Chris Bohjalian - Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker.
Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada.
Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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Contestó una mujer cuya voz sonaba bien espabilada y que Laurel pensó que no se parecía en nada a la del gentil abogado con el que estaba casada. Su acento le recordó al de algunos de sus vecinos de Long Island. Laurel se presentó brevemente y le explicó que estaba buscando a un abogado llamado Leckbruge, Terrance Leckbruge. La mujer le preguntó con cortesía si sabía qué hora era y Laurel contestó que sólo iba a estar en casa un momento y que su padre había sido también abogado.

– Cuando un abogado me anda buscando -explicó Laurel-, lo llamo en cuanto puedo.

Era una completa mentira, pues la única temporada en que recibió llamadas de abogados -aparte de las de su padre- fue en los años posteriores al intento de violación, y siempre dejaba pasar el mayor tiempo posible antes de contestarles. Odiaba tener que rememorar el incidente y, durante esos meses, se vio obligada a hacerlo constantemente. Un momento después, escuchó el sonido de una puerta corredera abriéndose y cerrándose.

– Laurel, es un placer hablar contigo -dijo Leckbruge, con el acento pausado y confiado que acababa de escuchar en el contestador-. Parece que también te gusta madrugar. ¿Qué tal todo en esta magnífica mañana?

– Todo bien… ¿Se puede saber qué pasa?

– Pues claro, te explico lo que pasa. El otro día mantuve una conversación muy agradable y cordial con una procuradora municipal de Burlington que representa a BEDS. Una mujer de nombre Chris Fricke. Antes de seguir, tengo que decirte que estoy muy impresionado con el trabajo que hacéis en vuestra asociación. Sois un modelo a seguir.

Tras decir esto, se calló y le dio un sorbo a su café lo suficientemente ruidoso como para que Laurel pudiera oírlo.

– Gracias.

– No conozco en profundidad el caso de este caballero, el señor Crocker, pero parece que tu asociación fue un auténtico ángel de la guarda para él.

– Sólo le buscamos un hogar. Es a lo que nos dedicamos.

– Eres muy modesta. Créeme: el trabajo que hacéis es infinitamente más importante que el mío.

– Es muy amable por tu parte.

– Lo digo en serio -dijo Leckbruge, y Laurel tuvo la sensación de que no mentía-. Me estaba preguntando si podríamos quedar a tomar un café cuando esté en Vermont. Podrías pasarte por nuestra casita en Underhill. No es gran cosa, pero es agradable. Antes fue un enorme almacén de jalea de arce, rodeada de árboles por tres lados, pero con una vista increíble del monte Mansfield hacia el este. La pista de acceso podría dejarte el coche hecho un asco en la época de barro, pero el resto del año está transitable. Supongo que tienes coche, ¿verdad?

– Sí -contestó-, pero no pienso ir a Underhill.

Lo dijo con una contundencia tan incontestable que durante un momento el hombre permaneció en silencio.

– Está bien -dijo finalmente Leckbruge-. ¿Debo entender algo en especial de tu… firmeza?

– Nada de lo que me apetezca discutir.

Una imagen le vino a la memoria: las uñas del más delgado de los dos agresores. Cuando el tipo agarró el manillar de su bicicleta de montaña y levantó las ruedas -y a Laurel también- por encima de la pista, sus manos quedaron mirando al cielo. Laurel pudo ver las líneas negras de mugre que se acumulaban debajo de sus uñas mientras se le revolvía el estómago por la forma en la que la estaban zarandeando. Volvió a escuchar la pésima broma: «Almeja en su jugo». Mientras tanto, el que más tarde se descubriría que era un culturista no paraba de llamarla chocho, soltando esta palabra como un rugido que salía del agujero de la boca de su pasamontañas.

– Bueno -dijo Leckbruge-. Entonces, podemos quedar en Burlington. ¿Qué te parece?

– ¿De qué quieres hablar?

– De las fotografías que estaban en posesión de tu antiguo cliente. Supongo que ya lo sabías.

– No tengo nada que contarte, lo siento. Y si lo tuviera, supongo que la única persona con la que debo hablar es con Chris Fricke, y tú también.

– En Burlington hay un montón de cafetitos interesantes. Me encantan, sobre todo uno que está cerca del teatro, el Flynn. Hacen un chocolate caliente que está que te mueres. También conozco un bar especialmente peculiar. ¿Qué te parece si quedamos a las cinco? Tú eliges: café o bar.

