– Ahí estábamos, sentados a la sombra de uno de esos arces que todavía no han talado, contemplando el agua y las montañas Adirondacks y tomándonos nuestros Yoo-hoos. De repente, va Bobbie y salta: «¿Te gusta esta vista? Pues tendrías que haber contemplado la que había desde mi dormitorio cuando era niño. Por una ventana, el estrecho de Long Island; y por la otra, una mansión con una torre». ¡Una torre! ¿Qué te parece? Los maravillosos mundos de Bobbie eran así. Le sonreí y cambié de tema.
De repente, Howard apartó su plato y agarró con firmeza el borde de la mesa.
– ¿Sabes qué era lo mejor de Bobbie? -dijo muy emocionado mientras todos permanecían a la espera de la respuesta-. ¡Que era un tío normal!
Pete se permitió otra de sus carcajadas duras, cortas y amargas.
– Sí, ese era Bobbie Crocker. Mientras algunos abueletes se dedican a jugar al golf en Fort Lauderdale, él veraneaba en un contenedor en Cherry Street y se pasaba los inviernos en el hospital psiquiátrico. Un tío normal, ese Bobbie Crocker.
Cuando Laurel volvió a mirar a Howard, descubrió que asentía con la cabeza, con ojos melancólicos y un poco alicaídos, totalmente ajeno al desdén y la ironía de muchos de los comentarios de Pete Stambolinos.
A media mañana, Katherine asomó la cabeza por la puerta del despacho de Laurel. La muchacha estaba ocupada con un nuevo residente llamado Tony, un joven que afirmaba haber sido la estrella de su equipo de fútbol del instituto en la ciudad de Reveré, Massachusetts, hacía ocho o nueve años, y que había pasado la noche en el dormitorio masculino del albergue. Su familia le había abandonado, igual que las de Pete, Paco, Howard y -al menos eso pensaba Laurel- la de Bobbie. La única diferencia es que Tony era mucho más joven que los otros indigentes. El muchacho se revolvía nervioso en la silla y no paraba de abrir y cerrar los puños. Era de esas personas que constantemente se muerden las uñas, hasta el punto de que todas sus cutículas parecían haberse pasado la noche entera sangrando.
– Siento interrumpir, pero tengo que salir a una reunión en Montpelier y quería pillarte antes de marcharme -dijo Katherine, ofreciendo a Tony un saludo de disculpa y levantando las manos en un gesto que sugería que no le había quedado más remedio que interrumpirles.
Laurel salió al pasillo para hablar con su jefa.
– Igual te llama un abogado de Nueva York para pedirte que dejes de revelar las fotos de Bobbie Crocker -dijo Katherine-. Incluso podría solicitarte que se las entregaras, a él o a otra persona. Pero no tienes que hacerlo, ¿entendido? No te dejes intimidar.
– ¡Caramba! ¿Abogados? ¿Desde cuándo andamos en pleitos?
– No fuimos nosotros los que empezamos -dijo Katherine, y Laurel comprendió al momento quién había sido y por qué su jefa parecía un poco alterada: se sentía coaccionada, y no estaba dispuesta a tolerarlo. Tampoco iba a permitir que lo que ella concebía como el deseo de uno de sus residentes fuera brutalmente pisoteado.
Le contó a Laurel su conversación con la procuradora municipal y luego añadió:
– No fue la mujer quien llamó, por supuesto. Ese tipo de gente nunca lo hace, se lo encargan a su abogado, que telefoneó a Chris Fricke. En fin, que esa vieja bruja cree que las fotos le pertenecen porque aparece en algunas de ellas.
– En una solo.
– Y su hermano también.
– Su hermano únicamente sale en una.
– Y además hay otras de su antigua casa.
– Sí.
– Sea como sea, la mujer sostiene que Bobbie robó o encontró una caja llena de fotos y negativos de su familia, y quiere que se le devuelva todo el material intacto, tal y como Bobbie lo dejó. Quiere comprobar si hay algo más que le pertenezca.
– ¡Bobbie no robó nada a esa gente! Él era parte de su familia. ¡Era su hermano!
