Cassandra releyó las últimas líneas. ¿Qué eran esas marcas de las que hablaba Rose? ¿Marcas de nacimiento, tal vez? ¿Cicatrices? ¿Había leído alguna otra cosa en los cuadernos que pudiera aclarar el asunto? Por más que lo intentara, no recordaba nada. Era demasiado tarde y estaba demasiado cansada, sus pensamientos tan borrosos como su vista.
Volvió a bostezar, se frotó los ojos y cerró el cuaderno. Probablemente nunca lo sabría, y lo más seguro es que no importara. Cassandra volvió a pasar los dedos sobre la gastada cubierta, tal como Rose debía de haber hecho muchas veces antes que ella. Dejó el cuaderno sobre la mesilla y apagó la luz. Cerró los ojos y entró en el familiar sueño de las hierbas altas, un campo infinito y de pronto, inesperadamente, una cabaña al borde de un acantilado junto al océano.
1975
Nell esperó junto a la puerta, preguntándose si debía volver a golpear. Había estado de pie junto a la puerta durante cinco minutos y había comenzado a sospechar que William Martin no sabía nada de su inminente llegada para la cena, que la invitación había sido poco más que un ardid de Robyn para calmar las aguas tras el encuentro anterior. Robyn parecía el tipo de persona para quienes los momentos sociales desagradables, más allá de sus causas o consecuencias, debían de ser intolerables.
Volvió a golpear. Asumió una expresión de dignidad dolida para beneficio de cualquiera de los vecinos de William que pudieran estar preguntándose por esa mujer desconocida frente a su puerta que parecía contentarse con golpear toda la noche.
Fue William mismo quien por fin descorrió el cerrojo. Con el trapo de secar sobre su huesudo hombro, cuchara de madera en mano, dijo:
– He sabido que se decidió a comprar la cabaña.
– Las buenas noticias viajan rápido.
Apretó los labios, examinándola.
– Es una mujer testaruda, eso se ve a la legua.
– Tal como me hizo Dios, me temo.
Él asintió, resoplando levemente.
– Adentro, entonces. Se morirá de frío ahí fuera.
Nell se quitó la gabardina y encontró un gancho de donde colgarla. Siguió a William atravesando la entrada hasta la sala.
El aire estaba cargado, húmedo de vapor, un olor simultáneamente nauseabundo y delicioso. Pescado, y sal y algo más.
– Tengo una olla con mi guiso de pescado al fuego -anunció William, desapareciendo arrastrando los pies en dirección a la cocina-. No la oí llamar por los malditos silbidos y borbotones. -Un estruendo de ollas y sartenes, una blasfemia-. Robyn llegará pronto. -Otro ruido-. Se ha entretenido un rato con ese tío con el que anda.
Esto último fue dicho con cierto disgusto. Nell lo siguió a la cocina y lo observó mientras revolvía el espeso guiso.
– ¿No le gusta el novio de Robyn?
Apoyó el cucharón sobre la encimera, tapó la olla y tomó su pipa. Quitó una hebra de tabaco del borde.
– No hay nada malo en el muchacho. Nada, excepto que no es perfecto. -Con una mano apoyada sobre su encorvada espalda se dirigió a la sala-. ¿Tiene hijos? ¿Nietos? -dijo mientras pasaba al lado de Nell.
– Uno de cada uno.
– Entonces sabe de qué estoy hablando.
Nell se sonrió con amargura. Doce días habían pasado desde que dejara Australia; se preguntó si Lesley habría notado su ausencia. Poco probable. De todos modos, pensó que tenía que enviar una postal. A la niña le gustaría, Cassandra. A los niños les gustaban esas cosas, ¿no?
– Venga, entonces, muchacha -dijo la voz de William desde la sala-. Venga a hacerle compañía a un viejo.
Nell, criatura de hábitos, eligió la misma silla de terciopelo que había elegido la ocasión anterior. Hizo un gesto de asentimiento a William.
Éste le respondió del mismo modo.
Se sentaron por un minuto, más o menos, en una exhibición de silencioso compañerismo. Se había levantado viento, y los cristales de la ventana se sacudían periódicamente, acentuando la falta de conversación en el interior.
