– ¿Qué?
– Dijo algo de una persona con la que había trabajado alguna vez en una revista. Se llamaba… Reese.
– ¿De nombre o de apellido?
– Pues no lo sé, pero tengo algo en la punta de la lengua.
– Dime.
– Esto fue hace, más o menos, un año.
– Ya lo sé -dijo Laurel, esperando no resultar impaciente.
– Podría jurar que Reese era su nombre, y que…
– ¿Qué?
– ¿Sabes qué? Creo que estuvo viviendo con ese tal Reese después del hospital. Sí, eso debe de ser.
– ¿Y por qué le abandonó?
– No le echan apio -comentó Serena masticando lentamente su ensalada-. Nosotros sí. Toda ensalada de huevo que se precie tiene que llevar apio.
– Estoy de acuerdo -dijo con cortesía Laurel-. ¿Por qué crees que Bobbie se marchó de casa de ese amigo?
– Igual lo echaron.
– ¿Echar a Bobbie? ¿Tú crees?
– Puede que no lo echaran por ser un mal compañero de piso, sino por no pagar su parte del alquiler.
– ¡Pero si tenía más de ochenta años! ¿Qué podía esperar de él ese Reese, sobre todo a sabiendas de que acababa de salir de un hospital psiquiátrico?
– La gente es cruel -dijo Serena con tono cortante-. Deberías saberlo, Laurel.
– Pero Bobbie era… muy mayor.
Serena se inclinó sobre la mesa, acercando la barbilla al plato. Sus ojos se abrieron mientras sus palabras sonaban suaves pero enfadadas:
– La edad no importa. Si mi padre se presenta con ochenta años a mi puerta y tengo que decidir entre ofrecerle una habitación o dejar que se congele en la calle, no me lo pienso. Le daría con la puerta en las narices, y no me considero una mala persona. El que a hierro mata a hierro muere, o como se diga.
Laurel reflexionó sobre esto.
– Estoy segura de que Bobbie nunca hizo daño a Reese, por lo menos no se portó como tu padre contigo.
– Yo también. Sólo digo que no sabemos. Creo que si quieres conocer la respuesta, deberías buscar a ese tal Reese.
– ¿Bobbie dio alguna pista sobre dónde vivía ese tipo?
– O esa tipa. Supongo que sería un hombre pero, ahora que lo pienso, Reese también podría ser un nombre de mujer.
– Sea como fuere, ¿dijo algo?
– Yo empezaría a buscar por Burlington o alrededores. Puede que Bobbie llegara de Waterbury a Burlington antes de acabar en las calles. Puede que saliera del hospital a cargo de una persona que vivía por aquí.
– Eso sí que sería una ironía.
– Mira -dijo Serena, estudiando a un par de hermosas mujeres en minifalda, seguramente dos jóvenes relaciones públicas de alguna empresa, pensó Laurel-, la vida entera es una ironía. Ironía, un poco de suerte y… diferencias. ¿Por qué tuve yo una madre que se dio el piro a las primeras de cambio y un padre que utilizaba mi cabeza como saco de boxeo, mientras esas dos de ahí tenían unos padres que las ayudaban a hacer los deberes y luego las enviaron a la universidad? No soy una amargada, en serio, pero sé que la vida no siempre es justa, y tengo la sensación, amiga, de que tú lo sabes tan bien como yo.
Laurel dejó el trabajo a las cinco, a pesar de lo poco que había hecho ese día, pero quería llegar a la biblioteca antes de que fueran las seis y cerrara el mostrador de consultas. Estaba impaciente por hincarle el diente a los microfilmes o las copias en papel que tuvieran de los números antiguos de la revista Life.
