"¿Y?
– No ha aparecido ninguna imagen más de tu cliente, si eso es lo que te preocupa.
– Y de su casa o sus propiedades, ¿hay alguna foto?
– Mira, yo ni tan siquiera tendría que estar aquí contigo.
– Pero lo estás, así que imagina que un individuo profundamente enfermo se apoderara de fotografías familiares tuyas. Imágenes con un gran valor sentimental. ¿No querrías recuperarlas?
– La esquizofrenia de Bobbie Crocker estaba bajo control. Hablas de él como si fuera un trastornado.
– Bueno, no vamos a ponernos a discutir sobre enfermedades mentales. Lo que está claro es que era un sin techo hasta que tu asociación aterrizó en su vida. Creo que los adultos normales, sí les dan a elegir, no deciden vivir en las calles del norte de Vermont.
– En cuanto BEDS le ofreció la posibilidad de abandonar las calles, Bobbie aceptó.
Leckbruge vació su copa e hizo un gesto a la camarera. Cuando se acercó a la mesa, le susurró:
– Estaba exquisito. Delicioso hasta la última gota, como usted me había dicho. ¿Podría servirme otra copa, por favor?
La camarera llevaba en la ceja izquierda ese tipo de piercing que a Laurel le resultaba doloroso mirar, sobre todo porque su joven piel era tan suave como la de una modelo para anuncios de crema facial. Casi todos sus conocidos tenían pequeños piercings y tatuajes. Incluso Talia se había perforado el ombligo. Una vez, justo después de licenciarse, se planteó la idea de seguir el ejemplo de su amiga y ponerse un pendiente en el ombligo. Sabía que esto era como tomar la decisión de posar desnuda para fotos eróticas: es mejor hacerlo mientras todavía eres joven. Por eso, a Laurel le pareció que, si iba a hacerlo, tenía que ser cuanto antes. Su novio en aquel entonces -por supuesto, mayor que ella- la animaba a acudir al salón de body-art porque suponía que un arito en el ombligo de su chica haría más evidente el pedazo de trofeo que había capturado y lo machote que era. Sin embargo, Laurel decidió que no quería atraer la atención sobre su vientre, porque corría el riesgo de que luego se dirigiera hacia su pecho. Desde la agresión, esto ni se le pasaba por la cabeza. Además, el desmedido entusiasmo de su pareja era suficiente para olvidarse del asunto.
– Entonces -dijo Leckbruge tranquilo, con un tono iluso, cuando la camarera les dejó para ir en busca de su segunda copa de vino-, ¿qué es lo que te haría renunciar a esas fotos? Porque ése es el motivo de que estemos aquí. A mi cliente le gustaría recuperar las imágenes… esta situación le parece una violación. Estoy seguro de que tú puedes comprender cómo se siente, pues a fin de cuentas…
– ¿Qué te hace pensar eso? -le preguntó Laurel, temiendo por un momento que, en su uso de la palabra «violación», se escondiera más de lo que realmente había. Estaba suponiendo que, de algún modo, sabía lo que había sucedido hacía años en las afueras de su pueblo, cuando lo más probable es que sólo estuviera sugiriendo que era una persona especialmente empática. Iba a pedirle disculpas, o por lo menos intentar atribuir la estridencia de su interrupción a la falta de sueño o al cansancio, pero él se inclinó sobre la mesa y posó su cálida y amable mano sobre la suya.
– Por favor, te ruego que me perdones. No debería haber dicho eso.
– No, yo no tendría que ser tan sensible… Sólo es que…
Esta vez fue él quien la interrumpió:
– Sufriste una agresión, lo entiendo. No debería haber empleado el término violación. Ha sido muy desconsiderado por mi parte, y tremendamente irreflexivo.
Así que lo sabía. Laurel debería haberlo adivinado, pues tenía una casa en Underhill y era abogado. Seguramente estaba al corriente de todo lo que pasó desde el principio. Retiró su mano con rapidez y la dirigió hacia su mochila, dispuesta a marcharse, pero entonces le vino una imagen a la mente: la muchacha en bicicleta en la pista forestal. La foto que había sacado Bobbie Crocker.
