¿Se sentía mal David por el modo en que se mantenían distantes? Quizá, pero no lo suficiente como para que tuviera ganas de hacer algo para cambiar las cosas.
Esa mañana, en la consulta del pediatra, David ya había estado pensando en Laurel, preocupado por el interés que la joven mostraba por el caso de Bobbie Crocker. Por eso, cuando Marissa mencionó a la muchacha, se le pasó por la cabeza que igual era bueno para su pareja pasar un poco de tiempo con sus hijas. Así tendría algo en lo que centrarse y se olvidaría un poco de ese viejo fotógrafo fallecido.
– ¿Por qué preguntas por Laurel? -le dijo a su hija.
– Porque necesito un primer plano.
– ¿Perdona? -David no estaba seguro de haber escuchado bien.
– Ya sabes, una foto en la que parezca una auténtica profesional. Voy a ir a un casting para Ana de los milagros y competiré con otras cincuenta niñas por el papel de Helen Keller. Se presentará un montón de gente, así que pienso que necesito toda la ayuda que pueda conseguir.
– ¿Y quieres que Laurel te saque la foto?
– Podría pagarle con mi propina de los próximos dos meses.
– ¡Oh, vamos! No creo que ella acepte el dinero.
– ¿Estás seguro? No sé, es que es un favor muy grande…
David soltó un suspiro de alivio, contento por descubrir que Marissa había sacado el tema de su novia por el simple motivo de que quería que le hiciese una foto.
– No creo que sea un favor tan grande -dijo.
– Bueno, pero de todos modos es un favor, sobre todo si no lo pago. Y Laurel ya ha hecho muchas cosas por mí.
– ¿Muchas cosas?
– Se conoce todas las tiendas de moda de la ciudad, y me ha llevado muchos días de compras. ¿Has visto las faldas y bufandas que me ha comprado?
– Sí, me acuerdo.
– Creo que esto es lo que tiene enfadada a mamá. La idea de que tu novia universitaria…
– Laurel terminó la universidad hace cuatro años y tu madre lo sabe -la interrumpió David, ligeramente molesto-. También tiene un máster en Trabajo Social, y eso lo debería saber también.
Marissa permaneció reflexionando un poco sobre todo esto y luego añadió:
– Tengo una pregunta.
– ¿Cuál?
– A veces Laurel parece un poco, no sé, como en las nubes.
David sabía que su hija mayor era perspicaz y entendía a la gente, por eso no le sorprendió que se hubiera percatado de que había algo extraño en su compañera, que a veces estaba un poco como ausente. En su opinión, Laurel siempre iba a ser un pajarito hermoso pero herido. Sin embargo, no iba a contarle lo que le había pasado en Underhill. Por lo menos no en esa ocasión. Puede que algún día se lo explicase, cuando a Marissa le llegase el momento de aprender que el mundo, Vermont incluido, es un lugar peligroso. Pero ahora no era cuestión de entrar en detalles.
– Bueno, supongo que, como todo el mundo, a veces puede estar un poco triste -contestó con naturalidad, esperando que su respuesta no sonara evasiva.
– No es triste, es algo distinto.
– Entonces, ¿qué es?
– Es que ella es un poco… transparente.
– ¿Transparente?
– Como las cortinas del dormitorio de mamá, ¿sabes?, ésas que puedes ver a través de ellas.
– Sí, las conozco.
– Pero me gusta. Lo sabes, ¿no?
– Claro que lo sé.
Una mujer con una carpeta -una enfermera de la edad de Laurel- exclamó con cortesía: «¿Marissa?», buscando una reacción entre los presentes.
– Esos somos nosotros -dijo David, alzando la mano y después, porque le pareció divertido, la de su hija.
Marissa se rio ante la idea de ser una marioneta, pero se giró hacia él al incorporarse y le preguntó:
– Entonces, ¿Laurel podrá sacarme la foto?
– Se lo preguntaré a ver qué dice -respondió, aunque estaba seguro de que aceptaría.
David estaba contento. Le encantaba la idea de que Marissa compartiera su interés por el teatro con Laurel. Además, le gustaba pensar que así su pareja estaría ocupada en su tiempo libre con algo que no fuesen las obras de un fotógrafo esquizofrénico.
– ¿De verdad lo harás?
