Llegó a la rotonda cuando Newton estaba abriendo la puerta del carruaje. Le guiñó el ojo a Eliza, quien lo saludó agitando la mano. Apretó los labios mientras esperaba.
Desde que recibiera la carta de Rose, los largos días derivaron en noches aún más largas, y ahora por fin el momento había llegado. El tiempo pareció detenerse: era consciente de su respiración agitada, de su pulso latiéndole en los oídos.
¿Se imaginó el cambio de expresión en el rostro de Rose, la diferencia en su porte?
El ramo cayó de manos de Eliza, quien se agachó para recogerlo de la hierba húmeda.
Debían de haber percibido el movimiento por el rabillo de sus ojos, porque tanto Rose como la tía Adeline se volvieron; una sonrió, la otra no.
Eliza alzó lentamente una mano y saludó. Volvió a bajarla.
Las cejas de Rose se alzaron, en divertido gesto.
– Bueno, ¿no vas a darme la bienvenida a casa, prima?
El alivio se extendió de modo instantáneo por la piel de Eliza. Su Rose estaba de regreso y todo estaría bien. Comenzó a acercarse, a correr, los brazos abiertos. Tomó a Rose de un abrazo.
– Retrocede, niña -ordenó la tía Adeline-. Estás cubierta de barro. Ensuciarás el vestido de Rose.
Rose sonrió y Eliza sintió cómo las agudas espinas de su preocupación se retraían. Por supuesto Rose no había cambiado. Había estado lejos sólo dos meses y medio. Eliza había permitido que el miedo conspirara con la ausencia y diera la impresión de cambio en donde no lo había.
– Prima Eliza, ¡qué maravilloso es volver a verte!
– Y a ti, Rose. -Eliza le entregó el ramo.
– ¡Qué precioso! -Rose se lo llevó a la nariz-. ¿De tu jardín?
– Es hiedra por la amistad, geranios de hojas de roble por los recuerdos…
– Sí, sí, y rosas, ya veo. Qué amable de tu parte, Eliza. -Rose le entregó el ramo a Newton-. Que la señora Hopkins lo ponga en un florero, por favor, Newton.
– Tengo tantas cosas que contarte, Rose -dijo Eliza-. Jamás adivinarás lo que pasó. Una de mis historias…
– ¡Válgame Dios! -rió Rose-. Ni siquiera he llegado a la puerta de entrada y mi Eliza ya me está contando cuentos de hadas.
– Deja de agobiar a tu prima -dijo severa la tía Adeline-. Rose necesita descansar. -Miró en dirección a su hija y con un temblor de duda en la voz indicó-: Deberías pensar en descansar un poco.
– Por supuesto, mamá. Tengo intención de hacerlo de inmediato.
El cambio era sutil, pero Eliza, sin embargo, lo percibió. Había algo extrañamente vacilante en la sugerencia de la tía Adeline, algo menos dócil en la respuesta de Rose.
Eliza estaba preguntándose sobre ese sutil cambio cuando la tía Adeline comenzó a dirigirse hacia la casa y Rose, acercándose, le susurró a Eliza al oído:
– Ve arriba, querida. Quiero contarte muchas cosas.
* * *
Y Rose así lo hizo. Resumió cada momento que pasó en compañía de Nathaniel Walker, y aún más tediosamente la angustia de cada momento que pasó apartada de él. El épico relato comenzó esa tarde y continuó a lo largo de la noche y al día siguiente. Al principio, Eliza consiguió fingir interés -de hecho, muy al principio había estado interesada, porque los sentimientos que Rose describía no se parecían a nada que ella hubiera sentido nunca-, pero a medida que pasaban los días, y éstos se volvían semanas, Eliza comenzó a flaquear. Intentó interesar a Rose en otras cosas -una visita al jardín, la última historia que había escrito, incluso una excursión a la ensenada-, pero Rose tenía oídos sólo para los relatos de amor y romanticismo. Concretamente, los suyos…
Así fue que, a medida que las semanas se enfriaban hacia el invierno, Eliza buscó con más frecuencia la cala, el jardín escondido, la cabaña. Lugares en los que pudiera desaparecer, en donde los sirvientes se lo pensaran dos veces antes de molestarla con sus temibles mensajes, siempre iguales: «La señorita Rose solicita la presencia de la señorita Eliza, de inmediato, por un asunto de extrema importancia». Porque parecía que no obstante el espectacular fracaso de Eliza en apreciar las virtudes de un vestido de novia sobre otro, Rose nunca se cansaba de atormentarla.
