un hospital -se quedó en meras palabras- y, en algún momento, se decidió que Robert sería el primer Buchanan que no iría a un internado. Sus cambios de temperamento eran demasiado intensos y parecía totalmente incapaz de centrarse en sus deberes de la escuela. Y, lo que para Tom era peor, no mostraba ningún interés por los deportes. Sólo le interesaba la fotografía. Cuando tenía una de esas etapas de actividad frenética, se pasaba toda la noche en la sala de revelado que le había montado su madre cuando tuvo claro que el muchacho nunca iría a estudiar ni a Exeter, ni a Hotchkiss ni a Wales. Al contrario, asistiría a una escuela privada corriente en Great Neck.

Después, Pamela se marchó a estudiar a la universidad, lo que significaba que ya no veía a Robert a diario. Por eso, pudo notar los cambios en su hermano mucho mejor que sus padres. Un verano, cuando regresó de la facultad, Robert le dijo que lo habían liberado. Estaba convencido de que había sido secuestrado, y lo decía en serio. Otra Navidad, le dijo que veía cosas en sus fotos que los demás no podían ver. En un principio, Pamela tuvo la esperanza de que su hermano sólo estuviera mostrándole una desconocida faceta de artista o crítico. Pero cuando al día siguiente le mostró sus fotos descubrió que lo decía literalmente. En cierto modo, él era consciente de estas inconsecuencias y se le caía el alma a los pies.

Cuando Robert se escapó de casa no se llevó mucha ropa, reservando el limitado espacio de su maleta y del saco del ejército de su tío para sus cámaras, carretes y montones y montones de fotos. Pamela sabía que tenía un retrato suyo, porque se lo había enseñado mientras intentaba calmarlo rogándole que dejara de hacer las maletas. Pero sólo podía presumir qué otras imágenes -fotos familiares u obras suyas- se llevó con él cuando se marchó. Solía dudar de que tuviera alguna foto de Daisy y Tom.

¿Las cosas habrían sido diferentes si, como le suplicó su madre cuando regresó de la partida de cartas, Tom hubiera salido a buscar a Robert esa noche? Pamela no lo creía. Los dos hombres, uno de ellos todavía adolescente, sólo habrían prolongado su interminable e irresoluble conflicto por una noche más, y Robert habría buscado otro momento para fugarse. Además, todos esperaban que regresase a la mañana siguiente. Cuando no se presentó para el desayuno, suponían que volvería a la hora de la cena. Incluso sus propios esfuerzos para intentar convencerle de que se quedase fueron breves y poco entusiastas, tanto porque presumía que su hermano no iba a llegar muy lejos como porque ella siempre era leal a sus padres. Sabía quiénes eran y lo que habían hecho, pero el perdón siempre le resultó más fácil a Pamela.

De todos modos, alguien debería haber salido a buscar a Robert aquellas primeras horas cuando, con toda probabilidad, todavía se encontraba por Long Island. Pamela estaba pasando las vacaciones de verano en casa y conocía a los amigos de su hermano y los sitios donde podría haber buscado refugio. Podría haberle traído de vuelta a casa, o, por lo menos, haberlo intentado. Sólo bajó al embarcadero para ver si podía detectar el brillo de un flash o la luz de un fuego cerca de la casa abandonada que quedaba al otro lado de la bahía. La antigua propiedad de Gatz había sido vendida y comprada por lo menos media docena de veces desde 1922, y en ese momento se encontraba otra vez vacía y en venta. Sin embargo, sólo pasó un momento en la orilla. En su mente, la imagen de una figura solitaria buscando una luz al otro lado de las aguas le recordaba demasiado el desesperado comportamiento de James Gatz durante aquella primavera en la que seguía los pasos de su madre. Por eso regresó a casa, junto a la rabia ya más silenciosa de su padre.

Un año más tarde, su padre anunció que ya no le preocupaba que Robert regresara o no. Para él, el muchacho estaba muerto. Poco tiempo después, Pamela escuchó cómo Tom contaba con gravedad a un compañero de universidad al que no veía desde hacía veintisiete o veintiocho años que su hijo había fallecido en un accidente de coche en Grand Forks.

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