Durante unos años, en el período en el que entabló amistad con un publicista llamado Bruce Barton, su padre dejó de beber. Barton era la segunda B de la famosa agencia BBDO. El hombre era autor de un librito que, en su momento, se convirtió en todo un éxito de ventas: El hombre al que nadie conoce. En él, Barton definía a Jesucristo como el primer gran empresario de la historia: ese individuo resuelto al que habrían recibido con los brazos abiertos en las juntas directivas de las grandes empresas de la década y que se habría sentido como pez en el agua en las fiestas que salpicaban esos tiempos, incluso en esas bacanales licenciosas que James Gatz organizaba al otro lado de la bahía. Para Barton -y, durante un tiempo, para mi padre-, Jesucristo era lo que se dice un machote, un juerguista que transformaba el agua en vino, un impresionante cuentista que creó parábolas que habrían servido de modelo para publicistas de todo el mundo.
Volviendo la vista atrás, a Pamela no le sorprendía del todo que su padre se hubiera obsesionado con El hombre al que nadie conoce y, después, con su autor, ni tampoco que, debido a su influencia, hubiera intentado, durante unos años, llevar una vida más ejemplar. Tom Buchanan siempre andaba buscando algo a lo que se refería, sin ningún tipo de ironía, como «ciencia», y Barton suponía un importante avance con respecto a otros títulos que tenía como libros de cabecera: La aparición de los imperios negros, de Goddard, Dominar a los orientales, de Melckie, y un panfleto especialmente virulento y bruto titulado El americano puro, de un tal C. R Evans. Pamela todavía se acordaba de sus contracubiertas y de las violentas discusiones que tenían sus padres cuando su madre hacía un comentario sarcástico sobre los libros y su padre se ponía a la defensiva.
En realidad, Pamela no esperaba que la chica se fijara en el detalle de los pendientes, pero se le había pasado por la cabeza que lo hiciera. Por eso, lo primero que se puso fueron esas grandes y brillantes margaritas. Quería comprobar cuánto sabía la joven trabajadora social, y pensó que esas joyas podrían ser un buen comienzo. Le pareció interesante que Laurel no hubiera querido enseñarle las fotos que había traído de Gatz y de sus fiestas, y se preguntaba si, detrás de este detalle, no se escondería todo lo que necesitaba saber. Parecía que la jovencita, preocupada por no herir sus sentimientos, no había querido desenterrar la infidelidad de su madre.
Sea como fuere, Pamela tenía muy claro que debía recuperar las fotos. Todas, incluidos los negativos. Se había pasado una parte muy importante de su vida intentando salvaguardar la reputación de sus padres, y se estremecía sólo de pensar en las verdades que se podrían conjurar gracias a esas viejas fotos. Puede que su padre no se mereciese que rehabilitaran su nombre, pero su madre sí. Su madre siempre intentó hacerlo lo mejor que pudo.
Por supuesto, Robert no pensaba así, y esa fue una de las razones por las que decidió escapar. ¿Qué vería su hermano cuando miraba a Daisy, a Tom o a ella misma? Seguro que algo más, algo diferente. Se podía adivinar en esos ataques de risa que le daban a destiempo, cuando no había sucedido nada gracioso o antes de que llegara el final de un chiste; en los comentarios obscenos que soltaba en los momentos más inoportunos: en una cena, durante el debut de una de sus amigas en el Plaza, cuando les visitaban sus primos de Louisville… Pamela recordaba esas ocasiones en las que sus padres o ella misma le habían descubierto de adolescente en una habitación -la cocina, la sala o su dormitorio- con la puerta abierta hablando solo; o aquella vez que le encontraron rodando por el suelo del comedor, medio dentro y medio fuera de la chimenea apagada, intentando asfixiarse a sí mismo con sus propias manos; o esa otra imagen que nunca podrá olvidar, quizá el peor de todos sus recuerdos: la cantidad de sangre que quedó en su colcha después de que destrozara los reyes y las reinas de su querido ajedrez de cristal antes de desplomarse en la cama. Pamela acababa de volver de compras con una amiga y le escuchó sollozando. Subió a la habitación a ver qué pasaba y terminó arrancándole afiladas esquirlas de cristales azules y negros de las palmas de las manos mientras esperaban la ambulancia. Nunca le contó qué había pasado o por qué lo hizo, pero diríase que había estado intentando decapitar las piezas.