Nell indicó el cuadro sobre la chimenea, una barca de pescador con el casco a rayas rojas y blancas y con el nombre pintado en negro a un costado.
– ¿Es suyo? ¿ La Reina de las Hadas?
– Así es -dijo William-. El amor de mi vida, creo que fue. Atravesamos juntos varias tormentas enormes, ella y yo.
– ¿Todavía la tiene?
– Hace años que no.
Otro silencio se instaló entre ambos. William palmeó el bolsillo de su camisa, y luego tomó una bolsa de tabaco, comenzando a rellenar su pipa.
– Mi padre era el jefe del puerto -dijo Nell-. Crecí rodeada de barcos. -De pronto recordó la imagen de Hugh, de pie en el muelle de Brisbane, poco después de la guerra, con el sol a sus espaldas y él a contraluz, sus largas piernas irlandesas y sus grandes y fuertes manos-. Se le mete a uno en la sangre, ¿no?
– Eso es cierto.
Los paneles de las ventanas volvieron a temblar, y Nell suspiró. No podía esperar más, era ahora o nunca: había que despejar el aire y Nell era quien iba a hacerlo; poca era la conversación intrascendente que estaba dispuesta a tolerar.
– William -dijo, inclinándose hacia delante para apoyar los codos en las rodillas-, sobre la otra noche, lo que dije. No quise…
El alzó una mano callosa por el trabajo, levemente temblorosa.
– No hay por qué.
– Pero no debería…
– No fue nada. -Se metió la pipa en la boca y la sostuvo mordiéndola entre los dientes dando por terminado el asunto. Encendió una cerilla.
Nell se volvió a reclinar en su silla: si así es como él lo quería, pues que así fuera, pero esta vez estaba decidida a no marcharse sin una pieza más del rompecabezas.
– Robyn dijo que quería decirme algo.
Sintió el dulce aroma del tabaco fresco, mientras William aspiraba un par de veces, y luego exhalaba para que su pipa comenzara a humear. Asintió levemente.
– Debería habérselo dicho la otra noche, sólo que… -Estaba concentrado en algo más allá de ella y Nell resistió el impulso de darse la vuelta y ver qué era-, sólo que me tomó por sorpresa. Ha pasado mucho tiempo desde que escuché su nombre.
Eliza Makepeace. La sibilante no pronunciada agitó sus plateadas alas entre ambos.
– Han pasado más de sesenta años desde la última vez que la vi, pero todavía la tengo presente, bajando del acantilado, desde la cabaña, encaminándose hacia el pueblo, el cabello suelto a sus espaldas. -Sus párpados se habían cerrado mientras hablaba, pero ahora los abrió y miró a Nell-. Supongo que eso no significa mucho para usted, pero en aquella época… bueno, no era frecuente que alguien de la casa grande descendiera a mezclarse con los lugareños. Eliza, sin embargo -se aclaró un poco la garganta, repitió el nombre-, Eliza se comportaba como si fuera lo más natural del mundo. Ella no era como el resto.
– ¿La conoció?
– La conocí bien, tanto como uno puede conocer a gente como ella. La conocí cuando tenía apenas dieciocho años. Mi hermana menor, Mary, trabajaba en la casa y trajo a Eliza con ella en una de sus tardes libres.
Nell luchó por contener su excitación. Por fin hablaba con alguien que había conocido a Eliza. Mejor aún, esa descripción confirmaba la sensación ilícita que flotaba en los bordes de su fragmentada memoria.
– ¿Cómo era, William?
Apretó los labios y se rascó el mentón: el áspero sonido sorprendió a Nell. Por un segundo, volvió a tener cinco años, sentada en el regazo de Hugh, la cabeza descansando contra su rugosa mejilla. William sonrió ampliamente, los dientes grandes y con manchas marrones por el tabaco.
– Como nadie que hubieras conocido antes, original. A todos nosotros, por esta zona, nos gusta contar historias, pero las suyas eran otra cosa. Era divertida, valiente, sorprendente.
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