Adeline había dejado sola a Rose, sonriéndose cuando notó el envaramiento de los hombros de su hija. Una clara señal de que el tiro había dado en el blanco.
Tal cual esperaba, Rose apareció en el tocador de Adeline más tarde, ese mismo día, sugiriendo que puesto que a Eliza no le gustaban las fiestas, tal vez podía evitársele que asistiera en esta ocasión. Continuó en voz baja, diciendo que había cambiado de idea respecto de visitar hoy a su prima. Esperaría hasta después de la fiesta del jardín, cuando las cosas se hubieran asentado y las dos pudieran visitarse largo y tendido.
* * *
Un aplauso que hizo erupción en donde estaban jugando al croquet llamó la atención de Adeline. Se tomó las manos enguantadas y compuso una sonrisa impersonal, antes de avanzar por el jardín. Mientras se acercaba al banco, la señora Hodgson Burnett se puso de pie y abrió su blanco parasol. Se despidió de Rose y Nathaniel y comenzó a caminar en dirección al laberinto. Adeline esperaba que no se le ocurriera entrar; la puerta del laberinto había estado cerrada desde primera hora, como señal disuasoria, pero era típico de una americana tener sus propias ideas sobre el asunto. Adeline aceleró el paso -buscar a una invitada perdida no estaba en sus planes para el día- e interceptó a la señora Hodgson Burnett antes de que se alejara demasiado. Le brindó a su invitada una gentil sonrisa.
– Buenos días, señora Hodgson Burnett.
– Ah, buenos días, lady Mountrachet. Y qué bello día que es.
¡Ese acento! Adeline sonrió indulgente.
– No podíamos haber deseado otro mejor. Y veo que se ha reunido con la feliz pareja.
– Monopolizado, más bien. Su hija es la más gloriosa de las criaturas.
– Gracias. Soy bastante parcial en lo que a ella se refiere.
Una risa educada por ambas partes.
– Y su marido claramente la adora -añadió la señora Hodgson Burnett-. ¿No es una maravilla el amor juvenil?
– Me sentí encantada con su compromiso. Un caballero de tanto talento… -la sombra de una pausa-, ¿me imagino que Nathaniel le habrá mencionado sus cuadros?
– No lo hizo. Me atrevería a decir que no le di oportunidad. Estaba demasiado ocupada preguntándole sobre el jardín secreto que dicen que está oculto en esta gran propiedad.
– Una nadería -refutó Adeline con una mínima sonrisa-. Un arriate con flores con una pared a su alrededor. Todas las mansiones de Inglaterra tienen uno.
– No con semejantes historias románticas como parte de ellos, estoy segura. ¡Un jardín reconstruido de las ruinas para ayudar a una delicada joven a recuperar su salud!
Adeline lanzó una quebradiza carcajada.
– ¡Por favor! Creo que mi hija y su esposo le han contado un cuento de hadas. Rose debe su salud a los esfuerzos de un excelente médico, y me permito asegurarle que el jardín es en verdad muy vulgar. Los retratos de Nathaniel, en cambio…
– Sin embargo, me encantaría verlo. El jardín, quiero decir. Se me ha despertado la curiosidad.
Había muy poco que Adeline podía responder frente a eso. Asintió con tanta gracia como pudo y maldijo por detrás de su sonrisa.
* * *
Adeline estaba lista para echarles a Nathaniel y a Rose una seria reprimenda, cuando por el rabillo del ojo percibió un remolino de tela blanca a través de la verja del laberinto. Se volvió, justo a tiempo para ver a Eliza abrir la puerta frente a la señora Hodgson Burnett.
Se llevó la mano a la boca, ahogando el grito antes de poder lanzarlo. De todos los días y todos los momentos posibles. Esa muchacha: siempre corriendo, mal vestida, ciertamente no bienvenida. Con su grosera buena salud, mejillas arreboladas, cabello enredado, sombrero desgarbado y -observó horrorizada Adeline- con las manos desnudas. Algo bueno al menos, llevaba zapatos.