– ¿En qué época estuvo el hermano de tu cliente por Underhill? -le preguntó.
– Mi cliente dice que su hermano falleció hace mucho tiempo, que…
Laurel le hizo callar extendiendo las manos ante él.
– Vale, ¿en qué época estuvo Bobbie Crocker en Underhill?
– No sabía que hubiera estado por allí. Tú conoces bastante más sobre su vida en Vermont que yo.
– Sacó unas cuantas fotos allí, en Underhill. Las he visto. ¿Tu cliente también piensa que le pertenecen?
– ¿De qué son?
– De una ciclista.
– ¿Tú?
De camino al bar, había estado considerando los diferentes deslices que podría cometer. Sin embargo, no se esperaba que terminaran sacando este tema. Incluso en ese momento, no tenía claro si se trataba de un error o no. ¿Acaso no había acudido a la cita para ver si podía enterarse de algo? Suspiró y, en el repentino silencio que se apoderó de su mesa, pudo oír por primera vez la música, el murmullo de las conversaciones y el ruido de las copas a su alrededor. De pronto, parecía que el bar se hubiera llenado.
– Sí -contestó Laurel finalmente, y luego añadió con rapidez-: O por lo menos eso parece.
– Pero no estás segura.
– No del todo, pero casi.
– Mi cliente es coleccionista de obras de arte. No hay razón para no creer que entre las fotos que perdió hubiera una imagen de una chica en bicicleta.
– Esta foto se habría tomado hace unos siete años. ¿Cuándo sostiene tu cliente que su colección…
– Una parte de su colección.
– ¿Cuándo cree que desapareció esa parte de su colección? Tendría que haber sido más tarde.
– ¿A dónde quieres llegar?
– ¿Pamela puso el robo en conocimiento de la policía? Si la colección era de valor…
– Su valor no se puede juzgar sólo en términos monetarios. Lo que más le preocupa son las imágenes de su hogar y su familia. Una foto en la que aparecen su hermano y ella significa para mi cliente bastante más que, por decir algo, la colección de la George Eastman House. Si te interesa tanto conservar esa foto en la que sales tú, estoy seguro de que a mi cliente no le importaría regalártela.
– No quiero la foto -dijo Laurel, consciente de que estaba empezando a marearse. Le pareció que la mesa ascendía hacia ella-, lo que quiero…
– ¿Sí?
– Quiero saber por qué estaba él allí.
– Suponiendo que fuera él.
– Quiero saber por qué estaba en aquella pista el mismo día que esos dos hombres…
Laurel era consciente de que las palabras le salían con dificultad, como una pequeña y desesperanzadora súplica asfixiada por la nieve. Empezaba a sentir frío y humedad, aunque podía escuchar los latidos de su corazón resonando en su cabeza como un tambor africano.
– ¿Te refieres a los dos hombres que te atacaron?
– ¡Pues claro! ¿A quién si no?
– Pero no estás segura de que fuera el mismo día. ¿No?
– No, no estoy segura.
– Muy bien. Entonces, los que te atacaron, ¿eran indigentes? Perdóname, Laurel, no puedo recordarlo.
– ¿A qué viene esa pregunta? ¿Por qué es importante eso?
– Te pones a la defensiva, como si creyeras que los indigentes nunca se vuelven violentos. Sin embargo, la pasada primavera dos de tus clientes se vieron involucrados en una pelea con arma blanca en el callejón que queda detrás de la pizzería de Main Street. Uno de ellos murió y el otro está en la cárcel. Según afirmaban los periódicos, el autor, perdón, presunto autor del crimen amenazó a la víctima por unos sandwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada de vuestro albergue.
Laurel inclinó la cabeza sobre la mesa. Conocía la historia, pero también sabía que esos dos eran una excepción. Desde que llegaron a la asociación, todos los que habían tratado con ellos en BEDS se temían que esa pareja iba a terminar mal. Apenas pasaron un par de noches en el albergue y luego se marcharon. La propia Laurel ni tan siquiera los había visto, por eso el final totalmente carente de sentido que habían tenido -muerte y prisión- la había frustrado más que entristecido.
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