La biblioteca sólo conservaba números de la revista posteriores a 1975, pero disponía de microfilmes de las ediciones que se remontaban hasta 1936. Laurel estaba llena de entusiasmo, y con la ayuda de un aplicado bibliotecario seleccionó al azar un carrete de los años sesenta. Después, se sentó en uno de los puestos de la sala de lectura y empezó a estudiar las imágenes, que iban desde la cafetería de una tienda de Woolworth en Greensboro, Carolina del Norte, hasta un orgulloso Charles de Gaulle alardeando de la primera detonación de una bomba atómica de su país. Vio a David Ben-Gurion, Nikita Jrushchov y un avión espía U2.También descubrió la historia de Caryl Chessman, un tipo cuyo nombre no había escuchado antes, pero cuyo rostro le dio escalofríos, pues fue ejecutado por secuestrar y violar a dos mujeres una década antes. Parecía posible, basándose en el artículo, que hubiera sido inocente.
Laurel intentó pasar por alto la publicidad, aunque alguna resultaba hipnótica: los cigarrillos light que anunciaban cantantes y actores, los bombarderos de las Fuerzas Aéreas empleados para promocionar aceite de automóviles, las recetas que incluían los anuncios de sopas en lata, harina de repostería o envases de requesón Borden…
Casi se queda ciega intentando leer los pequeños caracteres que, en contadas ocasiones, aparecían en el lateral o a pie de foto. Para su desconsuelo, sólo una pequeña parte de las imágenes tenía créditos. Descubrió el motivo al llegar a los números de mayo, cuando la biblioteca estaba a punto de cerrar. Allí, justo detrás de la portada de la revista, había una larga y estrecha columna en la que se listaba el equipo de redacción de la publicación. Incluía un montón de nombres entre editores, colaboradores y fotógrafos.
Allí lo encontró. No a Bobbie Crocker ni a Robert Buchanan, pues se habría puesto a girar como una peonza sobre su asiento del puesto de lectura. Sin embargo, en su lugar vio otro nombre que, en ese momento, le pareció un gran hallazgo. En el encabezado de una columna en la que aparecían unos treinta fotógrafos, una letanía en orden alfabético que incluía a Margaret Bourke-White, Cornell Capa o Alfred Eisenstaedt, se encontraba un ayudante de edición de imagen llamado Marcus Gregory Reese.
Antes de abandonar la biblioteca, Laurel imprimió la lista de miembros del equipo de redacción para tener una copia de los nombres, y luego buscó a Marcus Reese en la guía telefónica de Burlington, pero no lo encontró. Tampoco aparecía en los listines de los distritos de Waterbury, Middlebury o Montpelier. Después, se dirigió a las oficinas del periódico local, que estaban a un par de manzanas al oeste, en la misma calle, College Street. Había quedado con David en el cine a las siete menos cuarto, pero se sentía tan excitada por lo que acababa de descubrir que quería mostrarle cuanto antes la copia que tenía del equipo de redacción.
David se encontraba hablando por teléfono en su despacho cuando ella llegó, pero parecía evidente que la llamada se acercaba a su fin, así que Laurel le puso la lista encima de la desordenada montaña de papeles de su escritorio y le señaló el equipo de edición de imagen. Él asintió con cortesía, pero estaba claro que el nombre de Marcus Gregory Reese no le decía nada. Justo entonces, Laurel cayó en la cuenta de que no había ninguna razón para que a David le sonara, pues todavía no sabía lo que ella había hecho ese día y él no había comido con Serena. Por eso, en cuanto colgó, le contó todo lo que le había dicho Serena.
– ¡Qué hijo de su madre! -exclamó.
– No pude encontrar a Reese en la guía de teléfonos, pero seguro que doy con él en Internet. Quiero utilizar esas herramientas de búsqueda que tenéis aquí, en el periódico. Ahora que tenemos el número de la seguridad social de Bobbie, a ver qué podemos encontrar.
– ¿Qué? ¿Pero no íbamos a ir al cine?
– No tardaremos mucho.
– ¡Pues claro que tardaremos! -dijo David, levantándose-. ¡Tenemos que darnos prisa!
– Déjame hacerlo. -Esta frase se le escapó con una cierta entonación obsesiva que les sorprendió a ambos.
David permaneció un momento en silencio y luego dijo:
– Laurel, déjalo para la noche. Relájate un poco.
– Es importante -exclamó ella, incapaz de suavizar el tono de su voz.
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