Habían pasado dos meses desde que Rose y la tía Adeline habían partido para Nueva York, y aunque ahora el tiempo se movía con lentitud, el primer mes había pasado veloz en medio de un torbellino de buen tiempo y espléndidas ideas para sus historias. Eliza había dividido cada día entre sus dos lugares favoritos de la finca: la roca negra en la ensenada, en la cual miles de años de mareas habían diseñado una plataforma lisa sobre la que sentarse, y el jardín oculto, su jardín, al final del laberinto. Qué delicia era tener un lugar propio, todo un jardín en el cual poder Ser. A veces a Eliza le gustaba sentarse en el banco de hierro, perfectamente quieta, a escuchar. El viento soplando, las hojas golpeando contra los muros, el murmullo del océano al respirar, y los pájaros cantando sus historias. A veces, si se sentaba quieta el tiempo suficiente, casi le parecía que podía escuchar a las flores suspirar su agradecimiento al sol.
Pero no hoy. El sol se había retirado y más allá del borde del acantilado el cielo y el mar se confundían en una gris agitación. La lluvia continuaba cayendo. Eliza suspiró. No tenía sentido intentar llegar al jardín y recorrer el laberinto, a menos que quisiera empaparse por completo ella y su nuevo cuaderno. ¡Si pudiera encontrar un árbol hueco en donde buscar refugio! La idea para una historia comenzó a temblar en los límites de la imaginación de Eliza; la atrapó, impidiendo que escapara, la sostuvo mientras le crecían brazos, piernas y un claro desenlace.
Buscó dentro de su vestido y tomó el lápiz que siempre llevaba consigo, en su corpiño. Apoyó el cuaderno contra su rodilla flexionada y comenzó a escribir.
El viento sopló con más fuerza allí, en el reino de las aves, y la lluvia había comenzado a arremolinarse en su escondrijo, manchando las páginas inmaculadas. Eliza se volvió de cara a la puerta, pero la lluvia seguía azotándola.
¡Esto no estaba bien! ¿En dónde escribiría cuando el mal tiempo se instalara para el resto de la temporada? La cala y el jardín no serían entonces un refugio. Estaba la casa de su tío, por supuesto, con sus cientos de habitaciones, pero a Eliza le resultaba difícil escribir sabiendo que siempre había alguien cerca. Uno podía creerse solo, para descubrir a una criada arrodillada junto a la chimenea, colocando la leña. O a su tío, sentado silencioso en un quieto y oscuro rincón.
Una ráfaga de lluvia intensa cayó a los pies de Eliza, empapando el pórtico. Cerró el cuaderno y golpeó impaciente su tacón contra el suelo de piedra. Necesitaba un refugio mejor que ése. Eliza miró la puerta roja a sus espaldas. ¿Cómo no la había observado antes? Emergiendo de la cerradura estaba el adornado remate de una gran llave de bronce. Sin dudarlo, Eliza la hizo girar hacia la izquierda. El mecanismo hizo un ruido. Ella apoyó la mano contra el picaporte, suave e increíblemente tibio, y lo hizo girar. Un clic, y la puerta se abrió, como por arte de magia.
Eliza cruzó el umbral adentrándose en un oscuro y seco vientre.
* * *
Debajo de su negro paraguas, Linus estaba sentado, esperando. No había visto ni asomo de Eliza en todo el día y su agitación se apoderaba de cada uno de sus gestos. Ella volvería, lo sabía, Davies le había dicho que tenía intención de visitar el jardín y sólo había un camino de regreso desde allí. Linus se permitió cerrar los ojos y dejar que su mente retrocediera a través de los años hasta la época en la que Georgiana desaparecía a diario en el jardín. Ella le había rogado una y otra vez que fuera con ella, para ver lo que había plantado, pero Linus siempre se negaba. Había esperado, sin embargo, por ella, se había mantenido vigilante hasta que su poupée reaparecía cada día entre los setos. A veces recordaba cuando se quedó atrapado en el laberinto tantos años atrás. Qué exquisita sensación era, esa curiosa mezcla de vieja vergüenza mezclada con el placer de ver aparecer a su hermana.
