Paco sería más o menos de la edad de su madre, pero tenía la piel tan curtida y gris que podría decirse que era tan mayor como su abuelo.
– Bueno, pero también puedes seguir un consejo que vi una vez en una pegatina en un coche -comentó Howard-: «La vida es breve, empieza por el postre». Siempre me gustó esa frase.
Laurel puso de todo un poco en su plato y se sirvió agua caliente de la cafetera que estaba al fuego en una taza. Después, tomó la silla que Howard le ofreció amablemente y empezó a remojar su bolsita de té, contemplando cómo los tres hombres se preparaban una montañita de comida en sus platos.
– Así que quieres saber cosas sobre Bobbie -dijo Pete con brusquedad nada más sentarse.
El hombre descansó su barbilla en la mano, mostrando una franja de piel más blanca en la muñeca donde solía llevar un reloj. Como muchos inquilinos del Hotel New England, pasaba mucho tiempo en la calle en verano y otoño. Era necesario para escapar de los estrechos confines de su espartano cuartucho y, al mismo tiempo, para tener una rutina que le proporcionase seguridad. Laurel sabía que le gustaba sentarse en un banco, cerca del Ejército de Salvación, soleado por la mañana y a la sombra por la tarde. Allí pasaba las horas, unas veces reunido con sus acólitos y otras, sencillamente, dormitando. Había dejado de beber, aunque Laurel no tenía ni idea de cómo lo habría conseguido, pues su mirada brillaba demasiado para ser un miembro de Alcohólicos Anónimos.
– Antes era rico -les informó Howard-, tremendamente rico.
– Sí, claro, y yo también -se burló Pete.
– No, tú no -le espetó Howard.
– Puede que todos seamos ricos a nuestra manera -propuso Pete.
– No, Bobbie era rico de verdad -insistió Howard.
– Y tú, ¿cómo lo sabes? -le preguntó Pete con un tono a la vez lóbrego y enojado. El rostro de Howard se ensombreció como pintura descascarillada-. ¿Cómo podrías saberlo? La mitad del tiempo Bobbie no se acordaba ni de dónde era, y la otra mitad se la pasaba peleándose a voces con su padre. Por cierto, Laurel, su padre estaba muerto. Así que ya ves tú qué plan. No perdamos de vista el hecho de que el hombre había estado en el hospital psiquiátrico.
– ¿De qué tipo de cosas hablaba con su padre? -preguntó Laurel.
– Era él quien oía voces, no yo.
– Ya lo sé, sólo me preguntaba si alguna vez os contó de qué hablaba con él.
– Cuando la gente habla sola en público, sobre todo si lo hacen con alguien que lleva mucho tiempo muerto, prefiero pedirles que cierren el pico, no que compartan conmigo sus películas.
A Laurel no le sorprendió la noticia de que Bobbie estuviera peleado con su padre, así que intentó presionarles para conseguir más información:
– Pero seguro que alguna vez escuchasteis lo que decía Bobbie.
Pete entrecerró los ojos para recordar y dijo:
– Decía que su padre tenía un montón de contactos, mucha influencia con gente importante. Ya sabes, que les había hecho favores. Por eso no entendía por qué su viejo no llamaba a alguien para ayudarle. O, mejor dicho, para ayudar a otras personas. En realidad, Bobbie casi nunca pedía ayuda a su padre. A veces incluso algunos de nosotros aparecíamos en sus conversaciones. En una ocasión, sólo para ver si se callaba, le dije que no necesitaba que su viejo me echase una mano. Como no conseguí que cerrara el pico, le dije que su padre no estaba mal del oído y que no tenía que hablar tan alto. Por lo menos, gracias al cielo, después de eso se puso a susurrar.
– Conocía a todo el mundo -dijo Paco de repente.
– ¿El padre de Bobbie? -preguntó Laurel.
– No, Bobbie.
– Decía que conocía a un montón de gente a la que había sacado fotos -explicó Pete, llevándose a la boca el tenedor con un enorme trozo de tostada-. Se supone que así es como les conoció.
– Nunca os enseñó sus fotos, ¿verdad? -dijo Laurel.
