Chris Bohjalian - Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker.
Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada.
Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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¿Qué pasa, desconocida? ¡No se te ve el pelo ! ¿Es porque me huele mal el aliento ? Volveré a eso de las 6 o 6:30. ¿Por qué no cenamos juntas y me cuentas ? Quiero saber qué tal te fue el viaje a casa.

Besos, T

No había visto a Talia desde antes de marcharse a Long Island. Su compañera había salido con unas amigas el martes y ella pasó la noche del miércoles en casa de David. Podrían haber desayunado juntas el día anterior, después de que Laurel regresara de la piscina, pero, como llevaba un par de días sin acudir al trabajo, al terminar de nadar se fue directamente al albergue sin pasar por casa. A ambas les resultaba muy extraño pasar tanto tiempo sin coincidir estando las dos en la ciudad. Laurel barajó la posibilidad de cambiar de planes e ir al laboratorio después de cenar pero, finalmente, decidió que no podía esperar tanto. Además, se imaginó que vería a Talia el viernes, aunque sólo fuera para que le contara los detalles de su excursión del día siguiente para jugar al paintball. Por eso, garabateó una nota de disculpa y cogió los negativos, las fotos e incluso las instantáneas de Bobbie Crocker. Decidió guardarlo todo junto en su consigna del laboratorio fotográfico de la universidad, por si acaso quería comparar un par de imágenes. Después, bajó despacio las escaleras y salió de nuevo al fresco aire otoñal. Había pensado comer algo mientras estaba en casa, pero prefirió no arriesgarse. Cuanto más permaneciera en el apartamento más posibilidades tenía que Talia regresase, y entonces pasarían horas antes de que pudiera ponerse manos a la obra.

Con las hojas de contacto, pudo comprobar lo dañados que estaban los negativos, pero se entregó a limpiarlos y revelarlos con mimo, intentando conseguir lo mejor de cada imagen. Algunas de las fotos presentaban arañazos y rajas en el centro, o partes enteras sucias, y necesitaría encontrar a alguien dispuesto a retocarlas digitalmente. En un momento dado, un estudiante unos cinco o seis años menor que ella, que también se encontraba esa tarde trabajando en la sala de revelado de la universidad, echó un vistazo a una de sus bandejas. El muchacho era un rechoncho personaje que llevaba una camiseta holgada y una fila de tachuelas en el cartílago de la oreja. Tenía unos rizos enmarañados del color de la cresta de un gallo. A la luz rojiza del cuarto de revelado, parecía salido de las páginas de un cómic.

– ¡Ese es Eisenhower! -dijo triunfante, señalando la imagen de la bandeja.

– Ya lo sé -murmuró Laurel, recordando que le habían contado la historia de que Bobbie afirmaba que aquel presidente le debía dinero.

– Supongo que no habrás sacado tú estas fotos. Parecen antiquísimas.

– Bueno, antiquísimas no, sólo viejas.

– Mucho. -El muchacho observó por unos instantes el baño químico y añadió-: y eso es la Exposición Universal de 1964 en el barrio de Queens. Esa enorme bola del mundo todavía existe, está junto al Shea Stadium.

– Cierto. -Laurel procuraba que su voz sonase lo más seca posible sin llegar a ser grosera. Sólo quería que sonara ocupada, centrada, absorta.

– ¿Quién las sacó?

– Un viejo amigo. Acaba de fallecer.

– Parece que no se preocupó mucho de cuidar este material.

– No -coincidió con él Laurel.

– ¡Una lástima! -añadió el joven-. Se nota que el tío era bueno.

– Sí.

– Yo me dedico sobre todo al metal, ¿sabías?

Laurel no lo sabía, pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Se preguntó si el chaval seguiría hablando si ella permanecía en silencio. Se temía que le propusiera echar un vistazo a sus obras.

– Pues sí. Coches, bicicletas y primeros planos de cadenas. Ese tipo de cosas.

Laurel meneó de nuevo la cabeza con un pequeño gesto casi imperceptible.

– A veces, cuando le digo a la gente que me dedico al metal, se piensan que me refiero al rock. Ya sabes, como si tocara en un grupo de heavy metal.

