Chris Bohjalian - Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker.
Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada.
Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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Además, si quería desentrañar el misterio de cómo el hombre había llegado de la mansión que quedaba enfrente del club de natación de su infancia hasta una pista y un albergue para indigentes del norte de Vermont -y ahora Laurel tenía más ganas de saberlo que nunca-, iba a necesitar esas fotos para su investigación.

¿Tendría esto consecuencias? Se le había pasado por la cabeza. Pero Laurel comprendía mejor que nadie que, muy a menudo, el rumbo que toma una vida depende de circunstancias accidentales e imprevistas. Por ejemplo, ninguno de los residentes de BEDS había planeado terminar en el albergue.

– ¿Qué más hay en ese sobre? -le preguntó Pamela.

– Esto…

– Si son fotos de mi hermano, ¿no crees que tengo derecho a verlas?

– No, son…

– Niña, por favor, dámelas ahora mismo. Insisto -dijo la anciana, alargando el brazo sobre la mesita con la velocidad de una serpiente. Arrancó el sobre de entre los dedos de Laurel como si ésta, en lugar de tener veintiséis años, fuera una niña con una preciosa figurita de cristal en sus manos. Laurel estaba demasiado sorprendida como para reaccionar.

– Bien -dijo Pamela, prolongando este monosílabo con una pequeña frase mientras ojeaba las fotografías, deteniéndose un momento en la imagen de Jay Gatsby-: no debí haber dudado de ti. No son de Robert, ¿verdad?

– No.

– Mi hermano, por supuesto, jamás conoció a este horrendo personaje. Parece ser que yo le vi un par de veces, pero por suerte era demasiado pequeña para acordarme.

– ¿Dónde lo vio?

La mujer levantó la vista y la miró, frunciendo el ceño con maestría, y luego siguió hablando, ignorando por completo su pregunta:

– La gente sólo conoce su versión de lo que pasó, ¿sabes? ¡Gatz! Ese era su verdadero nombre. James Gatz. Se lo cambió a Jay Gatsby. Era de ese tipo de personas, aunque tenía a todo el mundo totalmente encandilado. ¿No lo ves? Mira a la gente en esta fiesta… O en esta otra… Gatz hipnotizaba a la gente con su dinero.

– ¿Y sus padres no?

– No.

Se quedó contemplando la imagen de la vieja piscina, aquella en la que Gatsby fue asesinado, antes de devolver las fotos al sobre. Después se inclinó sobre su taza y su platillo. En un acto reflejo, Laurel se inclinó sobre la mesita para recuperar el sobre, volcando sin querer la taza de su anfitriona, que cayó sobre el regazo de la mujer. Por fortuna, no se rompió y estaba vacía. Sin embargo, fue un momento muy incómodo y Laurel se levantó para pedirle disculpas.

– Lo siento mucho -tartamudeó-. Por favor, dígame que no le ha quedado una mancha en la falda.

– Sólo tenías que haberme pedido las fotos, Laurel -dijo ella, con un ligero tono de condescendencia-. Confía en mí, no tengo intención de robártelas. El simple hecho de haber tocado esa imagen del señor Gatz me ha producido un irresistible deseo de lavarme las manos.

– ¿Su falda?

– Mi falda está bien.

– De verdad que lo siento -repitió Laurel, consciente mientras hablaba de que había conseguido que cualquier resto de entereza que le quedaba se erosionase por completo con su paranoica precipitación. Sin embargo, tenía la sensación de que si no hubiera recuperado las fotos, Pamela Marshfield se las habría quedado.

En ese momento, la mujer se sacudió la cabeza y cruzó los brazos.

– Entonces, dime -le espetó-, ¿qué piensas hacer ahora?

Laurel no tenía muy claro a qué se refería, así que le habló a Pamela de su intención de restaurar la obra de Crocker y de ver qué imágenes había en los negativos. Admitió que esperaba que algún día BEDS organizara la exposición que las fotografías de este hombre merecían. Cuando terminó, Pamela se incorporó y Laurel supo que su encuentro había llegado a su fin, o casi.

– Espero que ahora tengas claro que este fotógrafo no era mi hermano, ¿verdad? -le preguntó mientras cruzaban las puertas acristaladas y entraban al salón. Sus tacones resonaron sobre la reluciente franja de parqué blanco que separaba dos gigantescas alfombras orientales. Del techo abovedado colgaba una gigantesca araña Art decó con cientos de bombillas envueltas en mamparas con forma de delicadas alas de ángel.