Sin embargo, su hermano también tuvo largos períodos de perfecta lucidez y gran encanto. Era muy guapo, y resultaba muy atractivo para las chicas. Como todos los muchachos de East Egg, bailaba muy bien y solían invitarlo a las fiestas. Cuando tenía quince o dieciséis años, la época en la que Pamela estudiaba en Smith, se enteró de que su hermano empezó a salir con chicas. Había una con la que, acompañado de Daisy o de la madre de la chica haciendo de carabina, solía ir a Manhattan a ver películas, obras de teatro o conciertos. No demostraba mucho interés en aprender a tocar un instrumento, pero le encantaban Duke Ellington, Artie Shaw, Horace Heidt y sus Musical Knights. Su madre le contó una vez que un profesor le había informado de que Robert había besado a una vecina llamada Donelle durante un baile, mientras sonaba una balada de Billie Holiday Resultaba evidente que todo esto agradaba a Daisy.
Aquellos episodios ocasionales de violencia, como el del ajedrez… ¿acaso Tom no los tenía también? La propia Daisy poseía un temperamento bastante voluble. Había lanzado su buena porción de platos y copas de vino, dirigidos normalmente, aunque no siempre, a su marido.
Por desgracia, Pamela sólo tenía una vaga idea de lo que había estado haciendo su hermano todos esos años que pasó desaparecido. Le faltaban los detalles. Durante una gran parte de su vida, ni tan siquiera supo dónde estaba, a qué se dedicaba o dónde vivía. Era una muestra de hasta qué punto su hermano sentía repugnancia por sus padres y por ella. No sólo los evitaba y los rehuía, sino que durante muchos años había rechazado sus esporádicos intentos por proporcionarle ayuda.
Bueno, eso no era del todo cierto. Una vez, sólo una, Pamela consiguió convencerle para que se hiciera un chequeo en el asilo de Oakland.
Sin embargo, todas y cada una de las imágenes de su álbum de fotos estaban llenas de recuerdos. Se detuvo en una que su padre les había sacado a Daisy, a Robert y a ella cuando tenía dieciséis años. En esa época su hermano tendría doce. Su madre y ella estaban sentadas en la borda del velero que su padre había comprado durante uno de sus breves y, como de costumbre, no muy sinceros períodos en los que intentaba encontrar cosas que pudieran hacer los cuatro juntos. Creía que fue la última vez que realizó tal esfuerzo. El barco estaba anclado en la arena de la playa de detrás de su casa, la que su padre había creado poco después de que el pusilánime de George Wilson hubiera asesinado a James Gatz. Pasados unos días, como para mostrar al mundo que no le importaba un carajo que la gente se pasase por la mansión que quedaba al otro lado de la bahía y se quedasen embobados contemplando la luz al final del muelle de su propiedad, su padre enterró el césped que descendía suavemente hacia las aguas bajo un pequeño montículo de fina arena blanca. Una mañana, llegaron tres camiones cargados con los ingredientes de su nueva costa, junto con media docena de hombres con palas y rastrillos. Al final de la jornada, el embarcadero penetraba en las aguas de la ensenada desde una playa en lugar de desde un césped.
Normalmente, no se preocupaban por amarrar el bote al muelle, porque era más sencillo dejarlo varado en la arena. Era una embarcación demasiado pequeña para llegar más allá de las protegidas aguas de la bahía y, en realidad, sólo admitía a tres pasajeros a la vez, una muestra más para Pamela del escaso interés que puso su padre cuando lo compró para la familia Buchanan.
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