Chris Bohjalian - Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker.
Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada.
Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó.

– Pues estoy sacándonos de aquí para que lleguemos a la película. Tenemos que irnos ya si queremos tener alguna posibilidad de llegar antes de que empiece. Por cierto, tengo algo muy divertido que contarte de Marissa: mi hija quiere que le saques unos primeros planos. ¿Qué te parece?

David siguió hablando, pero Laurel no estaba concentrada. Con el navegador cerrado, ya no podía ver el listado de páginas y más páginas dedicadas a Marcus Gregory Reese y, como si fuera una adicta, sentía que tenía que consultarlas. Era algo físico. No quería verlas, necesitaba verlas. Por eso, aunque comprendía que él estaba intentando conducirla hasta la puerta y que le estaba contando algo sobre su hija, volvió a hacer clic sobre el icono del explorador de Internet.

– Lo siento -dijo Laurel-, ¿podemos ir a la próxima sesión? Es a las nueve.

– ¡Laurel!

– Si tienes muchas ganas de ir, puedes ir tú. De verdad, no me importa. Luego te voy a buscar y podemos cenar juntos.

– No quiero ir solo al cine el viernes por la noche, lo que quiero es salir con mi pareja. Hay una gran diferencia.

Ella fue al historial de páginas visitadas y recuperó los resultados de Google para Reese.

– No puedo dejarlo ahora -dijo, con la voz tan vacilante y suave que no era capaz de reconocerse-. Sé que estoy cerca.

– Déjame ver si entiendo esto. Quieres pasarte la noche del viernes en mi despacho viendo páginas de un editor de imagen de la revista Life ya fallecido. ¿Es así, Laurel?

– No toda la noche. Dame sólo media hora, ¿vale? Después podemos ir a cenar o a tu apartamento. Lo que tú prefieras. Es que no quiero dejarlo ahora. No… no puedo. Además…

– ¿Qué?

– Esos servicios de búsqueda para periodistas. ¿Podrías enseñarme a usar uno? Por favor. Sólo para ver qué podemos sacar del número de la seguridad social de Bobbie.

David se frotó los ojos y, finalmente, alzó los brazos en un gesto de derrota. De nuevo, se acercó al teclado por encima de su hombro, pero esta vez pinchó en los favoritos de su navegador y le señaló los distintos sitios.

– Prueba con éste -le dijo, haciendo clic sobre un icono-. Introduce su número de la seguridad social en este cuadro.

Luego, se dejó caer agotado en una de las sillas junto a su escritorio y comenzó a ojear la pila de periódicos que se amontonaba en el suelo.

– Te doy media hora. Después, apagaré las luces y nos vamos.

Laurel descubrió que Reese era un fotógrafo del montón: capaz pero no muy dotado, como pudo deducir de las imágenes que encontró en Internet. Probablemente fuera un mejor editor, lo que explicaba por qué ocupó durante tanto tiempo ese puesto en la revista Life. Las páginas web que visitó sugerían que, hacia el final de su vida, tuvo tendencia a exponer sus obras en lugares sencillos, como el salón de actos de su iglesia, en el que hizo una exposición un año y medio antes de morir. Laurel se apuntó en la mente hacer una visita a su congregación y charlar con los feligreses y el pastor. Pensó que podría ir a misa el próximo domingo en Bartlett y entablar contacto con gente que hubiera conocido a Reese y, quién sabe, puede que también a su excéntrico amigo Bobbie Crocker.

Una esquela más amplia que encontró en una revista de fotografía decía que Reese se había dedicado a la fotografía deportiva cuando trabajaba para periódicos. Sin embargo, a excepción de la imagen de los hula-hoops, no había fotos de deportes en la caja que había dejado Bobbie Crocker. Además, considerar la foto de los hula-hoops como una imagen deportiva era un poco forzado. No había nada en las biografías de Reese que sugiriese un mínimo interés por la música, el jazz o el mundo del espectáculo, aspectos que marcaban la obra de Crocker. Por eso, al contrario de David, Laurel seguía convencida de que Bobbie era el autor de las imágenes que se habían encontrado en su apartamento.

