– Propaganda, ¿eh?
Talia lo miró durante un instante sin entender. Después, cuando comprendió a qué se refería, le dijo con un melodramático tono de ofensa en su voz:
– Me lo han enviado porque yo lo pedí, así que cuidadito con lo que dices, chaval.
– ¿Has solicitado que te envíen un folleto sobre paintball? ¿Para qué?
– Joder, macho. Los capullitos ciclistas con vuestros culotes ajustados sois todos igual de patéticos.
– ¿Estás insultando mi hombría? -preguntó Whit con una sonrisa, aunque una parte de él siempre dudaba si la mitad de las cosas que decía Talia iban en serio.
– Sólo digo lo que pienso.
– Vale, ahora en serio. ¿Para qué quieres un folleto de paintball? Por favor, no me digas que este otoño vas a jugar al paintball con tus chavales de la iglesia.
– Pues sí, mañana mismo, para más señas.
– ¡Estás de coña!
– En absoluto.
– ¿Lo dices en serio?
– ¿Es que te hablo en chino? Hemos quedado mañana a las nueve, en la iglesia. ¿Te apuntas?
– Pues la verdad es que no.
– En la furgoneta de la iglesia hay sitio, caben diecisiete personas. No hay nada mejor para vomitar el desayuno que un viajecito en la furgoneta parroquial.
– También es un buen medio para acabar en la portada de los periódicos. «Furgoneta parroquial» es sinónimo de «niños y adultos bienintencionados mueren en trágico accidente». Búscalo en el diccionario. Nos lo enseñan en primero de carrera: Bioquímica, Embriología y Furgonetas parroquiales.
– Pues Laurel va a venir -comentó Talia bajando la vista al reluciente folleto que tenía entre las manos. Whit sintió que la muchacha había apartado la mirada porque no era capaz de contener la risa después de soltarle esa indirecta. Se preguntaba si su interés por Laurel resultaría tan obvio.
– Pero ¿qué hacéis exactamente cuando jugáis al paintball? -le preguntó-. Siempre me lo imaginé como un montón de tipos barrigudos con poca vida social, persiguiéndose por el bosque vestidos de camuflaje y disparándose pelotas de pintura.
– Bueno, no te has quedado muy lejos, pero también hay equipos, y hasta un árbitro.
– ¿Un árbitro?
– Aja.
La verdad era que no le apetecía pasarse el día con unos chavales de un grupo de catequesis, pero tampoco tenía ningún plan para el sábado, por lo menos hasta la noche. Había quedado para cenar con sus tíos, que habían venido a Vermont a contemplar el colorido de los bosques otoñales, aunque, para su desgracia, todavía faltaban unos días para que alcanzara su fascinante apogeo.
– ¿A qué hora regresaréis? -preguntó.
– No más tarde de las cuatro o las cuatro y media.
Whit cogió el folleto y estudió el mapa del campo. No podía imaginarse haciendo una cosa así. Pero tampoco podía imaginarse a Laurel.
– Estaremos casi todo el tiempo aquí -dijo Talia, señalando una serie de ondulantes curvas de nivel en un mapa topográfico-: Eso es la colina de Calamity Ridge. Hay unos depósitos de combustible que tenemos que tomar.
Algo en las palabras «depósitos de combustible» hizo que todo le resultara menos abstracto.
– ¿Y no os resulta un poco desagradable todo esto con lo que está pasando en Iraq?
Talia se giró y le miró directamente a los ojos.
– Mira, tres amigos míos del instituto entraron en el ejército y han estado o están en Iraq. Uno de ellos se pasó un mes en Tikrít. Si vienes con nosotros mañana, conocerás a dos chavales que tienen hermanos mayores en el ejército. Uno estuvo en Faluya. No soy ni una niñata despreocupada que no tiene ni idea de lo que pasa en Oriente Próximo, ni una psicópata neo-conservadora que se pone cachonda jugando a la guerra, ¿vale? Esto no es más que un juego. En mi opinión, es bastante más sano que sus videojuegos, o que los tuyos, por lo que he visto, de PlayStation, llenos de francotiradores y terroristas. Por lo menos, así están corriendo al aire libre, en vez de pasarse el día sentados en sus viciados cuartos con la espalda inclinada sobre las videoconsolas. Los chicos tienen ganas de hacerlo, por lo menos algunos. Lo ven como jugar a capturar la bandera o campos quemados. Para mí, es una forma de construir espíritu de grupo y de mostrarles que existen adultos, y aunque te duela admitirlo, Whit, para ellos eres un adulto, que se preocupan por ellos y a los que les apetece divertirse con ellos. Así que, para contestar a tu simpática preguntita: no, no me resulta desagradable. ¿Está claro?