Pete soltó una sonora risa entre dientes, una especie de aullido, y se reclinó sobre el respaldo de la silla cruzado de brazos.
– Ni por asomo. No paraba de repetir que alguien se las quería quitar, que iban detrás de ellas… o de él.
– ¿Tenéis alguna idea de quién podía ser?
– Los de siempre. La mitad de los tarados de este hotel piensan que alguien les persigue.
– Laurel, las tostadas también están muy ricas con mermelada de uva, ¿sabes? -dijo Howard-. Cuando no puedes permitirte sirope de arce es mejor no conformarse con sucedáneos y pasarse a la confitura de uva.
– ¿Os dijo alguna vez dónde vivía cuando era fotógrafo?
– Si es que alguna vez lo fue… -dijo Pete.
– Sí que lo fue. He visto las fotos -añadió Laurel-.Ayer por la noche estuve en la sala de revelado de la universidad haciendo hojas de contacto y revelados de algunos de sus negativos. Fue un fotógrafo de verdad.
– ¡Hijo de su madre!
– Sí, hijo de su madre -repitió Laurel.
– ¿De qué son esas fotos? -preguntó Paco-. ¿De verdad son de gente famosa?
Laurel les habló de las fotos que Bobbie había dejado y de los negativos que había revelado la noche anterior. De pronto, Pete la sorprendió con el siguiente comentario:
– ¿Has ido a la biblioteca? ¿Has consultado los archivos de viejas revistas en la hemeroteca? Escucha: consigue los números antiguos de Life, y también los de Looks. Allí los tienen todos. Así podrás saber si de verdad Bobbie sacó esas fotos. Sólo tienes que mirar los créditos.
– ¡Es una magnífica idea! -exclamó Laurel.
Howard mostró una amplia sonrisa y miró con orgullo a su amigo:
– Pete seguramente sea el mayor hijo de puta que conozco, pero también uno de los más listos.
– Yo hice las tostadas, así que no soy un hijo de puta.
– Bobbie le contó a alguien que conozco que era de Long Island -dijo Laurel-. ¿Alguna vez os lo dijo a vosotros?
– ¡Claro! Y que de niño había vivido en una bahía del estrecho -contestó Paco, y, al instante, Laurel sintió una palpitación de emoción en el pecho.
– ¿Os contó algo más?
– Decía que vivió en una mansión.
– ¿Alguna vez mencionó que tuviera hermanos?
– No, que yo recuerde -dijo Howard, relamiéndose el azúcar del donut de los dedos.
– Una temporada vivió en Francia -intervino Pete-, o al menos eso decía él. Contaba que había luchado en la Segunda Guerra Mundial.
– ¿Cuándo vivió allí? -preguntó Laurel-. ¿Os lo dijo?
– Creo que justo después de la guerra. Estuvo luchando y luego volvió. O puede que se quedara… no lo sé. Estuvo en Normandía.
– Y después me parece que vivió en Minnesota -añadió Howard.
– ¿Minnesota? -el tono de sorpresa en la voz de Laurel era evidente.
– ¿Qué pasa? ¿No te parece posible? -le preguntó Pete-.A mí me resulta más creíble verle en Minnesota que en una casa de la campiña francesa rodeado de girasoles.
– Bueno, supongo que todo es posible. Lo que pasa es que nunca me lo imaginé viviendo en el Medio Oeste, aunque lo cierto es que tampoco entre los girasoles de la campiña francesa.
– ¡Eh! No sé si había girasoles alrededor de su casa. Lo único que contaba es que era una casa de campo que los nazis habían usado como vivienda para sus oficiales, que la habían dejado hecha un asco, y que, luego, los americanos habían bombardeado una parte del edificio. Decía que tenía un viñedo y filas de parras, pero que, para cuando la guerra terminó, ya no estaban.
Un ala de la casa, por supuesto, no la que ocupaban ellos, no era más que un montón de cenizas.
– ¿Por qué volvió? ¿Había alguna mujer?
– Eso decía.
– ¿Os dijo cómo se llamaba? ¿O el nombre de la ciudad?
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