Lo último que hizo antes de consultar el número de la seguridad social de Crocker fue probar a buscar en Google los nombres de Bobbie Crocker y Marcus Gregory Reese juntos, sin obtener resultados.

Su intento con el número de la seguridad social de Bobbie la dejó más frustrada y confusa si cabía. El número no pertenecía a Robert Buchanan, como se había figurado, sino que estaba vinculado a Robert Crocker, su Bobbie Crocker, nacido en 1923 y, según la página web, fallecido a principios de mes en Burlington, Vermont.

Además, no encontró ningún número de la seguridad social perteneciente al hermano pequeño de Pamela, lo que tendría sentido si lo que la mujer decía era cierto. Robert Buchanan había nacido antes de que existiera la seguridad social y, si había muerto en 1939 como ella sostenía, no se le habría asignado un número para declarar sus ingresos. Además, debido a este motivo, la página no podía confirmar si ese tal Buchanan había fallecido hacía seis décadas y media.

En consecuencia, el júbilo que había sentido en su puesto de lectura de la biblioteca se evaporó. David no era de ese tipo de personas que le iba a recriminar su empecinamiento y burlarse de ella, pero se sentía tonta e impotente. Todavía creía que Bobbie Crocker era el hermano de Pamela, pero comprendía que, cuando verbalizaba esta idea, sonaba tan delirante como la mayoría de los residentes de BEDS. Sabía que podía hacer más cosas con el número de la seguridad social, y que las haría, pero ya se habían perdido la película, por lo que accedió a las súplicas de David para que apagara el ordenador y se marcharan.

Capítulo 16

Whit era capaz de alzar su bicicleta de carreras Bianchi sujetándola con sólo dos dedos de la mano y meterla en la vieja y atestada cochera victoriana del edificio, pasándola por encima de una carretilla y de los trastos del resto de los inquilinos: esquíes, tablas de snowboard, monopatines, botas e, incluso, su otra bicicleta, además de cajas de cartón llenas de libros, ropa, tostadoras y tazas de desayuno. Consciente de que, casi con toda seguridad, Talia se encontraba detrás de él en el portal echando un vistazo al correo, levantó la bicicleta con elegancia para guardarla. Eran los primeros momentos de la noche del viernes. El sol acababa de desaparecer tras las montañas Adirondacks en la otra orilla del lago. Todavía había luz en la calle, pero pronto desaparecería. La humedad se iba apoderando del ambiente a medida que oscurecía. Whit no tenía muy claro si estaba levantando la bicicleta con dos dedos para comprobar lo ligero que era el cuadro -lo cual constituía para él una muestra de la sofisticación de su máquina y de su profesionalidad como ciclista- o porque pensaba que, con este gesto, dejaría pasmada a la chica ante su imprevista demostración de fuerza. A pesar de la contradicción existente entre ambas motivaciones, supuso que la razón sería una combinación de las dos. Él no estaba interesado en Talia, sino en su compañera de piso, pero las leyes de la transferencia hormonal lo empujaban sin remedio a fanfarronear ante ella. Lo cierto es que pensaba mucho en Laurel cuando no estaba ocupado entre clases y laboratorios, a pesar de que era consciente de que ella salía con otro hombre. Pero la muchacha parecía solitaria y simpática, y Whit suponía que escondía un secreto que, a veces, le hacía daño sólo de mirarla.

Ató con rapidez la bicicleta a un puntal. Cuando salió de la cochera, Talia seguía sentada en las escaleras del portal. Resultaba evidente que el modo en el que había guardado su máquina y la facilidad con la que había alzado el cuadro no habían causado la más mínima impresión en la muchacha.

Consciente de que no había hecho muchos kilómetros ni rodado con la intensidad suficiente para que su olor resultara especialmente repugnante, decidió sentarse junto a ella. Le sorprendió ver que Talia estaba leyendo un folleto sobre paintball, y supuso que lo habría encontrado en el buzón, entre el resto del correo.

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