Whit asintió, un poco conmocionado. Es verdad que tenía una PlayStation, y que, de vez en cuando, todavía jugaba a pegar tiros. Se decía a sí mismo que era algo… medicinal.
– Entonces, qué, ¿te vienes?
Aceptó con otro gesto afirmativo. Tras el pequeño rapapolvo que le había soltado, sabía que no iba a poder decirle que no.
Una noche, a principios de agosto, Whit salió a bailar con Laurel, Talia y dos amigos de la universidad, un chaval bastante simpático llamado Dennis y una chica de nombre Eva. Constituían un grupo, o lo que a Talia le gustaba llamar un «rebaño». Era jueves y quedaron con unos amigos en un club de la calle Main Street pasadas las diez. Whit estaba empezando a conocer a Talia y Laurel, por eso se sintió adulado cuando llamaron a su puerta y le preguntaron si quería salir con ellas. Era consciente de la diferencia de edad con sus vecinas, porque apenas hacía tres meses que había terminado el instituto y todavía le quedaban unos cuantos años de estudiante. Por eso, para él, Talia y Laurel no eran sólo chicas mayores, sino que eran chicas mayores y con trabajo. Aunque las dos trabajaban en campos que les permitían vestir como si todavía fueran estudiantes, recibían un sueldo a luí de mes, una sensación que él todavía no conocía.
El club no estaba especialmente lleno porque las facultades de la zona todavía no habían empezado el curso, por eso parecía que iba a ser una de esas noches que rápidamente se vuelven aburridas. Pero no fue así, sobre todo debido a que había un buen ambiente en el grupo. Whit bailó con Laurel, con Taha e incluso algunos minutos con Eva, que trabajaba en el departamento de marketing de un gran centro comercial a las afueras de Burlington y era la única del grupo que tenía cierto aire urbano y chic.
En aquel tiempo ya empezaba a sentirse atraído por Laurel, por eso disfrutó de las oportunidades que tenían para hablar entre canción y canción. Tuvo la sensación, incluso entonces, de que a él le interesaba bastante más el baile que a ella. De todos modos, la muchacha daba la impresión de estar divirtiéndose, o al menos eso le pareció.
Sin embargo, fue en el camino a casa cuando comprendió por qué se estaba enamorando de ella. Talia y Dennis decidieron quedarse un poco más en el club, pero Eva y Laurel se prepararon para marcharse. Sus horarios de trabajo eran más estrictos que los de Talia y tenían que levantarse pronto al día siguiente. Por eso, al filo de la medianoche, los tres abandonaron el local y comenzaron a caminar hacia casa. Dejarían primero a Eva y, luego, él y Laurel subirían hasta el barrio en el que vivían, en la parte alta de la ciudad.
Habían recorrido tres manzanas cuando vieron al mendigo. Estaba sentado encima de unos cartones rojos de envases de leche, recostado contra una pared de ladrillo y envuelto en un chubasquero negro con las mangas cortadas. Como se encontraba en la oscuridad, lo olieron antes de verle. Tenía un rostro oval, aunque gran parte de la cara permanecía oculta tras una espesa barba. Su pelo caía en greñas enmarañadas y sucias a ambos lados de la cabeza, cuya parte superior era calva. Tenía el cráneo lleno de heridas. Whit supuso que rondaría los cincuenta y cinco o sesenta años, aunque Laurel le dijo más tarde que, seguramente, no pasaría de los cuarenta y cinco. Eva fue la primera que le vio y su reacción fue agarrarse del brazo de Whit y hacer un amago de cambiar de acera para alejarse del hombre. Whit no entendía lo que pasaba, pero se dejó llevar. Entonces le llegó a la nariz la peste, se giró y vio al tipo. Estaba despierto y hablaba solo. No a gritos, sino con unos cuchicheos que, una vez que fueron conscientes de ellos, resultaban más desconcertantes todavía.
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