Laurel suspiró, pero fue un reflejo, no por conmiseración. Iba a tener que ser grosera, o por lo menos fría. Se quedó un buen rato contemplando una tira de negativos que colgaban de una cuerda detrás de ella, actuando como si el muchacho fuese completamente invisible. Al ver que ella no decía nada, el chaval masculló, haciéndose el ocupado:

– Bueno, tía, tengo un montón de cosas que hacer. ¡Ciao!

– ¡Ánimo! -le soltó, una formalidad conversacional que le salió de dentro, y, para su alivio, el muchacho volvió a sus propios revelados.

Laurel se quedó un par de horas más trabajando, mucho después de que el joven se marchara, hasta que la sala de revelado cerró por la hora. Comprobó que no eran uno, sino dos, los presidentes que aparecieron en las pequeñas bañeras: el otro era Lyndon Johnson con un gran sombrero y un cordón de cowboy al cuello. También había una actriz que no supo identificar, de un musical cuyo nombre no recordaba; un llamativo batería de jazz fumando un cigarrillo; una fila de secadores de peluquería, esos orinales con forma de casco unidos a un grueso tubo de acordeón; un jovencísimo Jesse Jackson al lado de una mujer que, pensó, podría ser Coretta Scott King; un personaje que apostaría a que era Muddy Waters (pero que podría haber sido cualquier otro); coches con alerones; una lámpara de lava; Bob Dylan; una anciana que creyó reconocer como una escritora; tres saxofones; un puesto de verduras en algún punto cerca de la catorce, en Manhattan; el arco de Washington Square; la punta del edificio Chrysler; otra media docena de fotos de la Exposición Universal de 1964 y, en una tira de negativos más nueva procedente de otra cámara, la pista forestal de Vermont que tanto odiaba. En una foto, aparecía en la distancia esa joven montada en bicicleta de montaña. De nuevo, como le sucedió con la imagen difuminada que poseía Bobbie y que había visto en la caja que Katherine le trajo a su despacho, la chica quedaba muy lejos para poder distinguir sus rasgos. Sin embargo, era alta y larguirucha, y el cuadro de la bicicleta se parecía al de su machacada Trek.

Y, por supuesto, había tres negativos de una cámara de gran formato en los que aparecía la curva de herradura del camino de asfalto que ascendía desde la carretera de la costa de East Egg hasta la propiedad de los Buchanan-Marshfield. En las imágenes, Laurel pudo ver un coche aparcado frente a las escaleras de la entrada de la mansión y, aunque no sabía mucho de automóviles, fue capaz de adivinar que se trataba de un Ford Mustang con el chasis blanco y una capota negra. Estaba casi segura de que era un modelo de los años sesenta.

Capítulo 12

Katherine Maguire, con los ojos cerrados, alzó el rostro hacia el sol de media mañana de ese día de septiembre, mientras caminaba junto a una procuradora municipal, llamada Chris Fricke, por las baldosas que desde hacía décadas servían de pavimento al pasaje comercial del centro de Burlington. Escuchaba atentamente a la abogada, pero al mismo tiempo disfrutaba del calor en sus párpados.

– Es un abogado que pertenece a un bufete de Manhattan, pero también tienen una representación en Underhill. Una especie de delegación, no una oficina. Por eso conocen un poco BEDS -le contaba Chris mientras, por debajo, sus tacones sonaban sobre las baldosas cada tres o cuatro sílabas.

Chris era una de las procuradoras municipales que trabajaba con BEDS desde hacía ya seis años, casi desde el día en el que se sacó la oposición y empezó a trabajar para el Ayuntamiento de Burlington. Era un poquito mayor que la directora de BEDS, tendría unos cincuenta y cinco, creía Katherine, y era una mujer peculiar y modélica: no comenzó a estudiar Derecho hasta que el menor de sus hijos empezó a ir al instituto. Como la mayoría de los empleados municipales, tenía mucha energía y determinación, y estaba totalmente convencida, a pesar de todas las evidencias que apuntaban a lo contrario, de que lo que hacía era de vital importancia para la humanidad. Trabajaba de voluntaria en el albergue, lo cual era mucho más de lo que nunca hicieron la mayoría de los abogados que colaboraban con BEDS. Había hecho un esfuerzo para concienciarse de lo duro que resultaba vivir en las calles y de las necesidades de la población sin techo, y por eso se había ganado la confianza y el respeto de Katherine.

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