Eliza se dijo que todo se calmaría, que Rose estaba sencillamente excitada: siempre había estado fascinada por la moda y los adornos, y ésta era su oportunidad para jugar a la princesa del cuento de hadas. Eliza necesitaba ser paciente y todo volvería a la normalidad entre ambas.
Entonces volvió la primavera. Los pájaros regresaron desde lejos, Nathaniel llegó desde Nueva York, la fecha de casamiento se echó encima, y de lo siguiente que Eliza se percató fue de la parte trasera del carruaje de Newton mientras llevaba a la feliz pareja hacia Londres y hacia un barco rumbo al continente.
* * *
Más tarde, esa noche, mientras yacía en su propia cama en la desolada mansión, Eliza sintió intensamente la ausencia de Rose. La certeza se formó, clara y sencilla: Rose no volvería a su cuarto por las noches, ni Eliza al de Rose. Ya no yacerían juntas riendo y contándose historias mientras el resto de la casa dormía. Se estaba preparando un cuarto especial para los recién casados en un ala retirada de la casa. Un cuarto espacioso, con vistas a la cala, mucho más adecuado para un matrimonio. Eliza se puso de costado. En la oscuridad entrevió lo espantoso que sería saberse bajo el mismo techo que Rose y sin embargo no poder ir en su búsqueda.
Al día siguiente, Eliza buscó a su tía. La encontró en la sala de mañana, escribiendo en un pequeño escritorio. La tía Adeline no dio señal de reconocer su presencia, pero ella le dirigió la palabra de todos modos.
– Me preguntaba, tía, si sería posible hacer uso de ciertos enseres del ático.
– ¿Enseres? -dijo la tía Adeline sin apartar su atención de la carta que estaba escribiendo.
– Es sólo un escritorio y una silla lo que necesito; y una cama…
– ¿Una cama? -Los ojos oscuros se entrecerraron mientras su mirada se deslizó para encarar la de Eliza.
En la claridad de la noche, Eliza se había dado cuenta de que era mejor cambiar uno que intentar reparar los agujeros causados por las decisiones ajenas.
– Ahora que Rose está casada, se me ocurre que mi presencia ha de ser menos requerida en la casa y, por tanto, que podría convertir la cabaña en mi residencia.
Las expectativas de Eliza eran mínimas: la tía Adeline obtenía un particular placer en negarse a cualquier petición suya. Miró mientras su tía firmaba la carta con cuidado, y luego rascaba con sus afiladas uñas la cabeza de su perro. Sus labios se abrieron en lo que Eliza supuso sería una leve sonrisa, y luego se puso de pie e hizo sonar la campanilla.
* * *
La primera noche en sus nuevos aposentos Eliza se sentó junto a la ventana del piso superior, mirando el océano hincharse y descender, como una gran gota de mercurio debajo de la ondulante luz de la luna. Rose estaba al otro lado de ese mar, en alguna parte de la otra orilla. Una vez más su prima había viajado en barco y Eliza había quedado detrás. Algún día, sin embargo, Eliza emprendería su propio viaje. La revista no pagaba mucho por sus cuentos de hadas, pero si continuaba escribiendo y ahorraba durante un año, seguramente sería capaz de pagarse el viaje. Y también estaba el broche, por supuesto, con sus coloridas gemas. Eliza nunca había olvidado el broche de Madre, escondido dentro de la chimenea de los Swindell. Un día, de alguna manera, lo recuperaría.
Pensó en el anuncio que había visto en el periódico la semana anterior. «Gente que desee viajar a Queensland», decía. «Vengan y comiencen una nueva vida». Mary le había contado con frecuencia historias de las aventuras de su hermano en la ciudad de Maryborough. De tanto escucharla, Australia se había convertido en su mente en una tierra de espacios abiertos y sol cegador, en donde las reglas sociales eran ignoradas por la mayoría y abundaban las oportunidades para que todos comenzaran nuevamente. Eliza siempre se había imaginado que ella y Rose podrían viajar juntas, habían hablado de ello muchas veces. ¿O no? Recordando, se dio cuenta de que la voz de Rose enmudecía cuando la conversación versaba sobre esas aventuras imaginarias.
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