Laurel reflexionó durante un momento sobre la pregunta de la mujer. Ella pensaba justamente lo contrario.

– ¿Dónde está enterrado? -preguntó, en lugar de contestar directamente.

Pamela se detuvo.

– ¿Quieres una prueba? Quieres ver el cadáver, ¿es eso? ¿Tu conciencia se quedaría tranquila si exhumamos el cuerpo de mi hermano, le arrancamos un mechón de pelo y le hacemos la prueba del ADN?

– Sólo me gustaría ver la tumba, si es posible.

– No -dijo Pamela-, no es posible.

– ¿Por qué?

– ¡Vale! Vete a ver la tumba. No puedo impedírtelo. Está en el panteón familiar en Rosehill.

– ¿Rosehill?

– En Chicago, jovencita. Es un cementerio de Chicago, de donde era la familia de mi padre. Puedes ir allí y verlo tú misma. No está lejos de los panteones de los Sears y Montgomery Ward. Sin embargo, te aconsejo que te olvides de todo esto. Desentiéndete de esos huesos, con perdón por lo macabro de la expresión, y deja pasar esta historia. Seguro que tienes mejores cosas que hacer con tu vida. No me gustaría ver que pierdes el tiempo con una obsesión peligrosa.

– ¿Peligrosa?

Pamela sonrió con suficiencia y dijo:

– Bueno, quizá «poco saludable» sea más adecuado. De cualquier modo, mi hermano y tus vagabundos no suenan como una prometedora combinación.

Laurel no se sintió amenazada -al menos por el momento-, pero tuvo la clara sensación de que la estaban advirtiendo. Esto le daba ánimos para continuar su búsqueda con más ahínco. Cuando se subió al coche, le pareció interesante el hecho de que su anfitriona no hubiera preguntado cómo unas fotos familiares habían podido acabar en posesión de un indigente.

Capítulo 9

Después de que la joven trabajadora social se marchara, Pamela Buchanan Marshfield se encerró a solas en su despacho y se dedicó a ojear compungida el único álbum de fotos que conservaba con imágenes de su hermano. Su -ahora ya era oficial- difunto hermano. Habían permanecido apartados, literal y metafóricamente, durante tanto tiempo que le sorprendió la profunda tristeza que la había invadido al conocer la noticia.

Su padre había tirado o destruido el resto de álbumes con fotos de Robert, o se habían perdido con el tiempo. El que ahora tenía entre sus manos era uno muy antiguo, casi tanto como ella. Muchas de las imágenes ya ni tan siquiera estaban pegadas a las polvorientas páginas, y había manchas amarillentas de cinco o seis centímetros allí donde antes hubo cinta adhesiva. Su madre nunca se había preocupado demasiado por la conservación de documentos. Es más, la mujer casi nunca pensaba en el mañana. En la mayoría de las fotos, Robert aparecía como un niño pequeñito. En muchas, tenía la misma mirada que en las instantáneas que Laurel había traído a su casa.

Estaba claro que la chica tenía los negativos, y parecía que eran muchos.

Para recibir a la joven, Pamela se había puesto unos pendientes que pertenecieron a su madre. Estaba casi segura de que se trataba de un regalo de James Gatz, porque los diamantes, que eran muchos, se sujetaban engarzados en unas enormes y ostentosas margaritas, y su madre sólo se los ponía cuando su padre se encontraba de viaje o con la última de su interminable lista de amantes. Además, prácticamente el resto de las joyas de su madre estaban unidas a una historia: «Estos rubíes eran de la abuela Delia -su abuela, de los Fay de Louisville- y se los entregaron sus propios padres criando debutó en 1885…Tu padre me regaló estas perlas en nuestro décimo aniversario de bodas… ¿Este diamante? Otro regalo suyo de cuando se tiraba a esa furcia de Lancaster». El lenguaje de su madre ganaba en colorido a medida que se hacía mayor. Además, empezó a beber incluso cuando estaba sola. Daisy siempre fue una buena bebedora, pero normalmente sabía controlar el alcohol, al igual que Tom Buchanan. Podían estar borrachos, pero no te dabas cuenta hasta que se ponían violentos.

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