Abrió los ojos y respiró hondo. Al principio pensó que era presa de su fantasía, pero no, era Eliza, acercándose en su dirección, ensimismada. No lo había visto aún. Sus labios secos se movieron en torno a las palabras que deseaba pronunciar.
– Niña -la llamó.
Ella alzó la vista, sorprendida.
– Tío -saludó, sonriendo con lentitud. Extendió sus manos a los lados de su cuerpo; en una de ellas, un paquete marrón-. ¡Qué lluvia repentina!
Su falda estaba mojada, el borde transparente de su enagua pegándosele a las piernas. Linus no podía apartar la vista.
– Yo… yo tenía miedo que te hubiera pillado la lluvia.
– Y casi lo logra. Pero encontré refugio, en la cabaña, la pequeña cabaña al otro lado del laberinto.
Cabello mojado, ropas mojadas, tobillos mojados. Linus tragó saliva, enterró su bastón en la tierra húmeda y se puso de pie.
– ¿Usa alguien la cabaña, tío? -Eliza se acercó-. Parece que nadie lo hace.
Su olor… lluvia, sal, tierra. Se apoyó en el bastón a punto de trastabillar. Ella se acercó para sostenerlo.
– El jardín, niña, cuéntame del jardín.
– Ah, tío, ¡cómo crece! Debe venir un día a sentarse entre las flores. Ver por sí mismo los arriates que he plantado.
Sus manos en su brazo se sentían tibias, firme la forma de sujetarlo. Daría los años que le quedaban de vida para detener el tiempo y permanecer para siempre en ese momento, él y su Georgiana.
– ¡Lord Mountrachet! -Thomas se acercaba deprisa desde la casa-. Mi señor, debería haberme dicho que necesitaba ayuda.
Y entonces Eliza ya no fue quien lo sostuvo, Thomas estaba en su lugar. Y Linus sólo pudo observar cómo ella desaparecía por las escaleras en dirección hacia el hall de entrada, haciendo una pausa momentánea a la entrada para tomar el correo de la mañana, antes de ser devorada por la casa.
* * *
SEÑORITA ROSE MOUNTRACHET
CUNARD LINER, LUSITANIA
SEÑORITA ELIZA MOUNTRACHET
MANSIÓN BLACKHURST
CORNUALLES, INGLATERRA
7 DE NOVIEMBRE DE 1907
Mi muy querida Eliza,
¡Cuánto tiempo! Tanto ha sucedido desde que nos vimos por última vez que casi no puedo pensar por dónde comenzar. Primero, tengo que disculparme por la escasez de cartas en las últimas semanas. Nuestro último mes en Nueva York fue un torbellino y cuando me senté por primera vez para escribirte, cuando dejamos aquel gran puerto americano, fuimos víctimas de una tormenta tal que casi me creí de regreso en Cornualles.
Los truenos y ¡ah! ¡las ráfagas de viento! Estuve acostada en mi camarote dos días completos, y la pobre mamá estaba verde. Requirió atenciones frecuentes. ¡Qué cambio, mamá enferma y la enfermiza Rose su enfermera!
Después que la tormenta cediera por fin, la niebla continuó durante muchos días, flotando en torno al barco como un gran monstruo marino. Pensé en ti, querida Eliza, y en las historias que solías contarme cuando éramos niñas, sobre las sirenas y los barcos perdidos en alta mar.
Los cielos se han despejado ahora, a medida que nos acercamos a Inglaterra…
Pero espera. ¿Por qué te estoy dando un informe del tiempo cuando tengo tanto que contarte? Sé la respuesta: estoy dando vueltas en torno a mis verdaderas intenciones, dudando antes de dar voz a las verdaderas noticias, porque ¡oh! ¿por dónde comenzar…?
Recordarás, querida Eliza, en mi última carta, que mamá y yo conocimos a cierta Gente Importante. Una, lady Dudmore, resultó ser una persona en verdad de peso; más aún, parece que le caí bien, porque mamá y yo recibimos muchas cartas de presentación y tuvimos por ello acceso al círculo más exclusivo de la sociedad neoyorquina. Qué mariposas brillantes éramos, revoloteando de una fiesta a otra.
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