A Laurel le pareció escuchar movimiento tras la puerta de Talia. De repente, tuvo la ligera certeza de que su compañera de piso y ella tenían un asunto pendiente, la persistente sensación de que, precisamente ese día, se suponía que tenían algo que hacer juntas. Algo normal, puede que ir de compras, aunque Laurel no pensaba que se tratara de eso.

Por muy bien que se lo pasara con Talia -la quería, pues había sido para ella como una hermana mayor, más incluso que su propia hermana durante los últimos años- era consciente de que tenía que marcharse antes de que su amiga saliera de su dormitorio. Necesitaba ir a la sala de revelado, por lo que no podía prolongar por más tiempo la llamada. Por esta razón, para su propia sorpresa, aceptó quedar con Leckbruge en el bar a las cinco de la tarde, aunque sólo fuera para poder colgar el teléfono y salir de casa. Así que, sin haberse duchado, cambiado de ropa y ni tan siquiera desayunado algo de fruta, se precipitó por las escaleras en silencio y salió del viejo portal Victoriano.

Donde antes estuvieron los montones de ceniza y el cartel del doctor T.J. Eckleburg, un oftalmólogo cuyo imponente anuncio de carretera mostraba unos ojos enormes, ausentes, divinos y fríos, ahora había un parque empresarial. Todos los edificios eran de cuatro o cinco plantas, bloques asépticos con ventanas de cristales tintados rodeados de aparcamientos salpicados de islas con raquíticos arbolillos. Había una fuente, un surtidor que disparaba con poca gracia su agua sobre un paraguas cerca de la sede de una compañía de telefonía móvil. Laurel reconoció al instante el lugar en las fotos que había tomado Bobbie, porque lo había visto muchas veces al pasar a su lado por la autopista. Eso significaba que, en algún lugar enterrado bajo uno de los edificios, habría alguna pequeña huella de la gasolinera de George Wilson: algún fragmento de vidrio, por ejemplo; un resto del cemento sobre el cual, en el pasado, se encontraban los surtidores; igual había también algún vestigio o pedacito de la cafetería que regentaba ese horrible y húmedo verano de 1922 un joven griego de nombre Michaelis, el principal testigo en la investigación que siguió a la muerte de Myrtle Wilson.

Si Laurel no hubiera conocido la verdadera identidad de Bobbie, se habría sorprendido ante el hecho de que el viejo fotógrafo se hubiera preocupado por retratar un parque empresarial de Long Island. Era algo que se alejaba bastante de los músicos, actores y noticias de sociedad que parecían constituir su principal tema de trabajo. Daba la sensación de que, al final de su carrera, se había limitado a fotografiar parques empresariales para anuncios de inmobiliarias y, basándose en los modelos de los coches que aparecían en el aparcamiento, habría supuesto que las imágenes fueron tomadas a finales de los años setenta. Sin embargo, conocía muy bien la historia de esa zona como para saber qué estaba haciendo Bobbie en realidad: inmortalizaba para la posteridad el lugar donde su madre atropello por accidente a la amante de su padre para después huir abandonando la escena del crimen.

Se detuvo unos segundos, contemplando las imágenes del parque empresarial sumergidas en las bandejas de solución química. ¿Habría sido muy duro para Bobbie descubrir la verdad sobre sus padres? ¿Cuántos años tendría cuando sucedió aquello? Todo el mundo termina descubriendo cosas sobre sus progenitores que le hacen tambalearse un poco y sentirse mal. Laurel había leído lo suficiente sobre psicología como para ser consciente de la importancia de aceptar los defectos de nuestros padres, que normalmente forman parte, de manera inconsciente, de nuestros mecanismos de desapego en la adolescencia. El proceso de individuación y el desarrollo de la personalidad son, por desgracia, parte de nuestro crecimiento. Pero una cosa es darse cuenta de que tu padre, por lo demás un hombre trabajador, disciplinado y desprendido, a veces se atiborraba a comida como un emperador romano, y otra muy distinta es enterarte de que tu padre y tu madre son unos adúlteros y que, además, tu madre atropello a una mujer conduciendo el coche de su amante y dejó que la víctima muriera desangrada en la cuneta.

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