Apretando la comisura de los labios como un títere de madera, Adeline miró a su alrededor, intentando medir el efecto de la irrupción. Un criado estaba junto a la señora Hodgson Burnett, acercándole una silla. Todo parecía en calma, el día no estaba perdido. De hecho, sólo Linus, sentado bajo el arce, ignorando la conversación de lord Appleby, había prestado atención a la nueva aparición, alzando su pequeña maquinaria fotográfica para apuntar a Eliza. Eliza, por su parte, estaba mirando en dirección a Rose, su rostro la imagen de la consternación. Sorprendida, sin duda, de ver a su prima de regreso del continente tan pronto.
Adeline se volvió rápidamente, decidida a evitar que su hija se ofuscara. Pero Rose y Nathaniel no fueron conscientes de la intrusión, demasiado absortos el uno en el otro. Nathaniel se había acomodado en el borde de su silla y estaba sentado de manera tal que sus rodillas casi tocaban (¿o tocaban levemente? Adeline no estaba segura) las de Rose. Entre los dedos sostenía una de las fresas del invernadero de Davies por el tallo, haciendo girar la fruta de un lado al otro, acercándola a los labios de Rose antes de apartarla. A cada oportunidad, Rose reía, el mentón inclinado de modo que el sol acariciaba con su luz moteada su garganta desnuda.
Sonrojada, Adeline alzó su abanico para ocultar la escena. ¡Semejante espectáculo! ¿Qué pensaría la gente? Se podía imaginar los chismes que Carolina Aspley plasmaría sobre el papel, tan pronto como regresara a su casa.
Adeline sabía que era su obligación terminar con semejante comportamiento descontrolado, y sin embargo… Volvió a bajar su abanico, parpadeando por encima del mismo. Por más que lo intentara, no podía apartar la vista. ¡Qué momento! La frescura de la imagen era magnética. Aunque sabía que Eliza estaba causando desmanes a sus espaldas, aunque pensaba que su esposo se comportaba más allá del decoro, era como si el mundo se hubiera detenido y Adeline estuviera de pie, sola en el centro, consciente tan sólo del latido de su corazón. La piel le cosquilleaba, tenía las piernas inesperadamente débiles, y la respiración agitada. Un pensamiento le cruzó la mente antes de poder detenerlo: ¿cómo sería ser amada de ese modo?
* * *
El olor de los vapores de mercurio llenó sus fosas nasales y Linus lo aspiró profundamente. Lo retuvo, sintió cómo se expandía su mente, le ardían los tímpanos, antes de exhalar. Solo en su cuarto oscuro, Linus se sentía como si midiera dos metros de alto, y las piernas eran fuertes, tanto una como la otra. Usando sus pinzas de plata, agitó de un lado a otro el papel fotográfico, observando con cuidado a medida que la imagen comenzaba a materializarse.
Ella jamás consentiría posar. Al principio había insistido, luego había rogado, luego, con el tiempo, había descubierto la naturaleza de su juego. Disfrutaba siendo perseguida, y fue Linus quien tuvo que recalcular sus tácticas.
Y lo había hecho. Mansell había sido enviado a Londres para traer una Kodak-Eastman Brownie, una cosita desagradable, territorio de aficionados sin experiencia, de calidad fotográfica nada comparable a su Tourograph, pero era liviana y transportable y eso era lo importante. Mientras Eliza continuara con su tira y afloja juguetón, Linus sabía que era la única manera de atraparla.
Su mudanza a la cabaña había sido un paso valiente, paso por el cual Linus la admiraba. Él le había regalado el jardín, para que ella llegara a amarlo como su madre antes que ella -nada había iluminado los ojos de su poupée como el jardín amurallado-, pero Linus no había previsto esta reciente deportación. Eliza no se había acercado a la casa desde hacía semanas. Día tras día esperaba junto a las verjas del laberinto, pero ella continuaba atormentándolo con su ausencia.
Y ahora, para complicar todavía más las cosas, Linus había descubierto que tenía un adversario. Tres mañanas antes, mientras montaba su guardia, se había topado de frente con una indeseable vista. Mientras aguardaba a Eliza, ¿qué es lo que había visto aproximarse cruzando las verjas del laberinto en su lugar sino el pintor, el recién casado marido de Rose? Linus se había sorprendido, porque ¿qué pensaba ese hombre que estaba haciendo? ¿La miraba a los ojos? Era impensable, el pintor husmeando su presa.
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