Katherine permaneció en silencio, observando a su amiga.
– ¿De verdad lo crees?
– No lo creo -dijo Laurel, muy irritada, bajando la voz-. Lo sé. Estoy totalmente segura de ello.
– Bueno, pues no lo hagas. Abandona esa idea ya mismo, ¿entendido?
– ¿Qué? ¿Por qué?
– Porque si Bobbie fuera de verdad su hermano, lo cual, en mi opinión, es totalmente imposible, entonces estaríamos obligados a entregarle todas las fotos.
– Tengo algo que contarte, Katherine. Ya no me cabe ninguna duda -dijo Laurel, intentando que su voz sonara tranquila sin conseguirlo-. Todo concuerda, está todo muy claro. Esta misma mañana he estado desayunando con unos inquilinos del Hotel New England.
– Déjame adivinar. ¿Pete y compañía? Debe de haber sido toda una experiencia.
– Ha estado bien. Me prepararon todo un festín. Pero lo importante es que las cosas que me contaron apuntan a que Bobbie es el hermano de esa mujer.
– ¿En serio?
– Bobbie les dijo que había crecido en Long Island y que tenía familia en Kentucky.
– Comprendo la conexión de Long Island pero ¿qué hay en Kentucky?
– De allí era su madre. Nació y pasó su infancia en Louisville.
Katherine suspiró y le dio un pequeño apretón en el brazo.
– Cuando me dijiste que reconocías los lugares que aparecían en las fotos, yo también creí que Bobbie había vivido cerca de tu club de campo. En serio, lo creía. Y todavía puede que tengas razón. ¿Quién sabe? Pero…
– Sacó fotos de la casa, la mansión de su niñez, incluso a mediados de los años sesenta. Ayer revelé un par de ellas de esa época.
– O quizá fuera otra persona quien las sacara, puede que a petición de esta señora.
– Mira…
– Laurel, el abogado de esta mujer lo ha dejado bien claro: el hermano de su cliente falleció hace años, hace décadas. Nadie sabe cómo llegaron a manos de Bobbie las fotos y los negativos, pero la señora quiere que los dejes como están y que se los entreguemos. Nosotros no tenemos que hacerlo, por el momento, precisamente porque ella insiste en que Bobbie no era su hermano y que no tenía ninguna relación con él. Ésa es la clave, y a eso es a lo que voy. Mientras esta viuda de Long Island siga afirmando que no tiene ningún vínculo con Bobbie, las fotos no son suyas y no puede reclamarlas basándose en relación de parentesco.
Laurel reflexionó un poco sobre el asunto. No se le escapaba la ironía. Si reconocía quién había sido Bobbie, Pamela Buchanan Marshfield tendría un motivo para reclamar, y probablemente conseguir, las fotos. Aparentemente, resultaba que era verdad que había gente por ahí que andaba detrás de ellas. Los temores de Bobbie podrían haber sido desproporcionados, pero no del todo infundados.
– Si BEDS se queda con los revelados cuando termine de hacerlos… -empezó a decir Laurel.
– BEDS no, el Ayuntamiento de Burlington. El término legal es reversión al Estado. Como Bobbie murió sin dejar testamento, sus posesiones pasan directamente a pertenecer a la ciudad. Y en Burlington eso significa vender los bienes y dedicar el dinero que se obtenga a financiar las escuelas públicas, aunque, en este caso, estoy segura de que el Ayuntamiento nos las venderá por un precio simbólico, un dólar o algo así, para que las utilicemos como parte de nuestras campañas benéficas.
– Que es el motivo por el que quieres que nos las quedemos.
– Uno de los motivos. Pero también me interesan porque eran la única cosa que le importaba a uno de nuestros residentes tanto como para llevarlas siempre consigo. Eso tenemos que respetarlo. Y me gustaría montar la exposición que Bobbie se merecía. Me encantaría organizar un evento que recuerde a la ciudad que los indigentes son también personas con talento, sueños y logros.
– Entonces, sigo revelando.
Katherine se quedó en silencio y, por un momento, Laurel temió que le iba a pedir que dejara de hacerlo.
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