– Pues claro.
La pequeña dio dos o tres saltitos seguidos mientras daba palmaditas, hasta que, de repente, se estremeció y cerró los ojos porque, evidentemente, había aterrizado exactamente sobre el dedo malo del pie.
Laurel no había podido dedicarle mucho tiempo a Serena durante el funeral de Bobbie. Sólo charlaron lo justo para retomar el contacto y fijar una fecha para comer juntas.
Ese viernes, cuando la volvió a ver, la encontró mucho mayor de lo que se esperaba, pero también mucho más sana que cuando era una adolescente y estaba en la calle. Serena ya se encontraba en el lugar de la cita cuando Laurel llegó al restaurante, un pequeño bistró a orillas del lago que no quedaba muy lejos de la cafetería en la que trabajaba. Se había sentado en una mesa enfrente de un muelle del puerto donde acababa de amarrar un ferri procedente de la otra orilla del lago, situada en el estado de Nueva York. Los pasajeros, en su mayoría turistas, descendían bajo el otoñal sol de mediodía. Era un barco grande, pero había tanta gente desembarcando que a Laurel le recordó a los coches del circo de cuyo interior salían un montón de payasos.
Los ojos de Serena, de un azul vivo, no habían cambiado. Sin embargo, sus antes marcados pómulos estaban ahora ocultos por las redondeces de una cara cuyos rasgos se habían suavizado. El cabello todavía le caía en cascada sobre los hombros, pero ahora era un poco más rubio de lo que Laurel recordaba. Cuando Serena la vio, alzó las cejas al reconocerla, se incorporó y le hizo un pequeño saludo desde la silla. Llevaba una camiseta rosa que dejaba al descubierto su estómago. Un pendiente brillaba en su ombligo emergiendo de un pliegue de carne como el ribete de un pantalón. Lucía un par de aros del tamaño de un brazalete colgando de las orejas.
– ¡Llevamos años sin vernos y, ahora, dos veces en una semana! -dijo Serena.
Laurel había traído con ella unas copias de ocho por diez de las fotos que hace años le hiciera a Serena. En cuanto se sentaron, las sacó del bolso y se las entregó.
– Tengo una sorpresa para ti -dijo, contemplando cómo los ojos de Serena se abrían como platos al ver las imágenes.
– ¡Joder! ¡Pero si estaba en las últimas! Tía, el aspecto de heroinómana no me sentaba nada bien -murmuró Serena, meneando la cabeza con cierta incredulidad. Después, temiendo haber herido los sentimientos de Laurel, añadió-: A ver si me entiendes, las fotos son muy buenas. Sólo que yo doy un poco de miedo, ¿no te parece?
– ¡Pues claro! Las pintas de heroinómano no le sientan bien a nadie -contestó Laurel.
– ¿Me las puedo quedar?
– Para eso las he traído.
– Gracias. Algún día se las enseñaré a mis hijos para asustarlos. Aunque, pensándolo mejor, no creo que lo haga. ¿Quién querría ver a su madre con estas pintas?
– Estabas atravesando un mal momento y no era tu culpa. Lo importante es que conseguiste salir adelante.
– Tuve suerte -dijo Serena cerrando los ojos-. Mi tía decidió regresar a Vermont y me acogió en su casa. Ahora tengo que buscarme un sitio para mí sola, que ya va siendo hora.
Laurel cayó en la cuenta de que no sabía si esta tía era hermana de su madre o de su padre, pero teniendo en cuenta que la madre la había abandonado cuando era pequeña, suponía que sería pariente paterno. Le preguntó si había vuelto a ver a su padre o a hablar con él.
– No, él mantiene las distancias y mi tía se preocupa de que no coincidamos. Es consciente de que su hermano es un cerdo. Una vez me envió un cheque. No quise cobrarlo, pero mi tía se empeñó, así que fui al banco y me lo devolvieron por falta de fondos. También hubo una vez que, por Semana Santa, se presentó en casa borracho y sin que nadie lo hubiera invitado. Por suerte, ese día estábamos reunidos un grupo bastante grande en casa de mi tía e, incluso con el pedo que llevaba encima, se dio cuenta de que no era bienvenido, así que se piró. Pero sabe dónde trabajo y dónde vivo, así que seguro que aparece otra vez.
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